martes, octubre 24, 2006

Haciendo un balance de mi vida



Haciendo balance de mi vida, lo que es natural al llegar a los sesenta y cinco años, también para preparar los últimos capítulos, si mi suerte es vivirlos, lo que me encuentro en el haber es la tranquilidad y el bienestar que me dan la apariencia con que salgo a la calle y la misteriosa aceptación de que mi vientre sea ahora liso y redondo, y la existencia de un amigo y unas amigas a quienes quiero y que me quieren. No está mal.

Lo demás, dentro del terreno de los sentimientos –lo económico también me va bien-, es un desastre.

He querido durante más de cuarenta años tener el amor con un hombre, y no lo he conseguido nunca y me parece que me moriré sin saberlo. Lo más grande, y fuera. Con esto está explicado todo.

Por eso, quiero replantearme toda mi historia desde el principio, desde la base de reconocer –dejadme que use este lenguaje- una heterosexualidad básica aunque vaga. Si yo en el fondo fuera heterosexual, todo estaría explicado y no tendría que sufrir, porque nunca lo habría deseado de verdad.

Las coordenadas de mi existencia, a una edad tan avanzada como los trece años –lo digo en serio, es una edad avanzada, en la que han pasado ya muchas cosas- eran las siguientes:

Una identidad personal, quiero decir natural e íntima, de tipo masculino. Conciencia de la diferencia con mi hermana, asimilación de mi diferencia.

Una orientación hacia la mujer. Enamoramiento desde siempre de la belleza de mi madre, aceptación gustosa de que yo fuera el preferido de mamá y que mi hermana lo fuera de papá – Edipo.

Tensiones con mi padre.

Pero no puedo encontrar el recuerdo de otras mujeres que me absorbieran. Sí, mi primera polución nocturna fue soñando que estaba entre los brazos y los grandes pechos de nuestra gruesa y cincuentona cocinera.

Rechazo profundo de los hombres, repugnancia por la pubertad de mis compañeros, negación a que me idenificaran con ellos. Llegué a pensar que era lo más contrario a un homosexual.

Rechazo de su físico, su piel, su presencia. No debería haber hombres en el mundo.

Es verdad que, desde muy temprano, desde los cuatro o cinco años, también había en mí un vago masoquismo o deseo de sumisión a otros hombres, los militares. Pero masoquismo no es orientación.

Creo que los orígenes de mi rechazo por mis compañeros están en el fracaso de mis deseos de que fueran mis amigos, o la sorprendente hostilidad que encontré una y otra vez en ellos y en el desagrado por su aspereza, tan distinta a mi sutileza.

El terrible Tal, el bronco Cual, el duro Igual, mi primo Luis, tan guapo, de ojos grises, pero tan distinto y tan despectivo respecto de mí…

Apenas me consoló la fugaz amistad del alto y dulce Isla, también de ojos grises, de quien me acuerdo de repente. O la del bueno de Aceña, absorbido por la Historia.

Creo que no pasé por la necesaria fase homoafectiva en la que los niños y las niñas aprenden a valorarse a sí mismos mediante la admiración hacia otros hombres y mujeres y que ahí nació mi radical rechazo, mi rabia, mi falta de ternura hacia mis compañeros.

Pero tampoco aparecía ningún deslumbramiento por ninguna mujer. Sólo interés por Esther Williams, en una película en technicolor en la que sale nadando en una piscina azul. Pero nada del otro mundo. Heterosexualidad, pero débil. Ni muchachos ni muchachas en mi vida. Aislamiento. Pero una sexualidad sin objeto pujando, enervándome, desbordándome y culpabilizándome. Qué desastre.

Si no podía identificarme con los hombres, no podía tener una identidad social masculina, aunque la tuviera personal. Quedaba un vacío en mí, un hueco en v de una imagen. Si me atraían vagamente las mujeres, podía colmar este hueco con una imagen externa de mujer. Un travesti: un muchacho que se ve en el espejo con figura de mujer. Pero una prótesis para una mutilación.

De todos modos, ¿por qué mi heterosexualidad ha sido siempre tan vaga y tan difusa? Sé la respuesta hipoandrogenia. Un tratamiento médico prenatal: o era hipoandrogénico, o me iba.

Luego, el trauma, lo natural que sufren los hipoandrogénicos en el medio androgénico, que en mí, por estar más solo, por ser el hermano mayor (los demás vinieron cuando todo estaba sentenciado), llegó a un umbral crítico.

Ahora leo mucha novela gay, que despierta mi corazón, me hace llorar y sufrir, pero vivir.

No soy gay: es que me fascina ver cariño y amistad entre hombres.


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