sábado, diciembre 30, 2006

Tensión de los sentimientos transexuales




Veo “La Violetera” y me vuelven los alocados sentimientos de la primera vez, en mi adolescencia.

Belleza de Madrid de otros tiempos, belleza de París. Nostalgia. Lo que hubiera podido ser mi vida. Hombres feos y desagradables y yo pensando que esa figura de mujer fuera la mía. Canciones que se han quedado dentro de mí, por varios conceptos (“La Violetera” suena también en la escena del Ferrari de “Esencia de Mujer”, de mi amado Al Pacino); deseos de lo imposible; he llorado.

He escrito esto, para la Teoría del Trauma:

El punto crítico del proceso transexual se alcanza cuando el impulso heterosexual pone delante de los ojos una imagen de mujer que cubre, como un paramento publicitario, los grandes vacíos de la propia imagen, creados por la falta del proceso homoafectivo; la carencia de autoestima o valoración de sí mismo como varón, en especial.

En cuanto esa imagen de mujer llena la conciencia, sustituye ese vacío y la persona, ya transexual, empieza a verse bajo los rasgos que le fascinan y que a la vez pueden darle la identidad que le falta.

Esa imagen de mujer es bella, atractiva, atrae de hecho las miradas, es querida, protegida y deseada. Bajo esa figura, la persona transexual siente que puede alcanzar todo lo que le falta. Si al mirarse en el espejo, ve aparecer una figura que se parece a ésa de mujer, la fusión se consuma y la persona siente que puede vivir, moverse, amar, ser amada, como esa figura de mujer que le da lo que le falta.

Es cierto que la falta de adecuación de la propia imagen a la figura de mujer debilita la fusión, pero las faltas afectivas son tan reales, que la figura de mujer cumple siempre su cometido, en mayor o menor grado, de suplir lo que se necesita ardientemente.

Si no es lo que es, es lo que hubiera podido ser, y ése es el sentimiento transexual más profundo.

La transexualidad es una cuestión de identidad, o mejor, de falta de identidad, pero su apariencia es la de una cuestión de orientación, puesto que se ve la imagen de mujer superpuesta a la propia.

Esto deja al desnudo los sentimientos de algunas transexuales: pero las faltas que hay en nosotras son la verdad de nuestra vida.

viernes, diciembre 29, 2006

Una manera de ver las cosas





Supongamos que mi padre hubiera seguido tan cerca de mí como lo estuvo hasta los tres o cuatro años, cuando me enseñó a leer él mismo en una cartilla, y me subía en brazos y me gastaba bromas sobre mi carácter, que me molestaban pero correspondían a su cercanía, como cuando me dijo que me iba a pintar mi escudo, y yo esperé con ilusión que fuera algo revelador, y luego resultó que pintó un garabato que eran los fideos que yo había aborrecido, de tan repetidos, en los años del hambre para otros, o luego, un poco más tarde, cuando él pintaba al óleo y me preguntó quien había hecho no sé qué, y le dije que yo, y entonces me respondió: “¿Ves? Por haberme dicho la verdad, no te castigo”.

Si hubiese seguido así, yo, con mi tendencia a la identificación total, a absorberme y hacerme uno con las personas que admiro, me hubiera sentido otro él, aun con diferencias, hubiera sentido en mi cuerpo la repetición del suyo, en mis facciones la continuación de las suyas, y hubiera aceptado con naturalidad mi condición masculina, como imagen y seguimiento de la suya, sin pensar demasiado en ello, con fluidez, entregándome a la vida a partir de él, con el orgullo de ser su hijo, imitándole, como tantas veces he visto en sueños, absorbido en sus valores que eran como un claro y duro sol sobre un agua profunda, apenas rizada en un gran estanque.

Luego, al llegar al colegio y encontrarme la habitual hostilidad humana, supongamos que hubiera encontrado también un compañero como el muchacho mayor de una película francesa, ligeramente mayor que yo, lo suficiente para ser mi hermano mayor, sereno y seguro, serio pero cariñoso y protector conmigo, alejando de mí todas las hostilidades, sabio y experto en la vida, tranquilizador y aventurero, sabiendo las mil maravillas de la vida y abriéndome la puerta para que yo las viera, arrastrado por mi admiración, mi felicidad y mi seguridad a su lado, en las inmensidades abiertas por la amistad y el compañerismo.

Yo también me hubiera reconocido en su manera de ser, la hubiera hecho mía, hubiera transformado mi primera imagen, como continuación de mi padre, bajo la voluntaria torsión de la imagen de mi amigo, y me hubiera ido formando así mi propia imagen, dispuesto a seguir mi rumbo en la vida.

Pero tanto no llegó a suceder. Mi padre, entregado a negocios absorbentes y luego, sufriendo su fracaso, se encerró en sí mismo y ya apenas si me prestó atención, probablemente desengañado porque mi carácter no fuese como el suyo, tan enérgico, sino reflexivo, sensible, introvertido, lánguido, entregado interminablemente a la lectura y no al ejercicio o la caza, lo que hizo que su cariño por mí se manifestara como un enfado o censura permanente, una hostilidad a la que respondí con una hostilidad y un cariño ansioso.

En el colegio, por su lado, la realidad fue que encontré casi solo vacío y más hostilidad durante seis años cruciales.

No pude identificarme en adelante ni con mi padre ni con amigos que no existieron siquiera, me encontré en el aislamiento más total frente a las dificultades de la vida. Mejor dicho, el aislamiento se convirtió de hecho en mi espacio vital y lo siguió siendo durante todo el resto de mi niñez y mi adolescencia, un espacio casi físico y visible, una costumbre cotidiana.

Tuve que potenciar, para compensar, el sentido de mi diferencia, con rabia, refugiarme en mi amor por los mundos que me abría la lectura, en mi desdén por el fútbol, que me decían lo que yo era por oposición a lo que era mi padre y mis compañeros, distinguiéndome de ellos, diferenciándome.

Así empezó mi animadversión hacia los hombres, que eran de quienes venían todas mis decepciones, mis esperanzas frustradas, porque hubiera querido que fueran maravillosos para mí y no lo fueron.

Así, cuando empezó la pubertad de mis compañeros y después la mía, las transformaciones de su conducta y las de mi cuerpo me parecieron sólo groseras, feas y desagradables, no encontré ternura alguna, hasta el punto de no poder soportar que nadie me entendiera como uno de ellos, como masculino, en una palabra.

A la vez, al mismo tiempo, el impulso sexual nacía en mí y descubría la imagen de la mujer, tranquila y acogedora, y veía en ella el refugio que necesitaba para mi desolación, la mujer a quien todos veían bella, a quien respetaban y valoraban, sujetándose instintivamente, como a mí no me respetaban ni valoraban e intentaban convertir en un paria.

La mujer querida y deseada, que contaba con la seguridad y el respeto del deseo y que era protegida, cuidada, tratada con tacto y consideración, fue la figura que me pudo salvar de mi miseria y del desprecio que me amenazaba y que ya estaba haciendo mío.

Mi transexualidad se formó en aquel momento como un recurso para salir adelante.

jueves, diciembre 28, 2006

Reflexiones sobre la entrada anterior




Llamo la atención sobre el hecho de que la teoría del trauma supone un cambio conceptual sobre el entendimiento de los procesos homosexual y transexual, en la medida en que pueda confirmarse su validez.

Los conceptos nuevos son los siguientes:

El primero, la unión por su origen de lo que hasta ahora parecía diferente, la homosexualidad y la transexualidad. No es un único proceso, sino dos, pero los une la misma causa, a la que se dan dos respuestas distintas. Con mayor motivo, se pueden unir los conceptos de transvestismo, transgenerismo y transgenitalismo, cuyas diferencias pueden ser sólo de grado.

Segundo. La unión se produce sobre la experiencia de la frustración de la homoafectividad, que para los homosexuales lleva a un deseo insistente de lo homoafectivo, sexualizándolo, y para las transexuales a una negación radical de lo homoafectivo.

Tercero. Siendo la frustración una experiencia traumatizadora, la respuesta homosexual o transexual al trauma es una reacción adaptativa y, por tanto, positiva. Esta consideración excluye cualquier consideración negativa de los procesos homosexual y transexual.

Cuarto. El entendimiento de la homosexualidad y la transexualidad como procesos les da un sentido dinámico que las relaciona con la concepción de la homoafectividad como fase de la evolución personal necesaria para la formación de la heterosexualidad.

Quinto. Por tanto, no se puede excluir que, después de la frustración de la homoafectividad, homosexuales y transexuales puedan vivir una experiencia homoafectiva plena, exclusivamente afectiva, sin dimensión sexual, que permita sentimientos de admiración e identificación, que abran más tarde, en una fase nueva, la posibilidad de una relación heterosexual, sólo afectiva o incluso sexual (las relaciones heterosexuales son distintas de la heterosexualidad como condición o modo de vida, que supone la ausencia de trauma homoafectivo previo)

Sexto. También es nuevo el concepto de historia como base de la identidad. Homosexuales y transexuales forman sus identidades sobre unas historias específicas, que persisten independientemente de las formas que pueda tomar el proceso afectivo y sexual. Esto significa que la historia homosexual o transexual no acaba aunque permita pasar a una práctica heterosexual.

Séptimo. En la medida en que la frustración homoafectiva no se colma, la afectividad homosexual, unida a la sexualidad, y la transexual, unida a una negación y a una heteroidentificación, crearán sus formas propias, aunque debe considerarse que no están cerradas, sino abiertas.

miércoles, diciembre 27, 2006

Aftergay, aftertrans





No toda, pero gran parte de la experiencia homosexual o transexual (incluyendo sus diversos grados de intensidad, transvestista, transgenérica o transgenital) es una conducta obsesiva-compulsiva o parafílica, en la que la expresión se queda bloqueada una y mil veces en el mismo punto, repitiendo una nota, lo que remite a un trauma originario.

Como sucede en las parafilias y en las obsesiones-compulsiones, en esos casos hay en el fondo una base afectiva real, que sitúo en una frustración homoafectiva, sobre todo con el padre, pero también con los compañeros de edad durante la niñez.

Esta necesidad afectiva se convierte en los dos casos en una obsesión sobre el falo, como símbolo, que resulta común a homosexuales y transexuales, en los primeros para desearlo, los segundos para rechazarlo.

Deseamos o rechazamos por tanto lo que el falo representa, que es la homoafectividad, siempre necesaria y en nuestras vidas frustrada.

A partir de la pubertad, la experiencia se une con la presión genital, reforzándola con la excitación y la sexualización, a la vez que se pierde de vista la conciencia de la frustración originaria y se llega a prácticas reiterativas y aparentemente vacías (por la falta de conciencia de su significado), que culpabilizan y deprimen.

La única salida desde dentro de la persona homosexual-transexual, está en adquirir conciencia de la necesidad homoafectiva y en llegar a vivirla plenamente como homoafectividad y no como homosexualidad-transexualidad. Digo desde dentro, porque no toma en cuenta las valoraciones ajenas, casi siempre establecidas sobre los síntomas observables y no sobre las motivaciones, mucho más difíciles de comprender.

Sé que la necesidad, la carencia, la frustración es tan grande y está tan a flor de piel, que los homosexuales y transexuales que conozcan bien su propia historia, aceptarán este programa si lo ven posible.

La experiencia homoafectiva plena es necesaria para pasar en su momento el umbral de la experiencia heterosexual. Es preciso entender que hablo de relaciones heterosexuales, no del modo de vida heterosexual, no de la heterosexualidad como proceso específico y diferenciado.

Hablo también de una experiencia homoafectiva, que puede darse o no darse, y cuya plenitud es fácil que no se dé. (En mí, vino por medio de una relación de amistad íntima, no sexual, con homosexuales, que se dio primero de mis diecinueve a mis veinticuatro años, y que luego se ha repetido desde los cincuenta, hace ya quince años. Pudo faltar)

En el caso de los homosexuales, para llegar a la posibilidad de una relación heterosexual es preciso, primero, sentirse muy seguros, plenamente aceptados, valorados, integrados en el campo masculino que admiran, ser partícipes de la experiencia de la mutua admiración, cantarse a sí mismos.

En el caso de las transexuales, hace falta reconciliarse con la masculinidad, lo que es posible aunque parezca imposible a primera vista, si conseguimos encontrar un amigo que nos quiera y a quien admiremos, de manera que su cariño nos permita asumir, sin destrozarnos, nuestros llantos por nuestro padre o los compañeros de nuestra vida.

Admiración es la palabra en la que se centra la homoafectividad, el sentimiento del que tenemos más necesidad y del que sufrimos más la carencia, unos insistiendo en el deseo, otros rechazándolo todo y andando por otras tierras.

En el momento en que se establece una verdadera homoafectividad, a la edad que sea (lo sé por experiencia personal), es posible tranquilizarse (homosexuales) y aceptarse (transexuales) y pasar gradualmente o en cierta medida a la experiencia heterosexual.

Pero antes, el sentimiento y la alegría de tener buenos amigos y queridos compañeros tiene, primero, que haberse producido, y después, que haberse consolidado a través de los años.

Es preciso recordar que homosexualidad y transexualidad pueden ser defensas frente a terribles traumas reales y subsistentes, siempre presentes en la memoria, que no pueden ser anulados sin riesgo de desequilbrio y desmoronamiento de todo lo que vayamos consiguiendo.

Por eso, no habrá en nuestra memoria lo mismo que en la de los heterosexuales que no hayan vivido nuestra experiencia. No podemos convertirnos en heterosexuales porque nuestra historia es diferente de la de los heterosexuales, una imposibilidad metafísica, pero podemos encontrar en nuestra historia elementos que nos permitan una experiencia heterosexual a nuestra manera.

Nuestra evolución hará de nosotros posthomosexuales o postransexuales, pero no nohomosexuales o notransexuales.

Lo expresaremos de formas tales como la intensa relación con nuestros amigos, la facilidad del beso o la caricia, incluso la espontaneidad de la relación sexual con ellos, todas ellas vedadas o innecesarias en la heterosexualidad, o en el uso de ropas simbólicas, o arreglos explícitos, pero todas estas experiencias quedarán referidas a la necesidad de homoafectividad y gracias a ella, por medio de la plenitud de la homoafectividad, abrirán la puerta a relaciones heterosexuales más o menos avanzadas según las posibilidades personales (pueden reducirse a una convivencia amistosa) así como a un sentido de la identidad que incluya toda nuestra realidad.

La relación heterosexual, en nuestras historias, tiene que contar plenamente con la realidad de la fase de trauma (fase presente en la memoria, estrato innegable de nuestra formación afectiva), y la de la fase de respuesta homosexual o transexual, (igualmente presente y configuradora)

También tiene que contar con la necesidad de una experiencia homoafectiva, suficientemente intensa y persistente, lo que no es fácil, para que se pueda salir del bloqueo afectivo.

Veo que me queda por hablar de la verdadera ambigüedad orgánica en la que a veces se apoya la condición homosexual o la transexual (“terreno fértil”, de Harry Benjamin)

Pero no es la causa directa de nuestra condición, sino el desencadenante del trauma (rechazo, burlas)

Pero cuando los traumas son evitados o no existen, no surgirán estas condiciones. Cuando no hay necesidad de defenderse, no hay defensa.

sábado, diciembre 23, 2006

Sólo voy a hablar sobre lo que siento



Yo sirvo a Dios buscando la verdad sobre mí, que puede ser la misma para otras personas transexuales y distinta que la de otras personas transexuales.

La verdad sobre mí empieza por que, siendo transexual, yo no soy una mujer. Me conozco ya bien y sé hasta qué punto me parezco en carácter, inclinaciones, reacciones, a los varones (pero no a los varones más masculinos, de quienes también me diferencio) y hasta qué punto no entiendo, no comparto, el carácter, inclinaciones, reacciones, de las mujeres.

Pero si hubiera que deducir que puedo vivir como varón, si fuera posible retrotraerme a los meses anteriores a la fecha en que tomé mi decisión, me imagino que sí, que puedo adaptarme de día, pero de noche, acostado y diciéndome que tengo que aceptar los genitales que hay en mi cuerpo, siento que nunca aceptaré que estén ahí y que nunca los entenderé.

En mi niñez, los aceptaba con naturalidad, cuando eran pequeños, tiernos y pasivos; pero, desde la pubertad, me parecen desagradables, feos y extraños o ajenos.

¡Qué gusto, tranquilidad, bienestar, agrado, dudas morales, me da saber que ahora ya no están ahí!

Mi transexualidad se define por el desagrado ante los genitales masculinos, en él encuentra su punto crítico, por lo que sea, y por eso creo que he hecho lo que corresponde al operarme y al simbolizar este hecho para todos mediante la adopción de ropas femeninas, porque sé que tengo que comunicarlo de alguna manera, y no conozco otra, aunque yo no me sienta mujer.

La razón de este sentimiento puede estar en que las circunstancias particulares de mi gestación propiciaron una diferenciación sexual incompleta del cerebro, por lo que la imagen corporal interna no corresponde con la externa. Por eso, no me puedo figurar haciendo los movimientos de la penetración, ni lo deseo, aunque otras funciones masculinas, no genitales, sí pueden haberse formado.

Este esquema lo he visto desde dentro, y pensando sólo en mi experiencia, lo que le da fuerza de verdad, porque no he pensado en otras consideraciones, ni en integrar otras experiencias de otras personas en esta explicación. Me limito a buscar lo fundamental que puede haber en mi transexualidad y encuentro algo más profundo que mi propia ambigüedad. Pero el esquema que he puesto en la "Teoría del trauma" hace hincapié no en las diferencias con la masculinidad arquetípica, como la ambigüedad, o esta misma inadecuación genital, sino en la fuerza del trauma que puede impedir la homoafectividad y, por tanto, el reconocerse alegremente como varón.

Puede entenderse, con arreglo a la teoría, que cierta ambigüedad caracterial favorezca el trauma social, la inadaptación de género, la falta de homoafectividad, y también esta experiencia se ha dado en mí; pero esto es género y parece que en el género, en lo social, todo es más fluido y acomodaticio.

Pero esta ambigüedad encuentra en mi caso su núcleo en la inadecuación genital masculina, cuyas primeras formas encuentro a mis trece, catorce o quince años, distinta de la inadaptación de género que sentí a los diez y que luego fui dejando a un lado; el repudio de que los genitales me obligaran a ser contado entre los varones parece más bien una cuestión de género, que no le da a los genitales más que un valor como símbolo; pero ha habido también un desagrado persistente hacia estos genitales, neto, desnudo, simple, independiente de cualquier consideración de género.

Este desagrado fue tan intenso, que su intensidad lo convirtió en trauma, añadido al rechazo de, y rechazo hacia mis compañeros.

Por eso veo ahora que, dada la fluidez de las formas sociales del género, podría adaptarme bien al género social masculino, si no fuera por el único y decisivo punto de tener que usar los aseos de hombres, en los que el énfasis se pone sobre lo genital.

No soy por tanto una mujer social, no soy transgénero, soy transgenital.

jueves, diciembre 21, 2006

Esbozo de una teoría del trauma y la respuesta transexual




Por Kim Pérez


(Los blogs requieren una técnica parecida a la de la radio o la televisión, ya que al actualizarse es preciso que los contenidos más significativos se pongan a la vista una y otra vez para que sea fácil encontrarlos, si así se desea.

Por otra parte, el trabajo teórico consiste en revisar y rehacer todo continuamente, por lo que la versión que subo hoy es bastante distinta, en aspectos fundamentales, de la anterior, que también he editado en la entrada precedente)



CONTEXTO TEÓRICO


En un reciente artículo, “Por qué la cuestión naturaleza/medio no puede desaparecer”, (en “Daedalus”; traducido al español en “Claves de razón práctica”, en 2006), Steven Pinker ha expuesto el estado de la cuestión que también se llama “naturaleza o cultura”, “nature versus nurture”, o como yo prefiero decir, “biología o biografía”.

Después de un siglo XIX biologista y un siglo XX ambientalista, expone cómo se está llegando a la conclusión de “lo uno y lo otro”, pero también cómo esta posición de interaccionismo holístico, como la llama, corre el riesgo de parecer demasiado obvia y, por tanto, aburrida, o de dar lugar a demasiados malentendidos.

Esta advertencia puede estar justificada y ser oportuna en el plano general de las ciencias humanas, pero al concentrarse en el ámbito de los estudios sobre transexualidad, cualquier temor se desvanece.

Aquí tenemos una situación muy problemática. Preguntarse por la cuestión de “biología o biografía” no sólo es pertinente, sino que todos cuantos estamos dentro de la temática transexual nos lo preguntamos insistentemente y nos lo respondemos porque sabemos muy bien cuán transcendente es esta pregunta y la respuesta a la pregunta, a efectos de análisis, de pronóstico, de consejo e incluso de valoración moral.

En el siglo XIX y principios del XX, la transexualidad, con el nombre de transvestismo o incluso de homosexualidad, fue entendida biologistamente (“anima mulieris in corpore virile inclusa”); en el siglo XX, ha sido entendida culturalmente y por tanto políticamente (escuela de Foucault); y en el XXI, podemos empezar a pensar en un fundamento biológico no específico y un desarrollo biográfico específico, situado en un trauma y una respuesta.

¿Pero cómo se articulan uno y otro, para no quedarse en un puré ecléctico y sin interés?

La presente e incipiente teoría, todavía situada en el punto de la formulación de hipótesis, propone la consideración de cuatro factores del desarrollo de la transexualidad, dos variantes biológicas y dos biográficas.

Por tanto, articula ambos campos en un aspecto concreto del desarrollo humano, y lo convierte en un modelo de las nuevas aproximaciones teóricas.


TEORÍA DEL TRAUMA Y RESPUESTA


La simple predisposición de tipo biológico no me parece una causa suficiente.

Primero, hay montones de varones hipoandrogénicos (tímidos, introvertidos, poco o nada dados a los deportes fuertes) y de mujeres hiperandrogénicas (audaces, extravertidas, deportistas), que no son transexuales y,

segundo, hay transexuales que no han sido hipoandrogénicas (han sido resueltas, mandonas, peleonas) ni hiperandrogénicos (han sido reflexivos, intelectuales, tranquilos)

Entonces, hay que dejar la biología básicamente fuera, aunque muchas personas transexuales, desde luego, hayan sido hipoandrogénicas o hiperandrogénicas, respectivamente. Pero esto funciona de otra manera. No es la biología la causa directa.

El origen de algunas formas de la homosexualidad y de la transexualidad puede estar en las vicisitudes biográficas de la homoafectividad u homofilia, que es una fase de la evolución personal muy intensa especialmente durante la preadolescencia, que permite aceptarse y valorarse a sí mismo en su propio sexo, como consecuencia de sentimientos de admiración y gratitud hacia otras personas integradas en él.

Este sentimiento, a veces, puede ser tan intenso y feliz, que propicie una detención o fijación en él, que generaría, al sexualizarse, una homosexualidad no traumática.

En cambio, su falta, si produce una ansiedad por vivirla, por llenar ese vacío, generaría una homosexualidad, y si lleva a una imposibilidad de identificarse con el propio sexo, una transexualidad que se podrían calificar como traumáticas.

La homoafectividad es tan necesaria, sea vivida con el padre o con los amigos que, cuando falta, quien vive esta carencia radical evolucionará como homosexual, si siente la necesidad de remediar su falta a toda costa, buscando al hombre que represente a todos los hombres, o si la falta llega a ser una homoautofobia (o aversión al sistema de semejanzas y a sí mismo como integrado en él), produce una evolución transexual, que más radicalmente hace ser incapaz de verse a sí mismo como hombre.

El trauma decisivo entonces es la falta de la experiencia de homoafectividad, el vacío en el lugar donde debía haber por las figuras masculinas un afecto y una admiración profunda, una seguridad, una estabilidad que se pudieran convertir en deseos de emulación y de identificación.

Si no lo hay, no queda más que deseo y necesidad, hasta hambre, de la presencia de los hombres (o de su símbolo escueto, el falo) o la negación de los hombres, ocultando ese deseo frustrado.

La causa directa de la transexualidad puede estar en un trauma, entonces. Diré que se trata de un trauma de inadaptación muy fuerte.

La inadaptación puede darse por muchas razones, pero creo que la más frecuente puede ser la conciencia de no ser aceptado por los compañeros del mismo sexo y la misma edad, o bien, más profundamente, por el padre del mismo sexo.

Esta inaceptación puede deberse a la consideración de que el compañero o el hijo es insuficientemente masculino.

(En este caso, lo biológico no sería lo determinante, sino la reacción social –compañeros o padre- ante un hecho biológico, la hipoandrogenia, que, en otras circunstancias, quedaría sin consecuencias)

La inadaptación viene entonces como un rechazo mutuo, puesto que quien la sufre reacciona a menudo rechazando con fuerza a quienes lo rechazan, y todo lo que tiene que ver con ellos.

Cuando este sentimiento de inadaptación es fuerte y duradero, puede dar lugar a una respuesta adaptativa que será el paso a una identificación que sustituya el rechazo de la masculinidad en uno mismo.

Se abre entonces un proceso transexual que, cuando también es duradero, cuando ocupa sobre todo muchos años de la edad de la formación, se vuelve casi irreversible.

Esta estructura hace pensar que, sobre todo en la adolescencia, debe haber una ventana en la que la homoafectividad pueda ser subsanada, siempre que se encuentre a las personas adecuadas. Y que la presencia de esta experiencia, en la edad que sea, si es fuerte, mutuamente afectuosa, permita relativizar la pulsión transexual.

Quiero insistir en que, muchas veces, la razón mediata de la inadaptación puede estar en la hipoandrogenia en los niños o la hiperandrogenia en las niñas. Pero no necesariamente, porque niños hipoandrogénicos pueden adaptarse bien a su medio y consolidar una identidad masculina y niñas hiperandrogénicas pueden integrarse bien igualmente y asumir, pese a todo su carácter, una identidad femenina.


DINÁMICA DEL TRAUMA Y LA RESPUESTA


Lo expuesto es el mecanismo de la formación del trauma que genera la transexualidad.

Ya formado, los vacíos que tal acumulación de rechazos provoca, pueden colmarse con el impulso de deseo de lo femenino, de la que deriva la necesidad de hacer propio lo que lo femenino representa.

Entonces, la persona XY, atraída por la imagen de la mujer, la hace suya. En cambio, una persona que evoluciona heterosexualmente, siente el rechazo físico por lo masculino, pero lo compensa en lo emocional al haber desarrollado una afinidad homoafectiva, lo que le permite aceptarse a sí mismo como varón y desarrollar su deseo de la mujer, sin fundirse con ella, para lo que la homoafectividad es una barrera, que no existe en el caso de las personas transexuales.

La transexualidad está formada por tanto por cuatro pilares (el rechazo pulsional y el rechazo afectivo por el hombre, que ocultan un deseo homoafectivo, y el deseo pulsional y la identificación afectiva con la mujer, que intentan sustituirlo)

En el momento en que se debilitan el primero y el tercero por la hormonación o la operación, y el segundo y el cuarto por un proceso homoafectivo que se puede producir en cualquier momento de la vida, se debilita la reacción transexual, aunque no desaparece del todo dada su base biográfica y su arraigo en la memoria personal.

De la mayor o menor intensidad del sistema de rechazos y deseos, depende que la persona pueda vivir intermitente o permanentemente dentro del género que necesita.

Hasta ahora se usan, para diferenciar ambas reacciones, los nombres de transexual y de transgénero, para quienes eligen esta forma de vida permanentemente, y de transvestista, para los que eligen formas ocasionales o intermitentes de expresióm. Pero creo que son diferencias cuantitativas, no cualitativas.


COMPROBACIÓN EMPÍRICA

No trato de hacer ni discutir toda la puesta a prueba de la hipótesis del trauma, sino de poner aquí las primeras anotaciones para empezarla.

Historia A

XY. Aparente hipoandrogenia. Edipo normal (base heterosexual) Conflictos escolares desde los 7 a los 14 años. Con 13 años, empieza una reacción transexual. Con 19, trastorno obsesivo compulsivo.

Historia B

XY. No hay aparentemente hipoandrogenia. Edipo alterado (identificación con la madre; base homosexual) Con 7 años, empiezan los conflictos con los niños. Al acentuarse, y llegar a un conflicto social general, que hiere gravemente su autoestima, se reanuda el proceso transexual. Trastorno narcisista de la personalidad.

Historia C

XY. Aparente hipoandrogenia. Rechazo muy intenso de los compañeros desde la guardería (4 años; “mariquita”) Con 12 años, empieza una reacción transexual, identificándose con figuras de guerreras.


VALORACIÓN DE LA TEORÍA DEL TRAUMA Y LA RESPUESTA


El nombre de teoría del trauma implica que la transexualidad es la respuesta a un trauma, producido frecuentemente por una agresión externa, pero también por cualquier otra circunstancia capaz de producir una herida.

El sistema de trauma y respuesta indica por tanto una reacción creativa, una intención adaptativa, una voluntad de resistencia y de supervivencia. No hay nada perjudicial en todo esto, sino más bien un caso más en que la vida realiza su incesante adaptación a condiciones nuevas.

No cabe por tanto seguir hablando de la transexualidad como un trastorno de la identidad de género, lo que equivale a decir que habría en ella algo de malo o enfermizo; ni siquiera se debe hablar de disforia de género, porque es una expresión descriptiva, pero negativa, alusiva a un disgusto o desajuste, pero sin explicar las razones de esa reacción, como si se hubiese producido por nada, ni tampoco a la solución que la transexualidad representa.

Esta teoría tampoco permite justificar la transexualidad por un origen biológico, posiblemente debido a una intersexualidad física, pero situada en el plano del hipotálamo y por tanto indetectable a simple vista.

Esta interpretación puede resultar sugestiva, porque eliminaría cualquier miedo de culpa moral, pero en el fondo equivale a la del trastorno, orgánico en este caso. Si es un trastorno, es algo malo, y si lo es, no hay argumentos para oponerse en el futuro a cualquier intento de corregirlo, por ejemplo mediante el tratamiento, en la edad prenatal, de los fetos a los que les fueran detectados niveles de hipo- o hiperandrogenia que fueran determinantes para producir tal transexualidad.

En el futuro, entonces, no habría transexuales, y cada persona que lo es en este momento tendría la impresión de que nuestra condición sería algo residual y sin valor en sí, desde luego.

Pero la teoría del trauma y respuesta hace ver que la transexualidad tiene valor en cuanto supone una reacción positiva, defensiva, adaptativa en un sistema de agresiones y reacciones que constituyen la misma trama de la vida. La alternativa, en la que sin duda sucumben muchas personas anónimamente, es el acobardamiento, la huída o la depresión. Se trata por tanto de una cuestión de adaptación y de supervivencia.

La transexualidad se puede incluir por tanto dentro de un conjunto de respuestas simbólicas, que incluyen las neurosis y las parafilias. No se trata de reducir el valor de la transexualidad, sino de subrayar el de estas neurosis y parafilias, hasta ahora consideradas como simples trastornos.

Lo mismo que la transexualidad, son narraciones o representaciones arquetípicas, en el sentido de Jung, en las que la mente utiliza y ordena recursos simbólicos preparados seguramente por la herencia genética.

En el caso de la transexualidad, el recurso es la migración de sexo, inconcebible a primera vista, pero perfectamente concebible como hipótesis abstracta, casi matemática: si no A, entonces B.

La persona transexual es, entonces, la que es capaz de concebir y realizar lo que ninguna otra se atreve a pensar, más allá de pasajeras fantasías. Y no lo hace porque se le antoja, sino para mantenerse y sobrevivir. Es una salida, y alegre, por tanto, sana.

Las neurosis son expresiones simbólicas del sufrimiento e intentos de solución; pero resultan infructuosas, y por eso siguen siendo dolorosas. En el trastorno obsesivo compulsivo, las manos se lavan una y otra vez como símbolo de inexplicables sentimientos de culpa; pero no consiguen aclarar las terribles dudas, y por tanto se sigue sufriendo.

Las parafilias son también soluciones simbólicas de problemas reales; pero no consiguen superar el nivel de lo simbólico o imaginario y convertirlo en una realidad aceptable, por lo que el problema real subsiste sin resolver, lo que lleva a la reiteración como rasgo propio de la parafilia: un pájaro que se golpea una y otra vez contra los barrotes de la jaula sin conseguir romperlos.

Los traumas que provocan la respuesta transexual son variados. Muchos de ellos se relacionan, es verdad, con una inadaptación sexual a la media social –hipoandrogenia XY, hiperandrogenia XX- , que puede provocar ataques sociales de los que hay que defenderse. La transexualidad aparece como una estrategia para salvar estos ataques y la angustia y odio y vergüenza y culpa que generan en quien los sufre, especialmente en la niñez y la adolescencia.

Pero la diferencia no es la causa directa de la reacción transexual. Si transcurre sin trauma, no hay transexualidad. Y el trauma debe alcanzar una intensidad crítica, un umbral de insoportabilidad que la cause.

Pero también existen otros posibles traumas. Por ejemplo, una crisis de inseguridad en la niñez; o el estrés o el fracaso amoroso en la edad adulta. En estos propios de la madurez, el umbral crítico se alcanza cuando existen otros problemas previos, es decir, cuando existe una preparación que haya disminuido la interiorización de la homoafectividad.

La teoría del trauma y respuesta permite por otra parte graduar y relativizar la respuesta transexual. No se trata de expresar nada, aparte de la propia historia, ni de adaptar la realidad interior a la exterior, ni de obedecer a ningún estereotipo de género, sino de ajustarse cada cual lo mejor que pueda para vivir mejor.

Al hacerlo, supera la radical inseguridad provocada por el trauma, y lo debe hacer cada cual a su manera, sin modelos ajenos, sino juzgando su respuesta primero por ser una respuesta –no un hundimiento- y segundo, valorando los resultados y contrarresultados conseguidos, en un juego de equilibrios y compensaciones.

La persona transexual puede decir al realizar su proceso, del todo o en parte: “Ésta es mi historia y he salido adelante”.

miércoles, diciembre 20, 2006

¿Dónde estoy?





¿Dónde estoy ahora mismo?

A los quince años de empezar el proceso transexual veo que aquel mismo año empezó un proceso homoafectivo que estaba latente, al ver un nuevo modelo masculino en los homosexuales de Cogam.

Hoy, la identificación homoafectiva toma la delantera emocional sobre la transexual.

Acabo de verme reflejado en el cristal de la ventana, con el pelo como una aureola y el camisón de lana roja que me regaló una amiga querida, y esta imagen de mujer es confortante, por lo que tiene de imagen, por fuera, pero lo es menos desde dentro.

Me irritan ya las expresiones trans de identificación con la mujer y sólo me encuentro a gusto con las que expresan ambigüedad. Por otra parte, empiezo a sentir la repulsión física hacia lo sexual femenino, la indiferencia y distancia, el aburrimiento hacia la mujer propio de los homosexuales, lo que hace difícil que me identifique con quienes empiezan a no interesarme.

Ayer, en el bus, sentí sin embargo el agrado, la tranquilidad que manaba de una cuarentona, ama de casa, cuyas manos hogareñas se movían sobre un bolso de cuero negro muy blando. Deseé su compañía, pero no me identifiqué con ella. Sé que hay algo dulcemente sexual en todo esto.

La ambigüedad, en mi caso, la siento como una cualidad o vicisitud de lo masculino, que se acerca pero no llega a ponerme dentro de lo femenino.

domingo, diciembre 17, 2006

Cáscara amarga




Hace unos veinte años, mi primo de Madrid, al que yo quiero mucho, me saludó jovialmente diciéndome: “Parece que eres de la cáscara amarga”.

Me quedé parado, intentando asegurarme de lo que significaba esa expresión, que no sabía si era “de izquierdas” o “maricón”. Luego comprendí que era lo segundo.

Yo por entonces no había dado ningún paso público y era un cuarentón tristón y abandonado. Los hechos le demostrarían luego que era mucho más de la cáscara amarga de lo que se podría imaginar (y por cierto, me ha aceptado con naturalidad, cuando nos hemos vuelto a ver)

Pero aquella frase me mide la diferencia que puede haber entre mi manera de ser y la masculina asertiva y tan brusca como la de mi primo.

Me veo, desde luego, siempre complicado y sentimental, lánguido (es una de las palabas claves que me definen), introvertido, nada activo, tímido, acobardado (ni siquiera supe plantarme, también risueño pero enfadado, y preguntarle qué significaba ese outing; quizá, desde luego, porque era verdad en parte), y otras como comprensivo, dialogante…

Al recordarlo, me reafirmo en la conciencia de mi ambigüedad, de base masculina, pero ambigüedad.

No es cuestión de que me martirice diciéndome que podría haber sido un hombre como otro cualquiera; parecerlo, sí; pero serlo, no.

Contratiempo





Hace unas semanas me pasó un pequeño desastre. Después de trece años, vengo entrando en los aseos de mujeres sin problemas y, sintiendo desde luego que ya no podría entrar en los de hombres, lo que me sería insoportable.

Pues hace esas semanas, al entrar en los de la cafetería de un Corte Inglés, una señora que estaba en la entrada me miró como espantada y me dijo, “No, los de hombres son esos otros”. La neutralicé con una sonrisa, aunque la angustia iba por dentro y, al ver que seguía adelante ella bajó los ojos como platos hasta que vio que llevaba falda, lo que le hizo cejar.

Supongo que, en el mejor de los casos, me tomaría por una extranjera grande y masculinota del Norte, una guiri.

El problema está en que he perdido la inocencia, respecto a mi entrada en el aseo-refugio. Ya me pasó lo mismo, en el de una parada de una linea de autobuses, cuando la mujer que la limpiaba intentó disuadirme, pero aquélla fue sólo la primera vez.

Pienso, desde luego, que tengo lo que busco. No se puede ir sin maquillar y con un chaquetón-guerrera que pide guerra y no encontrarla. Ahora, si la alternativa es volver a maquillarme, no.

Anoche pensé justamente que, si viviera con mi amigo, me gustaría que viviéramos como compañeros queridísimos, quiero decir, más que simples compañeros, incluso llevando yo en casa esos pantalones militares con tantos bolsillos que tanto me gustan; el compañero castrado (detalle esencial para mi equilibrio), pero compañero, no amante, ni desde luego esposa.

Por tanto, llevo falda sobre todo para decir que no soy un hombre como otro cualquiera. Ahora, si la gente me ve como un maricón o como una extranjera, una guiri, supergrande, me da igual.

miércoles, diciembre 06, 2006

Como un travesti



EN EL DÍA DE LA CONSTITUCIÓN DE LA DEMOCRACIA ESPAÑOLA; POR LA REPÚBLICA



Yo soy fundamentalmente un varón ambiguo pero definido suficientemente dentro de lo masculino.

Siempre me ha alegrado y consolado descubrir mis aspectos femeninos, como la eterna languidez de mis posturas, pero creo que si las circunstancias hubieran sido otras, hubiera podido desarrollarme heterosexualmente.

La necesidad de expresar mi ambigüedad no puede llegar al extremo de definirme como mujer, porque yo por lo menos no lo soy.

(La operación no expresa la ambigüedad, sino mis traumas en relación con la masculinidad)

Sé que hubiera podido mantenerme dentro del lado masculino si hubiera tenido un amigo en mi niñez, que me hubiera querido y a quien yo hubiera admirado, es decir, si hubiera tenido una experiencia homoafectiva.

Pero no la tuve y por ese motivo padezco una fuerte disforia de género que ha zarandeado mi identidad masculina, aunque, con esfuerzo, puedo comprender que ahí está.

Por eso me puedo definir como algo parecido a un travesti.

Si hubiera sabido todas las implicaciones de esta definición años antes, contando con las experiencias homoafectivas, no homosexuales, que finalmente he podido tener con los gays, probablemente no me hubiera operado.

Pero ya que lo he hecho, puedo decir que estoy a gusto y que eso no me ha planteado nunca ningún problema de adaptación conmigo misma.

Identidades



La identidad es un concepto.

Como tal, puede ser erróneo.

La identidad que nos interesa más a las personas disfóricas de género es la identidad de sexo, también llamada de género.

Por tanto, nuestra identidad de género es el concepto que nos formamos respecto a nuestro sexo, lo que puede corresponder o no a la realidad.

Los conceptos los formamos en un principio sobre la base de los materiales conceptuales que nos da nuestra cultura.

Si nuestra cultura nos ofrece sólo los conceptos de hombre y de mujer, desde chicos tenderemos a encasillarnos como hombres o como mujeres (hay personas transexuales MaF que se han identificado de chicos como hombres y otras que se han identificado como mujeres)

Si en nuestra cultura falta el concepto de lo intersexual, como realidad intermedia entre los conceptos de hombre y de mujer, nadie o casi nadie se habrá identificado de chico con el concepto de intersexual, o andrógino, o ambiguo.

Sin embargo, la realidad de muchas personas transexuales es ésta: ocupamos psicológicamente, por nuestra manera de ser, la zona intermedia entre los hombres muy definidos y las mujeres muy definidas.

Por tanto, somos en alguna medida intersexuales o andróginos o ambiguos, más o menos, lo mismo si estamos más cerca del polo masculino o del femenino y deberíamos elaborar nuestra identidad sobre esta base.

Para eso, deberíamos formar una nueva identidad o concepto de lo que somos, cuando psicológicamente observemos que somos más o menos intermedios.

Yo tengo que decir que mi base está en ser una persona masculina algo ambigua o intersexual.


miércoles, noviembre 29, 2006

Ser bella y a la vez que me teman



(Apuntes de Marbella. Para saber quién es Marbella, ver la entrada "Primera noticia de Marbella" en octubre de 2006)


Esto es lo que quiero, mi doble pretensión. Y sé que lo estoy consiguiendo. Lo primero significa que me quieran, que me admiren, que les deslumbre, y sé que mi pelo negro y medio corto, mi coleta, mis rasgos angulosos y suaves y finos, mis ojos que se clavan en los de los varones como preguntas, les deslumbran, los paran por un momento, pero los paran.

Incluso ahora, cuando todavía voy de muchacho, hago fijarse en mí incluso a los heteros, aunque sea por un minuto y aunque aparten enseguida la vista, de inseguros que se sienten. No deberían: ven en mí los rasgos de una mujer bellisima, lo sé, una cara, unos brazos delicados, unas piernas largas, que forman a la vez un cuerpo de muchacho.

Que me teman es lo segundo que deseo, dado que los que no pueden comprender sus deseos, los convierten en insultos contra mí. Es verdad que hubiera podido limitarme a reírme, porque yo sí sé lo que les pasa, me insultan porque desean la figura de mujer que ven en mí, y se confunden y revolucionan porque la desean pero no pueden desearme a mí, por ser todavía un muchacho a sus ojos.

Es decir, que están vencidos de antemano, por mi belleza y su confusión. Hubiera podido desentenderme de ellos, pero son demasiado peligrosos. Hacen daño, de muchas maneras, son estúpidos y agresivos, violentos y hieren, hieren de verdad, como si fueran cuchillos, y por eso decidí hace tiempo que necesito que me teman.

Lo he conseguido haciéndoles frente. El año pasado hice un curso de autodefensa, en el que se aprendía algo de artes marciales, y como son tan brutos, y tan torpes y tan vagos, enseguida les encontré las vueltas, porque no se les ha ocurrido siquiera ponerse a aprender llaves ni disciplina de combate.

A fin de cuentas, ahora ven mi belleza como si fuera de acero, indiscutible y a la vez temible, enloquecedora. Pero no me interesan ya las peleas de la vida diaria, porque he descubierto con asombro que no son enemigos para mí. Me agreden y, cuando yo les sujeto y les hago que ellos mismos se tuerzan los brazos, lloran. Me quedo vacía, entonces. He vencido a un hombre, y me parece que por lo menos todavía no es más que un pobre hombre, un pobre muchacho, un niño con mala idea.

Por eso fue para mí como el clic de un interruptor, como una sacudida eléctrica, como una luz que cruzó mi mente de Este a Oeste, cuando comprendí que puedo ser militar.

Cuando lo sea, mi belleza pasará oficialmente a segundo plano, nadie hará como que la ve, pero será vista y yo seré respetada.

Me respetarán mis subodinados, que tendrán que decirme “Mi sargento”, o lo que sea, y obedece lo que yo les mande, aunque por dentro se estén derritiendo por mí o me aborrezcan por ser tan guapa, da lo mismo, por tener el cuello fino y blanco, este rosto anguloso, esta coleta negra.

También me respetarán mis iguales y mis superiores, porque para eso están las Ordenanzas. Y yo seré una de las primeras suboficiales transexuales del Ejército español, ni siquiera la primera.

También me ha interesado comprender que, en el Ejército, todo lo mío se vuelve general, más que personal. Yo necesito respeto, y mando, y alegría, y este Ejército español, por lo menos, no está hecho para agredir, sino para hacer respetar a quienes lo necesitan, permitirles que manden en sus vidas y que sepan lo que es la alegría. Ahí está mi padre en Afganistán, haciendo sólo eso, no como los americanos, que son unos buscabocas y unos follonistas de bar. Por eso el Ejército será lo mío, mi futuro.

lunes, noviembre 27, 2006

Claustrofobia




Esta noche, me despierto en medio de la oscuridad. Tengo algo de picor en la espalda, por el lado izquierdo, en un lugar al que no suelo llegar. El nerviosismo del día no se ha aplacado todavía y quedan muchas horas de oscuridad.

Me angustio y no me queda más que pedirle a Dios que me alivie.

Esto parece muy ligero, pero me hace pensar que la verdad es que estamos atrapados en un cuerpo.

Y que a la hora de la verdad, estamos solos dentro de él, sin más amparo que el de Dios. En la enfermedad, en el doloroso aturdimiento en el que ni siquiera podemos entender con claridad lo que nos pasa, nos vemos presos dentro del cuerpo, del que querríamos huir y no podemos.

Esto es lo fundamental de la condición humana y a lo que hay que prestar la máxima atención, hasta el punto de que todas las relaciones humanas se reducen a la solidaridad en esta situación.

Incluso la transexualidad aparece sólo como un caso particular de este encierro en el cuerpo, lo que la relativiza de pronto, a la vez que expresa su dignidad de intento de liberación. Ya no sería lo prioritario para mí, sino que cede el paso a la necesidad de encontrar la liberación de los condicionamientos materiales en general y para todos.

La consecuencia lógica es sumirse en la introversión más absoluta, como un monje budista, para buscar en el interior de esa misma alma apresada la vía de escape.

Esta mañana, el solecito de otoño, los erguidos cipreses de los jardines, el jazmín estallado en la sombra, las melancólicas naranjas entre su follaje, la luz en los surtidores de la fuente nueva, me engatusan, pero procuro seguir siendo consciente de que sigo encerrada en mi cuerpo en los momentos alegres lo mismo que en los angustiosos.

No sé si es escapar de esta convicción o lo único que me puede salvar de este aislamiento, recordar mi antigua voluntad de entrega a los sencillos, al pueblo, entre los que encuentro la única fuente de alegría que conozco y la hermosura de la pureza.

He conocido esa vida, la maravilla de la solidaridad, precisamente al compartir la vida de las compañeras trans en Madrid, Granada o Sevilla, o la hospitalidad de los campesinos del Condado, o la de los clientes de la peña flamenca de Maracena y la de todos mis amigos, marginados por una razón u otra, lo que me suena como un título de nobleza.

La entrega a la gente es lo único que me puede arrancar de esas especulaciones que terminarían por encerrarme de verdad en mí misma. Es verdad que la soledad en la que me he quedado, a distancia de mi amigo y de quien más me acompaña ahora como amiga, favorece que me aísle y que busque maneras de vivir sacando provecho de la soledad.

Pero recuerdo que hay otras formas de vivir de la misma manera, yendo incluso a formas más generales, como las acciones políticas por las personas sencillas que esperan tener el derecho de disponer de su vida.

Ese estilo y sensibilidad de izquierda que he aprendido y cultivado durante tantos años, los años precisamente de mi vacío, y que me da la vida, aunque sea obligándome a romperme, pero como se rompe una por amor, y que ahora había olvidado, sumiéndome en la rutina mortal.

Tiene que ser posible una economía que sirva a los humanos y que sea decidida por todos, en vez de la única que ha quedado, que sirve al dinero y a los automatismos que lo producen, pero que deja en el aire a la mayoría de los humanos, que deben poner sus vidas al servicio de la economía y no al revés.

Es verdad que todo ello me hace entrar en un mundo tierno y alegre, en el que he sido ya tratada tiernamente y he recibido mucho cariño. Todas las experiencias de mi vida adquieren su sentido cuando las miro desde este punto de vista, incluso un sentido nuevo, inesperado, el sentido del amor.

Como lo es que mi vida laboral haya transcurrido en el cooperativismo, un modo de trabajo comunista, que me ha dado tantas alegrías y tanta felicidad y del que debería seguir hablando y escribiendo. O que llegué a escribir un libro sobre las misiones de los guaraníes del Paraguay. O que me hayan recibido siempre amistosamente en la Casa del Pueblo. O mi vida familiar al lado de mi padre y mi madre. Todo lo que es hermandad humana, que tendría que pasar incluso por delante de la voluntad de Dios, si no fuera porque eso tiene que ser la voluntad de Dios.

domingo, noviembre 26, 2006

Cambio de perspectiva

Le estoy pidiendo a Dios hace tiempo que me alumbre sobre el significado de la transexualidad.

Esta madrugada, todavía de noche, me ha llevado a pensar en el cambio de perspectiva que está fraguando la Humanidad desde la segunda mitad del siglo XX.

Se trata del descubrimiento del espacio exterior a la Tierra, que nos hace preguntarnos si hay otras civilizaciones y en qué supuestos se fundan.

Los descubrimientos van muy despacio, aunque hoy ya conocemos ya más de doscientos otros sistemas solares, pero no sabemos lo que hay en ellos.

Pero el cambio de perspectiva incide sobre la manera de ver nuestro propio Planeta. Para empezar por lo más cercano, vemos que las personas transexuales somos humanos que no ajustamos en el sistema binario de los sexos que rige en nuestra especie. ¿Es posible que en otras especies rija un sistema distinto, en el que pudiéramos ajustar mejor?

Por de pronto, este cambio de perspectiva tiene un efecto importantísimo: hace ver que nuestra conciencia está separada de nuestros condicionamientos materiales, puesto que requiere algo que, en el actual estado de nuestra especie es imposible, el cambio total de los condicionamientos de sexo, pero que en otras especies o en otras civilizaciones o entre nosotros en el futuro puede no serlo.

Nuestra condición transexual nos convierte en cosmonautas potenciales, exploradores del espacio y del tiempo.

Éste es el cambio de perspectiva. Por eso está bien la expresión “outgender” o fueragénero que uso en este cuaderno de navegación… estelar.

La respuesta a la pregunta espacial, parece que va para largo, pero el cambio de perspectiva incide en la observación de nuestro propio planeta, comprendiendo que en él existen otros mundos, en los que podemos observar, de acuerdo con lo que esperamos encontrar en el espacio, distintos sistemas de sexo.

En las formas de la vida terrestre, hay cinco formas de reproducción, una asexuada (en la que podrá incluirse la clonación) y cuatro sexuadas.

Éstas generan casi siempre dos sexos, pero no siempre. Hay los tipos XX-XY, XX-X0 (falta el cromosoma Y en los machos), XY-XX (en el que los machos son los que tienen los dos cromosomas iguales y las hembras los diferentes) y XX-Y0 (falta el cromosoma X en los machos)
Cuando están invertidos, a los cromosomas se les llama actualmente Z y W, pero me parece que es lo mismo.

Esto significa algo asombroso: que la diferencia de los cromosomas no es lo mismo que la diferencia entre los sexos, aunque vayan unidas, hecho capital para nosotros.

Por otra parte, hay especies, las de las hormigas, las abejas y las avispas, que generan en la práctica tres sexos distintos: hembras fecundables, machos fecundadores y hembras estériles (la grandísima mayoría)

En una especie tan familiar para nosotros como las humildes gallinas, encontramos que todas ellas, hembras o machos, tienen un ovario y un testículo, uno desarrollado y otro atrofiado, cuya funcionalidad es interdependiente.

Si a una hembra se le extirpa el ovario, se desarrolla como gallo fértil; realiza por tanto un cambio de sexo total.

Si a un gallo se le extirpa el testículo antes de alcanzar la madurez, se desarrolla como hembra.

En el caso de las gallinas, hablo por tanto de una reasignación quirúrgica de sexo, por razones experimentales; pero entre los peces, hay varias especies en las que los individuos pueden cambiar espontáneamente de sexo, según las necesidades de reproducción del grupo al que pertenecen.

Entre los caballitos de mar, los machos lo son porque aportan el semen y las hembras porque aportan los óvulos, pero éstos pasan por el pene de las hembras al vientre de los machos, que los fecundan allí y son los que quedan preñados y paren.

Las cuestiones que todo esto sugiere son las siguientes: ¿Habrá, en otros planetas, seres humanoides, racionales, sensibles y conscientes, que se dividan en más de dos sexos, o que puedan reasignarse de sexo totalmente, por cirugía, o espontáneamente, o cuyas funciones sexuales sean las inversas de las nuestras?

¿Y qué nos dice todo esto, que respecto a otros planetas es especulativo, pero que en el nuestro es realidad, para ampliar nuestra noción de lo que es la naturaleza en cuanto a la sexualidad y de las razones de la transexualidad?

En nuestro mismo planeta, viven otros seres, tan cercanos a nosotros que han sido ya clasificados dentro de la familia Homínidos y se está pensando que deben volver a ser clasificados en el género Homo. Se reconocen a sí mismos cuando se ven reflejados, tienen unas culturas técnicas incipientes, pueden razonar esquemáticamente. No hay en ellos diferencias con nosotros en cuanto al sexo, pero sí en su sexualidad o forma de vivirlo que, entre los bonobos, es jugadora, apaciguadora y promiscua.

¡El sexo apaciguador! ¿No es lo que muchas transexuales pretendemos profundamente en nuestra reacción ante las agresiones varoniles, la adopción de la feminidad como defensa?

¡Y el sexo como juego y promiscuo!

¿Qué es entonces lo natural?

sábado, noviembre 25, 2006

El Niño afeminado



A veces, al hablar mucho, se pierde de vista lo esencial.

Para mí, lo fundamental es que fui un niño afeminado.

Tengo la prueba gráfica objetiva en algunas fotos que guardo con interés y cariño por eso mismo.

En una estoy, con unos cinco años, en una nevada en Madrid, con un abriguillo de piel, tirado sobre la nieve y apoyado en un brazo.

Otra es del día de mi Primera Comunión. Estoy en la escalinata -era una escalinata- de la casa de mis abuelos, con mi tía Lourdes, que era joven, rubia y muy guapa, como una actriz americana, resplandece el día hacia las once de la mañana y es también deslumbrante la evidencia de mi afeminamiento, en la postura delicada y hasta en las líneas de mi cuerpo. (Hay otra, la oficial, en la que aparezco con las manos a la espalda, un gesto de marino que corresponde a mi traje de marinero, en una pose aparentemente resuelta pero que queda contradicha por la turbación, la confusión de mi mirada, bajo la onda amplia que cae sobre mi frente)

La tercera es más tardia. Ya sé que a mi amigo Equis le parece que es la foto normal de un niño. Pero yo entiendo mejor lo que quiere decir mi postura y mi sonrisa, porque las veo por dentro. Tengo doce años, estoy ante la barandilla de la azotea de nuestro piso, poso agarrado a ella con ambas manos, casi como crucificado, sonrío con la cabeza algo inclinada y tengo un pie levantado y apoyado hacia atrás. Yo veo, sin duda, una postura de muchacha, tímida y alegre, porque sé lo que había en mis sentimientos.

La palabra clave era languidez. Yo sé que era lánguido, que es lo que veo en esas tres fotos, y lo que recuerdo muy bien. Lánguido quiere decir suave e inerte, poco propenso a reacciones rápidas, duras, enérgicas, las que nacen espontáneamente del alma de los niños masculinos, secos y ásperos desde pequeños.

Lo curioso es que yo no era consciente de mi afeminamiento, aunque sí de mi languidez. Cuando mis compañeros de clase, desde los diez años, me definieron como mariquita, me sorprendió mucho, porque yo no me consideraba así, pero lo cierto es, mirando esas fotos, que cualquiera que me viera desde fuera, me vería como mariquita.

No pensaba que lo fuera porque, aun siendo afeminado, no era femenino, es decir, no me interesaban los juegos ni los juguetes de las niñas, ni etcétera. Esta distinción es sutil, pero verdadera. Sin embargo, era femenino en lo profundo de mí, por mis reacciones, como la facilidad para darme por vencido, la incapacidad de plantar cara ante los retos de los otros niños, el miedo avasallador, la necesidad de hallar formas de sumisión para congraciarme, etcétera.

También mi imposibilidad, literal, de jugar al fútbol, ese juego combativo, o pensar que me interesase siquiera, o para entenderlo o entender la pasión de los otros por él.

Los niños afeminados, tiernos e inseguros, reflexivos, ingenuos, crepusculares, hemos tenido mucho riesgo de ser rechazados, por no ajustarnos a las pautas en las que los otros varones afirman su masculinidad militante (porque todo varón es militante de la masculinidad)

En ese lugar es donde explota el conflicto y el trauma que nos lleva de ser simplemente un niño lánguido a ser una transexual.

Sentimos que no conseguimos ajustar ni ser aceptados en el lugar que nos corresponde, que hubiera podido ser el de una masculinidad distendida y abierta a todos los matices personales, acogedora y cordial en vez de hosca. Todas estas palabras que digo no son abstractas, están llenas de sentido y de añoranzas. Entonces, al ir creciendo, el niño afeminado se va convirtiendo en un refugiado.

Puede ser que incluso encuentre el desapego de su padre. Tiene que buscar una alternativa para poder ser valorado y querido, y la encuentra exiliándose entre las mujeres. O yo la he encontrado, porque son quizás más parecidas a mí, en el fondo.

¿Por qué hay niños afeminados?

En mi caso lo sé. Porque mi madre, para que yo naciera y no me fuera, tuvo que tomar proginón, unos meses antes, y porque sufrió estrés de guerra (de la II Guerra Mundial) durante mi embarazo, y se sabe que ambos son factores desmasculinizantes.

¿Podrán ser corregidos factores semejantes en el futuro, a lo mejor mediante simples pastillas de complementos vitamínicos o vaya usted a saber? Puede ser. Pero la verdad es que los niños afeminados somos inteligentes, sensibles y humanos. ¿Vale la pena impedir que nos desarrollemos tal como somos?

En todo caso, mientras haya niños afeminados, como lo fui yo, lucharé por ellos.

jueves, noviembre 23, 2006

Esbozo de una teoría del trauma




Por Kim Pérez



CONTEXTO TEÓRICO

En un reciente artículo, “Por qué la cuestión naturaleza/medio no puede desaparecer”, (en “Daedalus”; traducido al español en “Claves de razón práctica”, en 2006), Steven Pinker ha expuesto el estado de la cuestión que también se llama “naturaleza o cultura”, “nature versus nurture”, o como yo prefiero decir, “biología o biografía”.

Después de un siglo XIX biologista y un siglo XX ambientalista, expone cómo se está llegando a la conclusión de “lo uno y lo otro”, pero también cómo esta posición de interaccionismo holístico, como la llama, corre el riesgo de parecer demasiado obvia y, por tanto, aburrida, o de dar lugar a demasiados malentendidos.

Esta advertencia puede estar justificada y ser oportuna en el plano general de las ciencias humanas, pero al concentrarse en el ámbito de los estudios sobre transexualidad, cualquier temor se desvanece.

Aquí tenemos una situación muy problemática. Preguntarse por la cuestión de “biología o biografía” no sólo es pertinente, sino que todos cuantos estamos dentro de la temática transexual nos lo preguntamos insistentemente y nos lo respondemos porque sabemos muy bien cuán transcendente es esta pregunta y la respuesta a la pregunta, a efectos de análisis, de pronóstico, de consejo e incluso de valoración moral.

En el siglo XIX y principios del XX, la transexualidad, con el nombre de transvestismo o incluso de homosexualidad, fue entendida biologistamente (“anima mulieris in corpore virile inclusa”); en el siglo XX, ha sido entendida culturalmente y por tanto políticamente (escuela de Foucault); y en el XXI, podemos empezar a pensar en un fundamento biológico no específico y un desarrollo biográfico específico, situado en un trauma y una respuesta.

¿Pero cómo se articulan uno y otro, para no quedarse en un puré ecléctico y sin interés?

La presente e incipiente teoría, todavía situada en el punto de la formulación de hipótesis, propone la consideración de cuatro factores del desarrollo de la transexualidad, dos variantes biológicas y dos biográficas.

Por tanto, articula ambos campos en un aspecto concreto del desarrollo humano, y lo convierte en un modelo de las nuevas aproximaciones teóricas.


TEORÍA DEL TRAUMA


La simple predisposición de tipo biológico no me parece una causa suficiente.

Primero, hay montones de varones hipoandrogénicos (tímidos, introvertidos, poco o nada dados a los deportes fuertes) y de mujeres hiperandrogénicas (audaces, extravertidas, deportistas), que no son transexuales y,

segundo, hay transexuales que no han sido hipoandrogénicas (han sido resueltas, mandonas, peleonas) ni hiperandrogénicos (han sido reflexivos, intelectuales, tranquilos)

Entonces, hay que dejar la biología básicamente fuera, aunque muchas personas transexuales, desde luego, hayan sido hipoandrogénicas o hiperandrogénicas, respectivamente. Pero esto funciona de otra manera. No es la biología la causa directa.

El origen de algunas formas de la homosexualidad y de la transexualidad puede estar en las vicisitudes biográficas de la homoafectividad u homofilia, que es una fase de la evolución personal muy intensa especialmente durante la preadolescencia, que permite aceptarse y valorarse a sí mismo en su propio sexo, como consecuencia de sentimientos de admiración y gratitud hacia otras personas integradas en él.

Este sentimiento, a veces, puede ser tan intenso y feliz, que propicie una detención o fijación en él, que generaría, al sexualizarse, una homosexualidad no traumática.

En cambio, su falta, si produce una ansiedad por vivirla, por llenar ese vacío, generaría una homosexualidad, y si lleva a una imposibilidad de identificarse con el propio sexo, una transexualidad que se podrían calificar como traumáticas.

La homoafectividad es tan necesaria, sea vivida con el padre o con los amigos que, cuando falta, quien vive esta carencia radical evolucionará como homosexual, si siente la necesidad de remediar su falta a toda costa, buscando al hombre que represente a todos los hombres, o si la falta llega a ser una homoautofobia (o aversión al sistema de semejanzas y a sí mismo como integrado en él), produce una evolución transexual, que más radicalmente hace ser incapaz de verse a sí mismo como hombre.

El trauma decisivo entonces es la falta de la experiencia de homoafectividad, el vacío en el lugar donde debía haber por las figuras masculinas un afecto y una admiración profunda, una seguridad, una estabilidad que se pudieran convertir en deseos de emulación y de identificación.

Si no lo hay, no queda más que deseo y necesidad, hasta hambre, de la presencia de los hombres (o de su símbolo escueto, el falo) o la negación de los hombres, ocultando ese deseo frustrado.

La causa directa de la transexualidad puede estar en un trauma, entonces. Diré que se trata de un trauma de inadaptación muy fuerte.

La inadaptación puede darse por muchas razones, pero creo que la más frecuente puede ser la conciencia de no ser aceptado por los compañeros del mismo sexo y la misma edad, o bien, más profundamente, por el padre del mismo sexo.

Esta inaceptación puede deberse a la consideración de que el compañero o el hijo es insuficientemente masculino.

(En este caso, lo biológico no sería lo determinante, sino la reacción social –compañeros o padre- ante un hecho biológico, la hipoandrogenia, que, en otras circunstancias, quedaría sin consecuencias)

La inadaptación viene entonces como un rechazo mutuo, puesto que quien la sufre reacciona a menudo rechazando con fuerza a quienes lo rechazan, y todo lo que tiene que ver con ellos.

Cuando este sentimiento de inadaptación es fuerte y duradero, puede dar lugar a una respuesta adaptativa que será el paso a una identificación que sustituya el rechazo de la masculinidad en uno mismo.

Se abre entonces un proceso transexual que, cuando también es duradero, cuando ocupa sobre todo muchos años de la edad de la formación, se vuelve casi irreversible.

Esta estructura hace pensar que, sobre todo en la adolescencia, debe haber una ventana en la que la homoafectividad pueda ser subsanada, siempre que se encuentre a las personas adecuadas. Y que la presencia de esta experiencia, en la edad que sea, si es fuerte, mutuamente afectuosa, permita relativizar la pulsión transexual.

Quiero insistir en que, muchas veces, la razón mediata de la inadaptación puede estar en la hipoandrogenia en los niños o la hiperandrogenia en las niñas. Pero no necesariamente, porque niños hipoandrogénicos pueden adaptarse bien a su medio y consolidar una identidad masculina y niñas hiperandrogénicas pueden integrarse bien igualmente y asumir, pese a todo su carácter, una identidad femenina.





DINÁMICA DEL TRAUMA


Lo expuesto es el mecanismo de la formación del trauma que genera la transexualidad.

Ya formado, los vacíos que tal acumulación de rechazos provoca, pueden colmarse con el impulso de deseo de lo femenino, de la que deriva la necesidad de hacer propio lo que lo femenino representa.

Entonces, la persona XY, atraída por la imagen de la mujer, la hace suya. En cambio, una persona que evoluciona heterosexualmente, siente el rechazo físico por lo masculino, pero lo compensa en lo emocional al haber desarrollado una afinidad homoafectiva, lo que le permite aceptarse a sí mismo como varón y desarrollar su deseo de la mujer, sin fundirse con ella, para lo que la homoafectividad es una barrera, que no existe en el caso de las personas transexuales.

La transexualidad está formada por tanto por cuatro pilares (el rechazo pulsional y el rechazo afectivo por el hombre, que ocultan un deseo homoafectivo, y el deseo pulsional y la identificación afectiva con la mujer, que intentan sustituirlo)

En el momento en que se debilitan el primero y el tercero por la hormonación o la operación, y el segundo y el cuarto por un proceso homoafectivo que se puede producir en cualquier momento de la vida, se debilita la reacción transexual, aunque no desaparece del todo dada su base biográfica y su arraigo en la memoria personal.

De la mayor o menor intensidad del sistema de rechazos y deseos, depende que la persona pueda vivir intermitente o permanentemente dentro del género que necesita.

Hasta ahora se usan, para diferenciar ambas reacciones, los nombres de transexual y de transgénero, para quienes eligen esta forma de vida permanentemente, y de transvestista, para los que eligen formas ocasionales o intermitentes de expresióm. Pero creo que son diferencias cuantitativas, no cualitativas.


COMPROBACIÓN EMPÍRICA

No trato de hacer ni discutir toda la puesta a prueba de la hipótesis del trauma, sino de poner aquí las primeras anotaciones para empezarla.




Historia A

XY. Aparente hipoandrogenia. Edipo normal (base heterosexual) Conflictos escolares desde los 7 a los 14 años. Con 13 años, empieza una reacción transexual. Con 19, trastorno obsesivo compulsivo.

Historia B

XY. No hay aparentemente hipoandrogenia. Edipo alterado (identificación con la madre; base homosexual) Con 7 años, empiezan los conflictos con los niños. Al acentuarse, y llegar a un conflicto social general, que hiere gravemente su autoestima, se reanuda el proceso transexual. Trastorno narcisista de la personalidad.

Historia C

XY. Aparente hipoandrogenia. Rechazo muy intenso de los compañeros desde la guardería (4 años; “mariquita”) Con 12 años, empieza una reacción transexual, identificándose con figuras de guerreras.


VALORACIÓN DE LA TEORÍA DEL TRAUMA


El nombre de teoría del trauma implica que la transexualidad es la respuesta a un trauma, producido frecuentemente por una agresión externa, pero también por cualquier otra circunstancia capaz de producir una herida.

El sistema de trauma y respuesta indica por tanto una reacción creativa, una intención adaptativa, una voluntad de resistencia y de supervivencia. No hay nada perjudicial en todo esto, sino más bien un caso más en que la vida realiza su incesante adaptación a condiciones nuevas.

No cabe por tanto seguir hablando de la transexualidad como un trastorno de la identidad de género, lo que equivale a decir que habría en ella algo de malo o enfermizo; ni siquiera se debe hablar de disforia de género, porque es una expresión descriptiva, pero negativa, alusiva a un disgusto o desajuste, pero sin explicar las razones de esa reacción, como si se hubiese producido por nada, ni tampoco a la solución que la transexualidad representa.

Esta teoría tampoco permite justificar la transexualidad por un origen biológico, posiblemente debido a una intersexualidad física, pero situada en el plano del hipotálamo y por tanto indetectable a simple vista.

Esta interpretación puede resultar sugestiva, porque eliminaría cualquier miedo de culpa moral, pero en el fondo equivale a la del trastorno, orgánico en este caso. Si es un trastorno, es algo malo, y si lo es, no hay argumentos para oponerse en el futuro a cualquier intento de corregirlo, por ejemplo mediante el tratamiento, en la edad prenatal, de los fetos a los que les fueran detectados niveles de hipo- o hiperandrogenia que fueran determinantes para producir tal transexualidad.

En el futuro, entonces, no habría transexuales, y cada persona que lo es en este momento tendría la impresión de que nuestra condición sería algo residual y sin valor en sí, desde luego.

Pero la teoría del trauma y respuesta hace ver que la transexualidad tiene valor en cuanto supone una reacción positiva, defensiva, adaptativa en un sistema de agresiones y reacciones que constituyen la misma trama de la vida. La alternativa, en la que sin duda sucumben muchas personas anónimamente, es el acobardamiento, la huída o la depresión. Se trata por tanto de una cuestión de adaptación y de supervivencia.

La transexualidad se puede incluir por tanto dentro de un conjunto de respuestas simbólicas, que incluyen las neurosis y las parafilias. No se trata de reducir el valor de la transexualidad, sino de subrayar el de estas neurosis y parafilias, hasta ahora consideradas como simples trastornos.

Lo mismo que la transexualidad, son narraciones o representaciones arquetípicas, en el sentido de Jung, en las que la mente utiliza y ordena recursos simbólicos preparados seguramente por la herencia genética.

En el caso de la transexualidad, el recurso es la migración de sexo, inconcebible a primera vista, pero perfectamente concebible como hipótesis abstracta, casi matemática: si no A, entonces B.

La persona transexual es, entonces, la que es capaz de concebir y realizar lo que ninguna otra se atreve a pensar, más allá de pasajeras fantasías. Y no lo hace porque se le antoja, sino para mantenerse y sobrevivir. Es una salida, y alegre, por tanto, sana.

Las neurosis son expresiones simbólicas del sufrimiento e intentos de solución; pero resultan infructuosas, y por eso siguen siendo dolorosas. En el trastorno obsesivo compulsivo, las manos se lavan una y otra vez como símbolo de inexplicables sentimientos de culpa; pero no consiguen aclarar las terribles dudas, y por tanto se sigue sufriendo.

Las parafilias son también soluciones simbólicas de problemas reales; pero no consiguen superar el nivel de lo simbólico o imaginario y convertirlo en una realidad aceptable, por lo que el problema real subsiste sin resolver, lo que lleva a la reiteración como rasgo propio de la parafilia: un pájaro que se golpea una y otra vez contra los barrotes de la jaula sin conseguir romperlos.

Los traumas que provocan la respuesta transexual son variados. Muchos de ellos se relacionan, es verdad, con una inadaptación sexual a la media social –hipoandrogenia XY, hiperandrogenia XX- , que puede provocar ataques sociales de los que hay que defenderse. La transexualidad aparece como una estrategia para salvar estos ataques y la angustia y odio y vergüenza y culpa que generan en quien los sufre, especialmente en la niñez y la adolescencia.

Pero la diferencia no es la causa directa de la reacción transexual. Si transcurre sin trauma, no hay transexualidad. Y el trauma debe alcanzar una intensidad crítica, un umbral de insoportabilidad que la cause.

Pero también existen otros posibles traumas. Por ejemplo, una crisis de inseguridad en la niñez; o el estrés o el fracaso amoroso en la edad adulta. En estos propios de la madurez, el umbral crítico se alcanza cuando existen otros problemas previos, es decir, cuando existe una preparación que haya disminuido la interiorización de la homoafectividad.

La teoría del trauma y respuesta permite por otra parte graduar y relativizar la respuesta transexual. No se trata de expresar nada, aparte de la propia historia, ni de adaptar la realidad interior a la exterior, ni de obedecer a ningún estereotipo de género, sino de ajustarse cada cual lo mejor que pueda para vivir mejor.

Al hacerlo, supera la radical inseguridad provocada por el trauma, y lo debe hacer cada cual a su manera, sin modelos ajenos, sino juzgando su respuesta primero por ser una respuesta –no un hundimiento- y segundo, valorando los resultados y contrarresultados conseguidos, en un juego de equilibrios y compensaciones.

La persona transexual puede decir al realizar su proceso, del todo o en parte: “Ésta es mi historia y he salido adelante”.

miércoles, noviembre 22, 2006

El Santuario interior




Quiero hacer un Santuario interior, que debe consistir en la atención, tan permanente como pueda, a la conciencia de que tengo conciencia, de que estoy atenta, que es la única dimensión en la que puedo ver manifestarse la Perfección Absoluta que todos deseamos en el fondo de nuestro ser. Hay pruebas de que algunas personas lo consiguen.

Este Santuario hay que mantenerlo limpio y barrido, las paredes desnudas, lo que se consigue prestando atención a la conciencia y sólo a la conciencia, en silencio y quietud, condiciones que la jubilación vuelve fáciles. Conseguida esta atención, es posible atender de la manera debida a la realidad exterior, que se manifiesta aquí y ahora, especialmente, en mi caso, a mis hermanas trans y sus historias; yendo más allá de la superficialidad, desde el fondo de mí al fondo de ellas. Ojalá lo consiga.

Así, es verdad, parece que se va articulando la personalidad entera, en torno al silencio interno.

martes, noviembre 21, 2006

Estudio del Trauma




(Para seguir esta entrada, léase la titulada "Teoría del Trauma", un poco más abajo)


La transexualidad de base heterosexual


La heterosexualidad constituye el centro de esta forma de transexualidad, porque en estas personas XY han coincidido el impulso de rechazo físico de lo masculino, con el rechazo a lo que lo masculino representa, provocado en este caso por razones biográficas (muchas veces por un rechazo previo de los otros hacia la persona que será transexual)

Éste es el mecanismo del trauma que genera la transexualidad.

Porque de la misma forma, los vacíos que tal acumulación de rechazos provoca, se colman con el impulso de deseo de lo femenino y con la necesidad de hacer propio lo que lo femenino representa.

Entonces, la persona XY, atraída por la imagen de la mujer, la hace suya. En cambio, una persona que evoluciona heterosexualmente, siente el rechazo físico por lo masculino, pero lo compensa en lo emocional al haber desarrollado una afinidad homoafectiva, lo que le permite aceptarse a sí mismo como varón con gusto y desarrollar su deseo de la mujer, sin fundirse con ella, para lo que la homoafectividad es una barrera, que no existe en el caso de las personas transexuales.

La transexualidad de base heterosexual está formada por tanto por cuatro pilares (el rechazo físico, el rechazo afectivo por el hombre, el deseo físico, la identificación afectiva con la mujer) En el momento en que se debilitan el primero y el tercero por la hormonación o la operación, y el segundo y el cuarto por un proceso homoafectivo que se puede producir en cualquier momento de la vida, se debilita el proceso transexual, aunque no desaparece del todo dada su base biográfica y su arraigo en la memoria personal.

De la mayor o menor intensidad del sistema de rechazos y deseos, depende que la persona pueda vivir permanentemente o sólo intermitentemente dentro del género que necesita.

Hasta ahora se usan, para diferenciar ambas reacciones, los nombres de transexual y de transgénero, para quienes eligen esta forma de vida permanentemente, y de transvestista, para los que no. Pero creo que son diferencias cuantitativas y a veces prácticas, no cualitativas.

La transexualidad de base homosexual

Aunque no puedo hablar con la misma seguridad de la transexualidad de base homosexual, porque no conozco por mí misma esta evolución, como conozco la de base heterosexual, diré que en esta otra forma de la transexualidad, el juego de los deseos y rechazos, y el de la afectividad, me parecen muy distintos, aunque el trauma se sitúe en el mismo lugar.

Aquí existe un deseo del varón, una admiración espontánea por su belleza y atractivo. Pero ha habido problemas fuertes de rechazo, y ahí se sitúa el trauma.

No existe deseo de la mujer, pero puede verse también lo femenino como el refugio necesario frente al rechazo sufrido por los varones.

En conjunto, me parece una forma de transexualidad más estable que la de base heterosexual.

Lo que diferencia la evolución homosexual de la transexual está en la presencia o no de la fase homoafectiva del desarrollo –compañerismo, juegos compartidos, proyectos comunes-. Si la ausencia de esta homoafectividad es muy intensa y traumática, habrá un desarrollo transexual.

sábado, noviembre 18, 2006

De Marbella: Mis juguetes



(Para saber quién es Marbella, ve a la entrada "Primera noticia de Marbella", en octubre de 2006)

La verdad es que yo he jugado hasta hace nada, y que me encantaba seguir jugando cuando supuestamente ya no tenía edad para eso, es decir, hasta hace un par de años. Incluso ahora, tengo la impresión de que no he dejado de jugar más que hace un momento, que todavía puedo volver a ponerme en cuanto se me ocurra.

Mis juguetes de siempre todavía me encantan, y todavía los tengo en mi cuarto, aunque poco a poco se van convirtiendo en recuerdos y exposición. Ya no los cojo para pasarme las horas fantaseando co ellos, porque ahora tengo cosas más interesantes con las que fantasear.

Sin embargo, ahí los tengo, mirándolos yo con cariño y ellos haciéndome compañía.

Tengo mis dos barcos, la goleta de dos palos y la barca de vela. He guardado también la casita de campo, de un palmo de alto, con sus dos arbolitos, los dos mulos y la vaca. Y en un lado de la estantería, tengo a mis queridos muñecos de plástico, rebolondos y lisos, con quienes pensaba: "¿Se darán cuenta de algo? ¿Serán como espíritus?"

Ahora, me parece que estos juguetes tan inocentes son juguetes de trans, o de mariquita.

No se parecen nada a los que les gustan a la mayoría de los niños, los que querían mis compañeros,o los que anuncian en la televisión más que ningún otro, que son, de muñecos, esos tiarrones supertiznados e hiperagresivos, pero como tirados al surco, o los videojuegos, que no hay manera de que pongan uno tranquilo, sino que todos tienen que estar llenos de desastres, al buen tuntún, de destrucciones por el gusto de destruir. Yo quiero ser militar y combatir, pero un militar combate en orden, con orden y por algo que sea lógico.

A mí todo lo que sea desastroso es que me aburre, no me interesa nada de eso, jamás me lo he pedido, ni sabría cómo jugar, ni a qué jugar. Lo que pasa es que me aburren, me aburren de verdad las películas de guerra, en cuanto se acaba la tranquilidad y empiezan las catástrofes, y en cambio me gustan los documentales sobre las guerras que explican su porqué, yo me entiendo.

De modo que fuera. Pero la cuestión es que me resultan más aburridos todavía y más desanimadores los juguetes que salen para las niñas, tampoco sabría jugar con ellos, ni me gustan, con los muñecos bebés, las muñecas superelegantes y con los pelos larguísimos y rubísimos. Me fastidia hasta el color rosa, la verdad.

Yo creo que las trans, o yo por lo menos como trans, yo como trans que quiero ser militar, estamos a medio camino entre los hombres y las mujeres, o mejor, somos una cosa distinta de los hombres y de las mujeres, de ellos tan peleones sin ton ni son y de ellas tan cariñosas que a veces empalagan. Yo soy mejor que ellos y ellas, me gusto más

miércoles, noviembre 15, 2006

Pobre vida mía




Es mi historia como varón hipoandrogénico, inadaptado, que reaccioné llegando a un cambio de sexo, un exilio de mi realidad, un refugio acaso necesario. Al escribir este resumen de lo más importante, la veo en conjunto, intuitivamente, algo que no había conseguido hasta hoy.

Edad prenatal: Mi madre tuvo que tomar progynon antes de mi embarazo, para salvarme la vida. En 1940, sufrió un fuerte estrés de guerra. Ambos factores son desmasculinizantes. Tengo un recuerdo de esa edad: el tacto del cordón umbilical, liso y retorcido sobre sí mismo.

Niñez: Identidad masculina. Mi hermana, niña; yo, niño, sin problemas. Juguetes preferidos: avión que volaba de verdad. Canoa. Soñados: Un tranvía de madera. Otro avioncito (mi padre era aviador) Total indiferencia por “Gisela” de mi hermana. Amor por mi madre. Edipo normal.

Felicidad en Almuñécar. Barcos. Pesqueros. Mamparras. Una “novia” teórica, de mi edad. Uno de los gemelos me enternece.

7 años: Primera Comunión entre niños, sentimientos encontrados, no hay tiempo para formar amistades. Entre ellos, mi futuro cuñado Antonio. No envidio a las niñas.

7 años. Colegio: Traumático. Aspereza. Angustioso. Protección espontánea del Padre Pío, joven, alto y bueno, y busco la del Padre Espiga, cuarentón, equilibrado, facciones nobles.

8 años. Pavor por amenaza de un compañero. Reacciono creando fantasía masoquista. Nostalgia vida educada y civilizada del colegio de niñas, haber sido niña (Creo que en cualquier colegio de niños no me habría adaptado… Ni en los británicos)

9 años. Primer amigo, Juan, bueno, maniático, pero feo. Ya por entonces, me doy cuenta de que mi principal problema es la ira, que tengo que dominar. Se acaba Almuñécar. Terrible soledad en temporadas en el cortijo.

10 años. Rechazo de mis compañeros. “Mariquita”. Me sorprende. Soledad. El fútbol no me interesa, a ellos les apasiona. No sé jugar, ni quiero. “Capitanes intrépidos”, el niño igual que yo, aprende a ser grumete porque el pescador paternal le enseña. Lloro.

Todo sigue así hasta

13 años. Pubertad. Traumática, fea. Creo que el semen es pus podrido.

14 años. Ellos, 15. Indulto, me admiten. Pero su pubertad, son groseros. Rechazo radical por mi parte: No quiero ser como ellos, no quiero ser hombre. Espejo. Me travisto. Excitación contra mi voluntad. Culpa. De rodillas. Rezo. Llanto. Quiero cambiar de sexo. Desesperación, porque lo veo imposible. Pretendo llegar a un acuerdo con el demonio: ofrezco llevar a otras personas a lo mismo.

15 años. Rabonas continuas ("novillos"). Alhambra, ciudad, cines, robo en casa dinero para ir. Crisis moral terrible. Transvestismo. Voy a clase con bragas, sostén y medias. Masturbaciones. Culpa. Noches de verano. Lecturas que me erotizan (heterosexualmente) Amistad con Juanito y Enrique. Ciclo asexualidad-transvestismo.

16 años. Curso Preuniversitario ciencias-letras. Con Manolo. Reconciliación. Empieza la neurosis obsesiva. Terrible. Sigue el ciclo travestista. Empiezo Derecho con 16 años, 5 meses y medio. Facultad masculina, bancas llenas de obscenidades. Nuevos amigos, inteligentes, pero feos, lo que me impide identificarme con ellos.

18 años. Nueva crisis de rechazo, por cursi –lo fui-, en la Facultad. Nuevo acoso y burlas. No acabo el curso, 3º. Engaño con notas a mi padre.

19 años. Paso a Filosofía y Letras. Mayoría de mujeres. Ordenada, civilizada. Feliz. Amigos y amigas: Joaquín y Joaquín, Juana, Fina y… Hay un poeta alumno, mayor, y otro joven que escribe sonetos en la maravillosa Biblioteca. Jardín con magnolios. Juana, guapa. Coquetea conmigo, pero me obsesionan inventados rasgos físicos, mínimos pero insalvables (no hay libido en mí) La neurosis obsesiva se hace insoportable. En verano, a la Clínica Coronel Médico Dr. Escudero, en Madrid. Comas insulínicos. Fina me escribe amigablemente(tiene novio) Alicia, Pili. Estatuto asexuado, consciente y aceptado por mi parte. He empezado mi correspondencia con Philippe, homosexual de mi edad (homoafectividad muy fuerte, modelo de alegría y vitalidad, mi hermano mayor, muy guapo; por mi parte, asexual) Siguen los ciclos transvestistas.

20 años. En verano, en Torremolinos, una noche, bailo y beso a Michèlle. Todo dura sólo esa noche. Angustiado, descubrimiento del amor al amor. Al volver a Granada, lloro durante semanas. Ciclos transvestistas. Libido débil, de base heterosexual. Ningún deseo sexual, ninguna pasión, ningún amor. Pasados los años, comprendo que me faltaba cualquier deseo de relación física. Soledad. Sexualidad intensa, pero autoerótica, parafílica. Comprendo que es como un juego conmigo, un matrimonio conmigo mismo.

23 años. Beca en Poitiers. Amigas y amigos. Sigo asexual. Pero feliz, aunque impaciente de que terminen de abrirse las puertas. Escribo a Philippe: ha muerto. Encuentro a Philippe, su primo. París, con mis amigos rojos nicaragüenses de Granada. Pigalle, carne de sexo y olor de carne asada en la calle. Repugnante. Le Carrousel, primer contacto con travestis, encantadoras, Esperanza, ¡sevillana!, pero súbita aversión al ambiente: es el pecado. Me dura semanas. Visito con emoción y tristeza la casa de Philippe. Duermo con Philippe,su primo. Ningún recuerdo en particular. Vuelvo a Poitiers y de ahí, con mi amigo Joaquín, luego legionario, en autostop, a Suecia. Yo, sin dinero, llego a Jönköping. Milagrosa acogida, cortesía evangélica. Trabajo en “Bodegan”. Una húngara muy guapa, estilo Sofía Loren. Permanezco insensible. A Estocolmo, a proponer una idea cooperativa a un diputado. Me recibe en el Parlamento. Vuelta en autostop. En Soissons, por las calles solitarias, lloro durante horas. Recuerdo a Philippe. Fin de mi juventud.

24 años. Amistad con Pablo, para revivir la de Philippe, pero falla, porque no es suficientemente guapo. Luego, con Nono, por lo mismo (los tres son rubios), mejor, porque lo es más y puedo admirarlo e identificarme socialmente con su clase. Años de amistad, también con su mujer, Isa. He dejado los estudios, trabajo en una librería.

26 años. Ofrecimiento: Argelia como Agregado de Prensa Embajada de España. Esperanza liberación. Mi primer piso propio. Me travisto entre amigos: Monsieur Dominique, Carmen, Viviane, Lola, Rachid… Al cabo de trece meses, decido volver a España y terminar la carrera.

27 años. Profesor Encargado de Curso en la Universidad de Granada. Escribo mi tesina sobre el tema de los caballeros, el único que me interesa de la Edad Media.

28 años. En verano, a Amsterdam, invitado por Pili. Visitamos a un médico que hace cambios de sexo. Decido esperar, para ver si soy capaz de enamorarme de una mujer. Voy al bar del COC, organización gay. Me resulta ajeno.

29 años. En Navidad, voy a Londres y decido tirarlo todo por alto y quedarme allí. Trabajo de pinche en “hostel”. Fugaces contactos trans. Carnaby Street: impacto: “Sex made me come and go”. A bordo del “Belfast”, crucero de la II Guerra Mundial, decido renunciar a todo, puesto que me destruye, y entregarme tercer mundo. Espero a mayo, vuelvo.

30 años. Terrible golpe obsesivo-moral al recordar mi intento de pacto con el diablo. Como clavado en el pecho. Dura quizá dos años. Las yemas de los dedos se me llenan de verrugas, veintiocho. Sólo termina cuando comprendo que debo vivir y superar las dudas angustiosas. Las verrugas desaparecen solas. No trabajo. Acompaño a mi padre en sus últimos años.

33 años. Me mantengo firme en mi propósito de olvidarme de todo. Leo y estudio sobre el tercer mundo, pero no consigo concretar nada. Empiezo a trabajar en Centro de Formación Profesional Ameinon, en dos pisos, 100 alumnos. Coopero una noche con PSOE en clandestinidad, repartiendo hojas, en el barrio obrero de La Chana. Mucho miedo, porque me detengan y se entere mi padre.

40 años. Relación que pretendo que sea lésbica, con amiga, a petición suya. Esta condición me abre la sexualidad, pero la relación resulta moralmente muy dolorosa. Constato con sorpresa la fuerza de la naturaleza. El deseo se aprende con práctica y hábito. Si no hubiera sido por mis traumas bloqueadores, hubiera podido mantener relaciones normales.

44 años. Compramos entre compañeros de Ameinon y otros el Centro Ramón y Cajal, 8.000 m2, 1000 alumnos, grandísimo éxito profesional. Pero fracaso en intento del tercer mundo, desánimo. Escribo sin parar fantasías transexuales, excitación, pulsaciones en las sienes, miedo de apoplejía.

49 años. Masoquismo que deriva hacia sadismo, tintes demoníacos.

50 años. Sólo la realidad puede salvarme. Primeros pasos fuera del armario. Un apartado de correos sobre Estudios de Identidad de Género, un anuncio en El País, puesto con gran tensión. Empiezo a despertar del coma. Existe el teléfono. Una llamada trans. Conozco a unos homosexuales y empiezo sutilmente un proceso homoafectivo. Ambiente en Madrid. Dolor lacerante: he perdido mi juventud.

51 años. Nuevo repliegue, por miedo al sida.

52 años. Miriam, primer contacto en Granada. Merche: comparto con ella el proceso transexual. Mi querida Jenny. Mónica. La otra Myriam, en Madrid. Juana y la otra Juana, de Lavapiés. Me hormono, se extingue la parafilia, sigue el proceso. Segunda adolescencia. Discotecas, ambiente en Granada. Conozco a Pedro y Jorge, homosexuales. Mi proceso de homoafectividad se intensifica. En el colegio, ningún problema con mis alumnos, que me quieren. Mejores años como profesor. Pongo en marcha una revista semanal.

53 años. Entusiasmo y necesidad de amistades trans. Pretendo formar una familia, como “tita” de Merche e Iván. Me opero. Aventuras maravillosas, algunas señales de posible crisis. Muchos amigos: el Toni y el Paco. Jaime.

55 años. Me pongo falda en público por primera vez. Identidad social femenina. Intimamente, ambigüedad.

56 años. Fracasa mi intento de familia. Comparto mucho tiempo con Jorge. Entro en su círculo homosexual y de amigos y amigas estudiantes: Christian, Paquillo, Antonio, Alejandro, Óscar... Se acentúa el proceso homoafectivo. Me gustan los gays, estoy a gusto con ellos, los siento como afines, aunque distintos.

58 años. Contactos con Defensor del Pueblo Andaluz y diputada Carmen Molina fructifican en Resolución No de Ley del Parlamento de Andalucía, la primera en España. Miedo que tengo que superar: ¿está cumpliéndose mi pacto?

59 años. El 1 de enero de 2000 vuelvo a ir a Misa, para empezar así los nuevos años.

65 años. Llego a la jubilación. Poco después, Carla Antonelli me llama y participo con Andrea Muñiz y Gina Serra en la convocatoria de huelga de hambre para que el Gobierno presente la Ley de Identidad de Género. Tengo miedo, pero el Gobierno la presenta y no es necesario seguir.

lunes, noviembre 13, 2006

Adaptación y creación



¿Es poca cosa, es malo que la transexualidad se deba a un trauma?

Nada de eso; veamos las otras alternativas.

Si se debiera sólo a un desarreglo biológico, se podría arreglar; y en el futuro no habría transexuales.

Si se debiera sólo a una decisión moral de transgresión revolucionaria, su valor dependería del que diéramos a cada transgresión; también fue transgresor San Simeón el Estilita.

Pero si se trata de un trauma, es lógico, es natural y legítimo responder ante haridas que hace a cualquiera la lucha por la vida.

Toda respuesta es adaptativa, porque tiende a conseguir un ajuste mejor frente a las agresiones o amenazas, y es creativa, en cuanto que cada cual debe encontrar la forma que le permita cicatrizar y salir adelante.

Una de esas formas adaptativas y creativas, hallada por muchas personas en graves circunstancias, acosos escolares, abandonos familiares, fracasos emocionales, estrés de la vida adulta, es la transexualidad acción radical, de valor simbólico, que a su vez puede tomar muchas formas distintas.

Todas ellas bellas, porque permiten que una persoma herida en combate encuentre por sí misma la fuerza y la alegría de la vida.

Puede necesitar ayuda médica psicológica, pero no es por razón de una enfermedad, sino por una herida que mueve a esa adaptación y a esa creación.

jueves, noviembre 09, 2006

Una raíz y dos retoños



Todo es muy simple: yo no tuve afecto por mis compañeros y por tanto, quedó en mi afectividad un hueco, el del aprecio de lo masculino.

Ese hueco necesitó ser colmado con la superposición sobre mi figura de una figura femenina; vista desde fuera y no desde dentro, pero consoladora; por eso es tan importante para mí la función de espejo, en el que esa figura se crea; y así se formó mi transexualidad.

¿Puede ser que esa figura de mujer llegue tan a fondo que requiera la cirugía genital?

No. Sé que mi rechazo de la genitalidad masculina viene del rechazo general de la masculinidad y de no querer verme en esa categoría. Es la consecuencia radical del rechazo de los hombres hacia mí y del consiguiente rechazo por los hombres por mí. Así fue: No me quieren; no los quiero; no quiero ser como ellos.

Entonces ésta es la raíz común: el rechazo de la genitalidad y el deseo de fusión con la mujer son dos retoños independientes que nacen de ella. Aun si ya apenas quiero identificarme con la mujer, subsiste el rechazo de la genitalidad masculina y ahí está mi transexualidad.

También se puede profundizar literalmente este esquema. Si se considera que la raíz más honda es la hipoandrogenia, que atenúa las pulsiones masculinas (pero esto no es todavía transexualidad, puesto que existen muchos varones hipoandrogénicos que son homo o heterosexuales), esta raíz de la raíz puede provocar conflictos de adaptación mutua con otros varones, que lleguen a traumatizar radicalmente (la palabra es exacta) la afectividad de la persona (y entonces sí se produce la reacción transexualizadora), de la que hay dos retoños, con diferente fuerza en cada persona, por un lado el rechazo de la genitalidad (seguido, lacanianamente, por una transferencia del símbolo del poder de los genitales a la figura del cuerpo entero, erguido y altivo), y por otro a la superposición de la figura de la mujer sobre la propia.