sábado, diciembre 30, 2006

Tensión de los sentimientos transexuales




Veo “La Violetera” y me vuelven los alocados sentimientos de la primera vez, en mi adolescencia.

Belleza de Madrid de otros tiempos, belleza de París. Nostalgia. Lo que hubiera podido ser mi vida. Hombres feos y desagradables y yo pensando que esa figura de mujer fuera la mía. Canciones que se han quedado dentro de mí, por varios conceptos (“La Violetera” suena también en la escena del Ferrari de “Esencia de Mujer”, de mi amado Al Pacino); deseos de lo imposible; he llorado.

He escrito esto, para la Teoría del Trauma:

El punto crítico del proceso transexual se alcanza cuando el impulso heterosexual pone delante de los ojos una imagen de mujer que cubre, como un paramento publicitario, los grandes vacíos de la propia imagen, creados por la falta del proceso homoafectivo; la carencia de autoestima o valoración de sí mismo como varón, en especial.

En cuanto esa imagen de mujer llena la conciencia, sustituye ese vacío y la persona, ya transexual, empieza a verse bajo los rasgos que le fascinan y que a la vez pueden darle la identidad que le falta.

Esa imagen de mujer es bella, atractiva, atrae de hecho las miradas, es querida, protegida y deseada. Bajo esa figura, la persona transexual siente que puede alcanzar todo lo que le falta. Si al mirarse en el espejo, ve aparecer una figura que se parece a ésa de mujer, la fusión se consuma y la persona siente que puede vivir, moverse, amar, ser amada, como esa figura de mujer que le da lo que le falta.

Es cierto que la falta de adecuación de la propia imagen a la figura de mujer debilita la fusión, pero las faltas afectivas son tan reales, que la figura de mujer cumple siempre su cometido, en mayor o menor grado, de suplir lo que se necesita ardientemente.

Si no es lo que es, es lo que hubiera podido ser, y ése es el sentimiento transexual más profundo.

La transexualidad es una cuestión de identidad, o mejor, de falta de identidad, pero su apariencia es la de una cuestión de orientación, puesto que se ve la imagen de mujer superpuesta a la propia.

Esto deja al desnudo los sentimientos de algunas transexuales: pero las faltas que hay en nosotras son la verdad de nuestra vida.

viernes, diciembre 29, 2006

Una manera de ver las cosas





Supongamos que mi padre hubiera seguido tan cerca de mí como lo estuvo hasta los tres o cuatro años, cuando me enseñó a leer él mismo en una cartilla, y me subía en brazos y me gastaba bromas sobre mi carácter, que me molestaban pero correspondían a su cercanía, como cuando me dijo que me iba a pintar mi escudo, y yo esperé con ilusión que fuera algo revelador, y luego resultó que pintó un garabato que eran los fideos que yo había aborrecido, de tan repetidos, en los años del hambre para otros, o luego, un poco más tarde, cuando él pintaba al óleo y me preguntó quien había hecho no sé qué, y le dije que yo, y entonces me respondió: “¿Ves? Por haberme dicho la verdad, no te castigo”.

Si hubiese seguido así, yo, con mi tendencia a la identificación total, a absorberme y hacerme uno con las personas que admiro, me hubiera sentido otro él, aun con diferencias, hubiera sentido en mi cuerpo la repetición del suyo, en mis facciones la continuación de las suyas, y hubiera aceptado con naturalidad mi condición masculina, como imagen y seguimiento de la suya, sin pensar demasiado en ello, con fluidez, entregándome a la vida a partir de él, con el orgullo de ser su hijo, imitándole, como tantas veces he visto en sueños, absorbido en sus valores que eran como un claro y duro sol sobre un agua profunda, apenas rizada en un gran estanque.

Luego, al llegar al colegio y encontrarme la habitual hostilidad humana, supongamos que hubiera encontrado también un compañero como el muchacho mayor de una película francesa, ligeramente mayor que yo, lo suficiente para ser mi hermano mayor, sereno y seguro, serio pero cariñoso y protector conmigo, alejando de mí todas las hostilidades, sabio y experto en la vida, tranquilizador y aventurero, sabiendo las mil maravillas de la vida y abriéndome la puerta para que yo las viera, arrastrado por mi admiración, mi felicidad y mi seguridad a su lado, en las inmensidades abiertas por la amistad y el compañerismo.

Yo también me hubiera reconocido en su manera de ser, la hubiera hecho mía, hubiera transformado mi primera imagen, como continuación de mi padre, bajo la voluntaria torsión de la imagen de mi amigo, y me hubiera ido formando así mi propia imagen, dispuesto a seguir mi rumbo en la vida.

Pero tanto no llegó a suceder. Mi padre, entregado a negocios absorbentes y luego, sufriendo su fracaso, se encerró en sí mismo y ya apenas si me prestó atención, probablemente desengañado porque mi carácter no fuese como el suyo, tan enérgico, sino reflexivo, sensible, introvertido, lánguido, entregado interminablemente a la lectura y no al ejercicio o la caza, lo que hizo que su cariño por mí se manifestara como un enfado o censura permanente, una hostilidad a la que respondí con una hostilidad y un cariño ansioso.

En el colegio, por su lado, la realidad fue que encontré casi solo vacío y más hostilidad durante seis años cruciales.

No pude identificarme en adelante ni con mi padre ni con amigos que no existieron siquiera, me encontré en el aislamiento más total frente a las dificultades de la vida. Mejor dicho, el aislamiento se convirtió de hecho en mi espacio vital y lo siguió siendo durante todo el resto de mi niñez y mi adolescencia, un espacio casi físico y visible, una costumbre cotidiana.

Tuve que potenciar, para compensar, el sentido de mi diferencia, con rabia, refugiarme en mi amor por los mundos que me abría la lectura, en mi desdén por el fútbol, que me decían lo que yo era por oposición a lo que era mi padre y mis compañeros, distinguiéndome de ellos, diferenciándome.

Así empezó mi animadversión hacia los hombres, que eran de quienes venían todas mis decepciones, mis esperanzas frustradas, porque hubiera querido que fueran maravillosos para mí y no lo fueron.

Así, cuando empezó la pubertad de mis compañeros y después la mía, las transformaciones de su conducta y las de mi cuerpo me parecieron sólo groseras, feas y desagradables, no encontré ternura alguna, hasta el punto de no poder soportar que nadie me entendiera como uno de ellos, como masculino, en una palabra.

A la vez, al mismo tiempo, el impulso sexual nacía en mí y descubría la imagen de la mujer, tranquila y acogedora, y veía en ella el refugio que necesitaba para mi desolación, la mujer a quien todos veían bella, a quien respetaban y valoraban, sujetándose instintivamente, como a mí no me respetaban ni valoraban e intentaban convertir en un paria.

La mujer querida y deseada, que contaba con la seguridad y el respeto del deseo y que era protegida, cuidada, tratada con tacto y consideración, fue la figura que me pudo salvar de mi miseria y del desprecio que me amenazaba y que ya estaba haciendo mío.

Mi transexualidad se formó en aquel momento como un recurso para salir adelante.

jueves, diciembre 28, 2006

Reflexiones sobre la entrada anterior




Llamo la atención sobre el hecho de que la teoría del trauma supone un cambio conceptual sobre el entendimiento de los procesos homosexual y transexual, en la medida en que pueda confirmarse su validez.

Los conceptos nuevos son los siguientes:

El primero, la unión por su origen de lo que hasta ahora parecía diferente, la homosexualidad y la transexualidad. No es un único proceso, sino dos, pero los une la misma causa, a la que se dan dos respuestas distintas. Con mayor motivo, se pueden unir los conceptos de transvestismo, transgenerismo y transgenitalismo, cuyas diferencias pueden ser sólo de grado.

Segundo. La unión se produce sobre la experiencia de la frustración de la homoafectividad, que para los homosexuales lleva a un deseo insistente de lo homoafectivo, sexualizándolo, y para las transexuales a una negación radical de lo homoafectivo.

Tercero. Siendo la frustración una experiencia traumatizadora, la respuesta homosexual o transexual al trauma es una reacción adaptativa y, por tanto, positiva. Esta consideración excluye cualquier consideración negativa de los procesos homosexual y transexual.

Cuarto. El entendimiento de la homosexualidad y la transexualidad como procesos les da un sentido dinámico que las relaciona con la concepción de la homoafectividad como fase de la evolución personal necesaria para la formación de la heterosexualidad.

Quinto. Por tanto, no se puede excluir que, después de la frustración de la homoafectividad, homosexuales y transexuales puedan vivir una experiencia homoafectiva plena, exclusivamente afectiva, sin dimensión sexual, que permita sentimientos de admiración e identificación, que abran más tarde, en una fase nueva, la posibilidad de una relación heterosexual, sólo afectiva o incluso sexual (las relaciones heterosexuales son distintas de la heterosexualidad como condición o modo de vida, que supone la ausencia de trauma homoafectivo previo)

Sexto. También es nuevo el concepto de historia como base de la identidad. Homosexuales y transexuales forman sus identidades sobre unas historias específicas, que persisten independientemente de las formas que pueda tomar el proceso afectivo y sexual. Esto significa que la historia homosexual o transexual no acaba aunque permita pasar a una práctica heterosexual.

Séptimo. En la medida en que la frustración homoafectiva no se colma, la afectividad homosexual, unida a la sexualidad, y la transexual, unida a una negación y a una heteroidentificación, crearán sus formas propias, aunque debe considerarse que no están cerradas, sino abiertas.

miércoles, diciembre 27, 2006

Aftergay, aftertrans





No toda, pero gran parte de la experiencia homosexual o transexual (incluyendo sus diversos grados de intensidad, transvestista, transgenérica o transgenital) es una conducta obsesiva-compulsiva o parafílica, en la que la expresión se queda bloqueada una y mil veces en el mismo punto, repitiendo una nota, lo que remite a un trauma originario.

Como sucede en las parafilias y en las obsesiones-compulsiones, en esos casos hay en el fondo una base afectiva real, que sitúo en una frustración homoafectiva, sobre todo con el padre, pero también con los compañeros de edad durante la niñez.

Esta necesidad afectiva se convierte en los dos casos en una obsesión sobre el falo, como símbolo, que resulta común a homosexuales y transexuales, en los primeros para desearlo, los segundos para rechazarlo.

Deseamos o rechazamos por tanto lo que el falo representa, que es la homoafectividad, siempre necesaria y en nuestras vidas frustrada.

A partir de la pubertad, la experiencia se une con la presión genital, reforzándola con la excitación y la sexualización, a la vez que se pierde de vista la conciencia de la frustración originaria y se llega a prácticas reiterativas y aparentemente vacías (por la falta de conciencia de su significado), que culpabilizan y deprimen.

La única salida desde dentro de la persona homosexual-transexual, está en adquirir conciencia de la necesidad homoafectiva y en llegar a vivirla plenamente como homoafectividad y no como homosexualidad-transexualidad. Digo desde dentro, porque no toma en cuenta las valoraciones ajenas, casi siempre establecidas sobre los síntomas observables y no sobre las motivaciones, mucho más difíciles de comprender.

Sé que la necesidad, la carencia, la frustración es tan grande y está tan a flor de piel, que los homosexuales y transexuales que conozcan bien su propia historia, aceptarán este programa si lo ven posible.

La experiencia homoafectiva plena es necesaria para pasar en su momento el umbral de la experiencia heterosexual. Es preciso entender que hablo de relaciones heterosexuales, no del modo de vida heterosexual, no de la heterosexualidad como proceso específico y diferenciado.

Hablo también de una experiencia homoafectiva, que puede darse o no darse, y cuya plenitud es fácil que no se dé. (En mí, vino por medio de una relación de amistad íntima, no sexual, con homosexuales, que se dio primero de mis diecinueve a mis veinticuatro años, y que luego se ha repetido desde los cincuenta, hace ya quince años. Pudo faltar)

En el caso de los homosexuales, para llegar a la posibilidad de una relación heterosexual es preciso, primero, sentirse muy seguros, plenamente aceptados, valorados, integrados en el campo masculino que admiran, ser partícipes de la experiencia de la mutua admiración, cantarse a sí mismos.

En el caso de las transexuales, hace falta reconciliarse con la masculinidad, lo que es posible aunque parezca imposible a primera vista, si conseguimos encontrar un amigo que nos quiera y a quien admiremos, de manera que su cariño nos permita asumir, sin destrozarnos, nuestros llantos por nuestro padre o los compañeros de nuestra vida.

Admiración es la palabra en la que se centra la homoafectividad, el sentimiento del que tenemos más necesidad y del que sufrimos más la carencia, unos insistiendo en el deseo, otros rechazándolo todo y andando por otras tierras.

En el momento en que se establece una verdadera homoafectividad, a la edad que sea (lo sé por experiencia personal), es posible tranquilizarse (homosexuales) y aceptarse (transexuales) y pasar gradualmente o en cierta medida a la experiencia heterosexual.

Pero antes, el sentimiento y la alegría de tener buenos amigos y queridos compañeros tiene, primero, que haberse producido, y después, que haberse consolidado a través de los años.

Es preciso recordar que homosexualidad y transexualidad pueden ser defensas frente a terribles traumas reales y subsistentes, siempre presentes en la memoria, que no pueden ser anulados sin riesgo de desequilbrio y desmoronamiento de todo lo que vayamos consiguiendo.

Por eso, no habrá en nuestra memoria lo mismo que en la de los heterosexuales que no hayan vivido nuestra experiencia. No podemos convertirnos en heterosexuales porque nuestra historia es diferente de la de los heterosexuales, una imposibilidad metafísica, pero podemos encontrar en nuestra historia elementos que nos permitan una experiencia heterosexual a nuestra manera.

Nuestra evolución hará de nosotros posthomosexuales o postransexuales, pero no nohomosexuales o notransexuales.

Lo expresaremos de formas tales como la intensa relación con nuestros amigos, la facilidad del beso o la caricia, incluso la espontaneidad de la relación sexual con ellos, todas ellas vedadas o innecesarias en la heterosexualidad, o en el uso de ropas simbólicas, o arreglos explícitos, pero todas estas experiencias quedarán referidas a la necesidad de homoafectividad y gracias a ella, por medio de la plenitud de la homoafectividad, abrirán la puerta a relaciones heterosexuales más o menos avanzadas según las posibilidades personales (pueden reducirse a una convivencia amistosa) así como a un sentido de la identidad que incluya toda nuestra realidad.

La relación heterosexual, en nuestras historias, tiene que contar plenamente con la realidad de la fase de trauma (fase presente en la memoria, estrato innegable de nuestra formación afectiva), y la de la fase de respuesta homosexual o transexual, (igualmente presente y configuradora)

También tiene que contar con la necesidad de una experiencia homoafectiva, suficientemente intensa y persistente, lo que no es fácil, para que se pueda salir del bloqueo afectivo.

Veo que me queda por hablar de la verdadera ambigüedad orgánica en la que a veces se apoya la condición homosexual o la transexual (“terreno fértil”, de Harry Benjamin)

Pero no es la causa directa de nuestra condición, sino el desencadenante del trauma (rechazo, burlas)

Pero cuando los traumas son evitados o no existen, no surgirán estas condiciones. Cuando no hay necesidad de defenderse, no hay defensa.

sábado, diciembre 23, 2006

Sólo voy a hablar sobre lo que siento



Yo sirvo a Dios buscando la verdad sobre mí, que puede ser la misma para otras personas transexuales y distinta que la de otras personas transexuales.

La verdad sobre mí empieza por que, siendo transexual, yo no soy una mujer. Me conozco ya bien y sé hasta qué punto me parezco en carácter, inclinaciones, reacciones, a los varones (pero no a los varones más masculinos, de quienes también me diferencio) y hasta qué punto no entiendo, no comparto, el carácter, inclinaciones, reacciones, de las mujeres.

Pero si hubiera que deducir que puedo vivir como varón, si fuera posible retrotraerme a los meses anteriores a la fecha en que tomé mi decisión, me imagino que sí, que puedo adaptarme de día, pero de noche, acostado y diciéndome que tengo que aceptar los genitales que hay en mi cuerpo, siento que nunca aceptaré que estén ahí y que nunca los entenderé.

En mi niñez, los aceptaba con naturalidad, cuando eran pequeños, tiernos y pasivos; pero, desde la pubertad, me parecen desagradables, feos y extraños o ajenos.

¡Qué gusto, tranquilidad, bienestar, agrado, dudas morales, me da saber que ahora ya no están ahí!

Mi transexualidad se define por el desagrado ante los genitales masculinos, en él encuentra su punto crítico, por lo que sea, y por eso creo que he hecho lo que corresponde al operarme y al simbolizar este hecho para todos mediante la adopción de ropas femeninas, porque sé que tengo que comunicarlo de alguna manera, y no conozco otra, aunque yo no me sienta mujer.

La razón de este sentimiento puede estar en que las circunstancias particulares de mi gestación propiciaron una diferenciación sexual incompleta del cerebro, por lo que la imagen corporal interna no corresponde con la externa. Por eso, no me puedo figurar haciendo los movimientos de la penetración, ni lo deseo, aunque otras funciones masculinas, no genitales, sí pueden haberse formado.

Este esquema lo he visto desde dentro, y pensando sólo en mi experiencia, lo que le da fuerza de verdad, porque no he pensado en otras consideraciones, ni en integrar otras experiencias de otras personas en esta explicación. Me limito a buscar lo fundamental que puede haber en mi transexualidad y encuentro algo más profundo que mi propia ambigüedad. Pero el esquema que he puesto en la "Teoría del trauma" hace hincapié no en las diferencias con la masculinidad arquetípica, como la ambigüedad, o esta misma inadecuación genital, sino en la fuerza del trauma que puede impedir la homoafectividad y, por tanto, el reconocerse alegremente como varón.

Puede entenderse, con arreglo a la teoría, que cierta ambigüedad caracterial favorezca el trauma social, la inadaptación de género, la falta de homoafectividad, y también esta experiencia se ha dado en mí; pero esto es género y parece que en el género, en lo social, todo es más fluido y acomodaticio.

Pero esta ambigüedad encuentra en mi caso su núcleo en la inadecuación genital masculina, cuyas primeras formas encuentro a mis trece, catorce o quince años, distinta de la inadaptación de género que sentí a los diez y que luego fui dejando a un lado; el repudio de que los genitales me obligaran a ser contado entre los varones parece más bien una cuestión de género, que no le da a los genitales más que un valor como símbolo; pero ha habido también un desagrado persistente hacia estos genitales, neto, desnudo, simple, independiente de cualquier consideración de género.

Este desagrado fue tan intenso, que su intensidad lo convirtió en trauma, añadido al rechazo de, y rechazo hacia mis compañeros.

Por eso veo ahora que, dada la fluidez de las formas sociales del género, podría adaptarme bien al género social masculino, si no fuera por el único y decisivo punto de tener que usar los aseos de hombres, en los que el énfasis se pone sobre lo genital.

No soy por tanto una mujer social, no soy transgénero, soy transgenital.

jueves, diciembre 21, 2006

Esbozo de una teoría del trauma y la respuesta transexual




Por Kim Pérez


(Los blogs requieren una técnica parecida a la de la radio o la televisión, ya que al actualizarse es preciso que los contenidos más significativos se pongan a la vista una y otra vez para que sea fácil encontrarlos, si así se desea.

Por otra parte, el trabajo teórico consiste en revisar y rehacer todo continuamente, por lo que la versión que subo hoy es bastante distinta, en aspectos fundamentales, de la anterior, que también he editado en la entrada precedente)



CONTEXTO TEÓRICO


En un reciente artículo, “Por qué la cuestión naturaleza/medio no puede desaparecer”, (en “Daedalus”; traducido al español en “Claves de razón práctica”, en 2006), Steven Pinker ha expuesto el estado de la cuestión que también se llama “naturaleza o cultura”, “nature versus nurture”, o como yo prefiero decir, “biología o biografía”.

Después de un siglo XIX biologista y un siglo XX ambientalista, expone cómo se está llegando a la conclusión de “lo uno y lo otro”, pero también cómo esta posición de interaccionismo holístico, como la llama, corre el riesgo de parecer demasiado obvia y, por tanto, aburrida, o de dar lugar a demasiados malentendidos.

Esta advertencia puede estar justificada y ser oportuna en el plano general de las ciencias humanas, pero al concentrarse en el ámbito de los estudios sobre transexualidad, cualquier temor se desvanece.

Aquí tenemos una situación muy problemática. Preguntarse por la cuestión de “biología o biografía” no sólo es pertinente, sino que todos cuantos estamos dentro de la temática transexual nos lo preguntamos insistentemente y nos lo respondemos porque sabemos muy bien cuán transcendente es esta pregunta y la respuesta a la pregunta, a efectos de análisis, de pronóstico, de consejo e incluso de valoración moral.

En el siglo XIX y principios del XX, la transexualidad, con el nombre de transvestismo o incluso de homosexualidad, fue entendida biologistamente (“anima mulieris in corpore virile inclusa”); en el siglo XX, ha sido entendida culturalmente y por tanto políticamente (escuela de Foucault); y en el XXI, podemos empezar a pensar en un fundamento biológico no específico y un desarrollo biográfico específico, situado en un trauma y una respuesta.

¿Pero cómo se articulan uno y otro, para no quedarse en un puré ecléctico y sin interés?

La presente e incipiente teoría, todavía situada en el punto de la formulación de hipótesis, propone la consideración de cuatro factores del desarrollo de la transexualidad, dos variantes biológicas y dos biográficas.

Por tanto, articula ambos campos en un aspecto concreto del desarrollo humano, y lo convierte en un modelo de las nuevas aproximaciones teóricas.


TEORÍA DEL TRAUMA Y RESPUESTA


La simple predisposición de tipo biológico no me parece una causa suficiente.

Primero, hay montones de varones hipoandrogénicos (tímidos, introvertidos, poco o nada dados a los deportes fuertes) y de mujeres hiperandrogénicas (audaces, extravertidas, deportistas), que no son transexuales y,

segundo, hay transexuales que no han sido hipoandrogénicas (han sido resueltas, mandonas, peleonas) ni hiperandrogénicos (han sido reflexivos, intelectuales, tranquilos)

Entonces, hay que dejar la biología básicamente fuera, aunque muchas personas transexuales, desde luego, hayan sido hipoandrogénicas o hiperandrogénicas, respectivamente. Pero esto funciona de otra manera. No es la biología la causa directa.

El origen de algunas formas de la homosexualidad y de la transexualidad puede estar en las vicisitudes biográficas de la homoafectividad u homofilia, que es una fase de la evolución personal muy intensa especialmente durante la preadolescencia, que permite aceptarse y valorarse a sí mismo en su propio sexo, como consecuencia de sentimientos de admiración y gratitud hacia otras personas integradas en él.

Este sentimiento, a veces, puede ser tan intenso y feliz, que propicie una detención o fijación en él, que generaría, al sexualizarse, una homosexualidad no traumática.

En cambio, su falta, si produce una ansiedad por vivirla, por llenar ese vacío, generaría una homosexualidad, y si lleva a una imposibilidad de identificarse con el propio sexo, una transexualidad que se podrían calificar como traumáticas.

La homoafectividad es tan necesaria, sea vivida con el padre o con los amigos que, cuando falta, quien vive esta carencia radical evolucionará como homosexual, si siente la necesidad de remediar su falta a toda costa, buscando al hombre que represente a todos los hombres, o si la falta llega a ser una homoautofobia (o aversión al sistema de semejanzas y a sí mismo como integrado en él), produce una evolución transexual, que más radicalmente hace ser incapaz de verse a sí mismo como hombre.

El trauma decisivo entonces es la falta de la experiencia de homoafectividad, el vacío en el lugar donde debía haber por las figuras masculinas un afecto y una admiración profunda, una seguridad, una estabilidad que se pudieran convertir en deseos de emulación y de identificación.

Si no lo hay, no queda más que deseo y necesidad, hasta hambre, de la presencia de los hombres (o de su símbolo escueto, el falo) o la negación de los hombres, ocultando ese deseo frustrado.

La causa directa de la transexualidad puede estar en un trauma, entonces. Diré que se trata de un trauma de inadaptación muy fuerte.

La inadaptación puede darse por muchas razones, pero creo que la más frecuente puede ser la conciencia de no ser aceptado por los compañeros del mismo sexo y la misma edad, o bien, más profundamente, por el padre del mismo sexo.

Esta inaceptación puede deberse a la consideración de que el compañero o el hijo es insuficientemente masculino.

(En este caso, lo biológico no sería lo determinante, sino la reacción social –compañeros o padre- ante un hecho biológico, la hipoandrogenia, que, en otras circunstancias, quedaría sin consecuencias)

La inadaptación viene entonces como un rechazo mutuo, puesto que quien la sufre reacciona a menudo rechazando con fuerza a quienes lo rechazan, y todo lo que tiene que ver con ellos.

Cuando este sentimiento de inadaptación es fuerte y duradero, puede dar lugar a una respuesta adaptativa que será el paso a una identificación que sustituya el rechazo de la masculinidad en uno mismo.

Se abre entonces un proceso transexual que, cuando también es duradero, cuando ocupa sobre todo muchos años de la edad de la formación, se vuelve casi irreversible.

Esta estructura hace pensar que, sobre todo en la adolescencia, debe haber una ventana en la que la homoafectividad pueda ser subsanada, siempre que se encuentre a las personas adecuadas. Y que la presencia de esta experiencia, en la edad que sea, si es fuerte, mutuamente afectuosa, permita relativizar la pulsión transexual.

Quiero insistir en que, muchas veces, la razón mediata de la inadaptación puede estar en la hipoandrogenia en los niños o la hiperandrogenia en las niñas. Pero no necesariamente, porque niños hipoandrogénicos pueden adaptarse bien a su medio y consolidar una identidad masculina y niñas hiperandrogénicas pueden integrarse bien igualmente y asumir, pese a todo su carácter, una identidad femenina.


DINÁMICA DEL TRAUMA Y LA RESPUESTA


Lo expuesto es el mecanismo de la formación del trauma que genera la transexualidad.

Ya formado, los vacíos que tal acumulación de rechazos provoca, pueden colmarse con el impulso de deseo de lo femenino, de la que deriva la necesidad de hacer propio lo que lo femenino representa.

Entonces, la persona XY, atraída por la imagen de la mujer, la hace suya. En cambio, una persona que evoluciona heterosexualmente, siente el rechazo físico por lo masculino, pero lo compensa en lo emocional al haber desarrollado una afinidad homoafectiva, lo que le permite aceptarse a sí mismo como varón y desarrollar su deseo de la mujer, sin fundirse con ella, para lo que la homoafectividad es una barrera, que no existe en el caso de las personas transexuales.

La transexualidad está formada por tanto por cuatro pilares (el rechazo pulsional y el rechazo afectivo por el hombre, que ocultan un deseo homoafectivo, y el deseo pulsional y la identificación afectiva con la mujer, que intentan sustituirlo)

En el momento en que se debilitan el primero y el tercero por la hormonación o la operación, y el segundo y el cuarto por un proceso homoafectivo que se puede producir en cualquier momento de la vida, se debilita la reacción transexual, aunque no desaparece del todo dada su base biográfica y su arraigo en la memoria personal.

De la mayor o menor intensidad del sistema de rechazos y deseos, depende que la persona pueda vivir intermitente o permanentemente dentro del género que necesita.

Hasta ahora se usan, para diferenciar ambas reacciones, los nombres de transexual y de transgénero, para quienes eligen esta forma de vida permanentemente, y de transvestista, para los que eligen formas ocasionales o intermitentes de expresióm. Pero creo que son diferencias cuantitativas, no cualitativas.


COMPROBACIÓN EMPÍRICA

No trato de hacer ni discutir toda la puesta a prueba de la hipótesis del trauma, sino de poner aquí las primeras anotaciones para empezarla.

Historia A

XY. Aparente hipoandrogenia. Edipo normal (base heterosexual) Conflictos escolares desde los 7 a los 14 años. Con 13 años, empieza una reacción transexual. Con 19, trastorno obsesivo compulsivo.

Historia B

XY. No hay aparentemente hipoandrogenia. Edipo alterado (identificación con la madre; base homosexual) Con 7 años, empiezan los conflictos con los niños. Al acentuarse, y llegar a un conflicto social general, que hiere gravemente su autoestima, se reanuda el proceso transexual. Trastorno narcisista de la personalidad.

Historia C

XY. Aparente hipoandrogenia. Rechazo muy intenso de los compañeros desde la guardería (4 años; “mariquita”) Con 12 años, empieza una reacción transexual, identificándose con figuras de guerreras.


VALORACIÓN DE LA TEORÍA DEL TRAUMA Y LA RESPUESTA


El nombre de teoría del trauma implica que la transexualidad es la respuesta a un trauma, producido frecuentemente por una agresión externa, pero también por cualquier otra circunstancia capaz de producir una herida.

El sistema de trauma y respuesta indica por tanto una reacción creativa, una intención adaptativa, una voluntad de resistencia y de supervivencia. No hay nada perjudicial en todo esto, sino más bien un caso más en que la vida realiza su incesante adaptación a condiciones nuevas.

No cabe por tanto seguir hablando de la transexualidad como un trastorno de la identidad de género, lo que equivale a decir que habría en ella algo de malo o enfermizo; ni siquiera se debe hablar de disforia de género, porque es una expresión descriptiva, pero negativa, alusiva a un disgusto o desajuste, pero sin explicar las razones de esa reacción, como si se hubiese producido por nada, ni tampoco a la solución que la transexualidad representa.

Esta teoría tampoco permite justificar la transexualidad por un origen biológico, posiblemente debido a una intersexualidad física, pero situada en el plano del hipotálamo y por tanto indetectable a simple vista.

Esta interpretación puede resultar sugestiva, porque eliminaría cualquier miedo de culpa moral, pero en el fondo equivale a la del trastorno, orgánico en este caso. Si es un trastorno, es algo malo, y si lo es, no hay argumentos para oponerse en el futuro a cualquier intento de corregirlo, por ejemplo mediante el tratamiento, en la edad prenatal, de los fetos a los que les fueran detectados niveles de hipo- o hiperandrogenia que fueran determinantes para producir tal transexualidad.

En el futuro, entonces, no habría transexuales, y cada persona que lo es en este momento tendría la impresión de que nuestra condición sería algo residual y sin valor en sí, desde luego.

Pero la teoría del trauma y respuesta hace ver que la transexualidad tiene valor en cuanto supone una reacción positiva, defensiva, adaptativa en un sistema de agresiones y reacciones que constituyen la misma trama de la vida. La alternativa, en la que sin duda sucumben muchas personas anónimamente, es el acobardamiento, la huída o la depresión. Se trata por tanto de una cuestión de adaptación y de supervivencia.

La transexualidad se puede incluir por tanto dentro de un conjunto de respuestas simbólicas, que incluyen las neurosis y las parafilias. No se trata de reducir el valor de la transexualidad, sino de subrayar el de estas neurosis y parafilias, hasta ahora consideradas como simples trastornos.

Lo mismo que la transexualidad, son narraciones o representaciones arquetípicas, en el sentido de Jung, en las que la mente utiliza y ordena recursos simbólicos preparados seguramente por la herencia genética.

En el caso de la transexualidad, el recurso es la migración de sexo, inconcebible a primera vista, pero perfectamente concebible como hipótesis abstracta, casi matemática: si no A, entonces B.

La persona transexual es, entonces, la que es capaz de concebir y realizar lo que ninguna otra se atreve a pensar, más allá de pasajeras fantasías. Y no lo hace porque se le antoja, sino para mantenerse y sobrevivir. Es una salida, y alegre, por tanto, sana.

Las neurosis son expresiones simbólicas del sufrimiento e intentos de solución; pero resultan infructuosas, y por eso siguen siendo dolorosas. En el trastorno obsesivo compulsivo, las manos se lavan una y otra vez como símbolo de inexplicables sentimientos de culpa; pero no consiguen aclarar las terribles dudas, y por tanto se sigue sufriendo.

Las parafilias son también soluciones simbólicas de problemas reales; pero no consiguen superar el nivel de lo simbólico o imaginario y convertirlo en una realidad aceptable, por lo que el problema real subsiste sin resolver, lo que lleva a la reiteración como rasgo propio de la parafilia: un pájaro que se golpea una y otra vez contra los barrotes de la jaula sin conseguir romperlos.

Los traumas que provocan la respuesta transexual son variados. Muchos de ellos se relacionan, es verdad, con una inadaptación sexual a la media social –hipoandrogenia XY, hiperandrogenia XX- , que puede provocar ataques sociales de los que hay que defenderse. La transexualidad aparece como una estrategia para salvar estos ataques y la angustia y odio y vergüenza y culpa que generan en quien los sufre, especialmente en la niñez y la adolescencia.

Pero la diferencia no es la causa directa de la reacción transexual. Si transcurre sin trauma, no hay transexualidad. Y el trauma debe alcanzar una intensidad crítica, un umbral de insoportabilidad que la cause.

Pero también existen otros posibles traumas. Por ejemplo, una crisis de inseguridad en la niñez; o el estrés o el fracaso amoroso en la edad adulta. En estos propios de la madurez, el umbral crítico se alcanza cuando existen otros problemas previos, es decir, cuando existe una preparación que haya disminuido la interiorización de la homoafectividad.

La teoría del trauma y respuesta permite por otra parte graduar y relativizar la respuesta transexual. No se trata de expresar nada, aparte de la propia historia, ni de adaptar la realidad interior a la exterior, ni de obedecer a ningún estereotipo de género, sino de ajustarse cada cual lo mejor que pueda para vivir mejor.

Al hacerlo, supera la radical inseguridad provocada por el trauma, y lo debe hacer cada cual a su manera, sin modelos ajenos, sino juzgando su respuesta primero por ser una respuesta –no un hundimiento- y segundo, valorando los resultados y contrarresultados conseguidos, en un juego de equilibrios y compensaciones.

La persona transexual puede decir al realizar su proceso, del todo o en parte: “Ésta es mi historia y he salido adelante”.

miércoles, diciembre 20, 2006

¿Dónde estoy?





¿Dónde estoy ahora mismo?

A los quince años de empezar el proceso transexual veo que aquel mismo año empezó un proceso homoafectivo que estaba latente, al ver un nuevo modelo masculino en los homosexuales de Cogam.

Hoy, la identificación homoafectiva toma la delantera emocional sobre la transexual.

Acabo de verme reflejado en el cristal de la ventana, con el pelo como una aureola y el camisón de lana roja que me regaló una amiga querida, y esta imagen de mujer es confortante, por lo que tiene de imagen, por fuera, pero lo es menos desde dentro.

Me irritan ya las expresiones trans de identificación con la mujer y sólo me encuentro a gusto con las que expresan ambigüedad. Por otra parte, empiezo a sentir la repulsión física hacia lo sexual femenino, la indiferencia y distancia, el aburrimiento hacia la mujer propio de los homosexuales, lo que hace difícil que me identifique con quienes empiezan a no interesarme.

Ayer, en el bus, sentí sin embargo el agrado, la tranquilidad que manaba de una cuarentona, ama de casa, cuyas manos hogareñas se movían sobre un bolso de cuero negro muy blando. Deseé su compañía, pero no me identifiqué con ella. Sé que hay algo dulcemente sexual en todo esto.

La ambigüedad, en mi caso, la siento como una cualidad o vicisitud de lo masculino, que se acerca pero no llega a ponerme dentro de lo femenino.

domingo, diciembre 17, 2006

Cáscara amarga




Hace unos veinte años, mi primo de Madrid, al que yo quiero mucho, me saludó jovialmente diciéndome: “Parece que eres de la cáscara amarga”.

Me quedé parado, intentando asegurarme de lo que significaba esa expresión, que no sabía si era “de izquierdas” o “maricón”. Luego comprendí que era lo segundo.

Yo por entonces no había dado ningún paso público y era un cuarentón tristón y abandonado. Los hechos le demostrarían luego que era mucho más de la cáscara amarga de lo que se podría imaginar (y por cierto, me ha aceptado con naturalidad, cuando nos hemos vuelto a ver)

Pero aquella frase me mide la diferencia que puede haber entre mi manera de ser y la masculina asertiva y tan brusca como la de mi primo.

Me veo, desde luego, siempre complicado y sentimental, lánguido (es una de las palabas claves que me definen), introvertido, nada activo, tímido, acobardado (ni siquiera supe plantarme, también risueño pero enfadado, y preguntarle qué significaba ese outing; quizá, desde luego, porque era verdad en parte), y otras como comprensivo, dialogante…

Al recordarlo, me reafirmo en la conciencia de mi ambigüedad, de base masculina, pero ambigüedad.

No es cuestión de que me martirice diciéndome que podría haber sido un hombre como otro cualquiera; parecerlo, sí; pero serlo, no.

Contratiempo





Hace unas semanas me pasó un pequeño desastre. Después de trece años, vengo entrando en los aseos de mujeres sin problemas y, sintiendo desde luego que ya no podría entrar en los de hombres, lo que me sería insoportable.

Pues hace esas semanas, al entrar en los de la cafetería de un Corte Inglés, una señora que estaba en la entrada me miró como espantada y me dijo, “No, los de hombres son esos otros”. La neutralicé con una sonrisa, aunque la angustia iba por dentro y, al ver que seguía adelante ella bajó los ojos como platos hasta que vio que llevaba falda, lo que le hizo cejar.

Supongo que, en el mejor de los casos, me tomaría por una extranjera grande y masculinota del Norte, una guiri.

El problema está en que he perdido la inocencia, respecto a mi entrada en el aseo-refugio. Ya me pasó lo mismo, en el de una parada de una linea de autobuses, cuando la mujer que la limpiaba intentó disuadirme, pero aquélla fue sólo la primera vez.

Pienso, desde luego, que tengo lo que busco. No se puede ir sin maquillar y con un chaquetón-guerrera que pide guerra y no encontrarla. Ahora, si la alternativa es volver a maquillarme, no.

Anoche pensé justamente que, si viviera con mi amigo, me gustaría que viviéramos como compañeros queridísimos, quiero decir, más que simples compañeros, incluso llevando yo en casa esos pantalones militares con tantos bolsillos que tanto me gustan; el compañero castrado (detalle esencial para mi equilibrio), pero compañero, no amante, ni desde luego esposa.

Por tanto, llevo falda sobre todo para decir que no soy un hombre como otro cualquiera. Ahora, si la gente me ve como un maricón o como una extranjera, una guiri, supergrande, me da igual.

miércoles, diciembre 06, 2006

Como un travesti



EN EL DÍA DE LA CONSTITUCIÓN DE LA DEMOCRACIA ESPAÑOLA; POR LA REPÚBLICA



Yo soy fundamentalmente un varón ambiguo pero definido suficientemente dentro de lo masculino.

Siempre me ha alegrado y consolado descubrir mis aspectos femeninos, como la eterna languidez de mis posturas, pero creo que si las circunstancias hubieran sido otras, hubiera podido desarrollarme heterosexualmente.

La necesidad de expresar mi ambigüedad no puede llegar al extremo de definirme como mujer, porque yo por lo menos no lo soy.

(La operación no expresa la ambigüedad, sino mis traumas en relación con la masculinidad)

Sé que hubiera podido mantenerme dentro del lado masculino si hubiera tenido un amigo en mi niñez, que me hubiera querido y a quien yo hubiera admirado, es decir, si hubiera tenido una experiencia homoafectiva.

Pero no la tuve y por ese motivo padezco una fuerte disforia de género que ha zarandeado mi identidad masculina, aunque, con esfuerzo, puedo comprender que ahí está.

Por eso me puedo definir como algo parecido a un travesti.

Si hubiera sabido todas las implicaciones de esta definición años antes, contando con las experiencias homoafectivas, no homosexuales, que finalmente he podido tener con los gays, probablemente no me hubiera operado.

Pero ya que lo he hecho, puedo decir que estoy a gusto y que eso no me ha planteado nunca ningún problema de adaptación conmigo misma.

Identidades



La identidad es un concepto.

Como tal, puede ser erróneo.

La identidad que nos interesa más a las personas disfóricas de género es la identidad de sexo, también llamada de género.

Por tanto, nuestra identidad de género es el concepto que nos formamos respecto a nuestro sexo, lo que puede corresponder o no a la realidad.

Los conceptos los formamos en un principio sobre la base de los materiales conceptuales que nos da nuestra cultura.

Si nuestra cultura nos ofrece sólo los conceptos de hombre y de mujer, desde chicos tenderemos a encasillarnos como hombres o como mujeres (hay personas transexuales MaF que se han identificado de chicos como hombres y otras que se han identificado como mujeres)

Si en nuestra cultura falta el concepto de lo intersexual, como realidad intermedia entre los conceptos de hombre y de mujer, nadie o casi nadie se habrá identificado de chico con el concepto de intersexual, o andrógino, o ambiguo.

Sin embargo, la realidad de muchas personas transexuales es ésta: ocupamos psicológicamente, por nuestra manera de ser, la zona intermedia entre los hombres muy definidos y las mujeres muy definidas.

Por tanto, somos en alguna medida intersexuales o andróginos o ambiguos, más o menos, lo mismo si estamos más cerca del polo masculino o del femenino y deberíamos elaborar nuestra identidad sobre esta base.

Para eso, deberíamos formar una nueva identidad o concepto de lo que somos, cuando psicológicamente observemos que somos más o menos intermedios.

Yo tengo que decir que mi base está en ser una persona masculina algo ambigua o intersexual.