martes, octubre 14, 2014

Pachamama

Kim Pérez

He vivido en un mundo y ahora vivo en otro.

Crecí como las muchachas de entonces, aunque yo no lo fuera aparentemente, viviendo como ellas con delicadeza y sensibilidad.
Para ellas, su esencia era saber que amparaban un secreto, la ternura, como la belleza del aire fresco de la mañana. Sonreír en silencio pensando que así habían nacido y ésa era su esperanza. 
Para mí era así, aunque pronto me llegaría el espanto de mi realidad. Pero el mundo era sutil, sonreía, y me permitía acercarme a él con sutileza.
En él, mis manos, mis dedos, se movían como si tocaran suavemente algo inexpresable. Con naturalidad se sabía que la vida era digna y que podía ser bueno o maravilloso lo que cada día nos trajera.
Las niñas, las muchachas, vivían protegidas de toda aspereza; demasiado protegidas, pero pudiendo desarrollar su sentido del encanto y de la ternura. Yo tenía que vivir en el mundo masculino, en el que la confianza en la realidad y la esperanza de que todo llegara a ser mejor formaba también la música de fondo, el impulso fundamental, pero a la vez todo era aspereza.
La aspereza era lo propio de la masculinidad. Hasta el punto, ahora lo veo con claridad, que lo que rompió mis sentimientos y me llevó a no querer ser masculino, fue la aspereza de la vida masculina, mientras que yo aspiraba básicamente a la delicadeza.
Conforme se fue acercando el 68, todo cambió. El mundo entero se fue haciendo áspero, y peor todavía, brutal.
Perdió la esperanza, se quedó convertido en la búsqueda del placer del momento, y en un momento, pese a lo que fuera. En el fondo de los corazones sonó una nueva música, la de la desesperación, o mejor dicho, la de la esperanza desesperada, que sigue atronándonos a la vez que nos eleva al infinito de lo que tememos que sea imposible.
La aspereza se extendió, lo llenó todo.
Hará unos veinte años, en los noventa, sabiendo lo que ya pasaba, me decidí, en una clase de catorce años, a preguntarles a mis alumnillos y alumnillas lo que pensaban unos de otros.
Cuarenta años antes, en los cincuenta, no se lo hubiera podido preguntar, porque no estudiaban juntes, y si se lo hubiera preguntado no me habrían sabido responder, porque unos y otras estaban en la inocencia de la ignorancia, pero si hubieran dicho lo que sentían, hubieran respondido algo así:
Ellas: Los muchachos serán un día todos unos hombres.
Ellos: Las muchachas son lo desconocido que me hace llorar.

En cambio, ya en los años noventa, aquéllos a quienes interrogué, que tienen ahora treinta y cuatro años, me respondieron:
Ellas: Todos los tíos son unos cabrones.
Ellos: Todas las tías son unas putas.

Disimulé mi horror. ¡Catorce años! ¿A eso habíamos llegado?
Se puede traducir, desde luego, y queda algo muy triste, pero más comprensible.
Ellas: Los muchachos sólo quieren aprovecharse de nosotras y pasar de una a otra. 
Ellos: Las muchachas nos fascinan pero juegan con nosotros.

De todos modos. Hemos despertado de nuestros sueños (ver los párrafos primeros) y nos encontramos en un mundo duro.
Es verdad que no es durísimo. Hay la seguridad social, por ejemplo, que antes no existía, y que yo he valorado cuando he estado once días en un hospital, muy bien atendida, y gratis.
Pero el mundo de hoy es duro, porque casi nadie tiene la esperanza de un mundo mejor.
Se ve la dureza de la condición humana. Hay menos hipocresías.
Las mujeres de ahora, las muchachas, las niñas, están enteradas de todo, lo mismo que los hombres, los muchachos, los niños.
No hay sitio para la delicadeza.
Y sin embargo, en los corazones femeninos de hoy, también en los de las trans, puede haber una convicción: hay que amparar a este mundo.
Para esto sirve la aspereza masculina, para ver la realidad tal como es, sin hacerse ilusiones sobre esa realidad, agresiva, competitiva, avariciosa, egoísta, que hace necesario defenderse de ella, todos los humanos, porque en el fondo fondo no somos hombres ni mujeres, sino personas.
Esto es bueno que las mujeres y les intersex lo hayamos aprendido.
Que miremos cara a cara la realidad del mundo, y sin miedo.
Saber cómo es, conocerlo en sus últimos detalles, desde abajo, no hacerse ilusiones, no vivir en la cándida inocencia de antes, pero tener cuidado de él, ayudarlo a salir adelante.
Lo pienso. Es dejar que aparezca, más allá de la gentileza, de la gracia, de la delicadeza juvenil femenina, que un día se recuperará, el sentido de la Gran Madre, de la Diosa de la Vida, la Pachamama, precisamente en estos tiempos de dificultad y de angustias.
La Gran Madre tiene los ojos abiertos. Lo ve todo, lo tiene que ver todo, tiene que saber de todo, porque tiene que salvar a sus hijos.
Si los tiempos son ásperos, tiene que entender de aspereza, porque ya no le es posible asentarse en un mundo más sensible y delicado. Como la Madre Coraje, tiene que luchar por sus hijos, tanto por las niñas, como por los niños, o les niñes, hacer de todos buenas personas, sacarnos adelante.
Lo conseguirá. O lo conseguiremos.

Caras de Dios


Kim Pérez

Cuando veo los colmillos de un tigre y sus ojos feroces estoy viendo una de las caras de Dios.
Porque Dios lo ha hecho; está firmado.
Dios es el autor de la crueldad de los seres animales que comemos células de otros animales o de los vegetales.
O de la de los virus que en pocos días destrozan a un ser vivo, al precio de morir ellos misos por millones cuando lo matan.
Por eso Dios está más allá del bien y del mal.
Está más allá.
El Estado Islámico sigue esa cara cruel de Dios, la cara temible, el temor de Dios.
Hace ver que hay algo más grande que el ser humano. Algo que nos ha hecho, y que cuando nos deshaga, seguirá existiendo.
(Eso le pasa también a las Matemáticas, su lenguaje)
De nuevo, desde hace más de setenta años (España), los humanos matamos para que se respete el nombre de Dios.
No el nombre de la raza (nazis) ni de la comunidad (comunistas) Los humanos matamos por cualquier cosa, aparte de las religiones.
Pero la raza y la comunidad están al nivel de lo humano. Dios está más allá de lo humano.
Lo vemos también cuando sentimos misericordia por tanto desastre. Entonces vemos otra cara de Dios.
Sentimos pena por estar en un mundo donde hay tigres, virus, tanta crueldad, no sólo humana. Pena por nosotres, cuando tantas cosas nos dañan. Intentamos poner nuestras fuerzas al servicio de los seres que sufrimos la crueldad de Dios. Creamos hospitales. Escuelas, para que aprendamos más sobre la vida (los talibanes islámicos negaban la educación a las niñas) La democracia, para intentar resolver nuestras peleas en paz.
La misericordia también la ha hecho Dios y la ha puesto en nuestros sentimientos. Llorar por otra persona, no sólo por cada une de nosotres. Nos ha dado la lógica y las matemáticas para comprender que cuanta menos crueldad haya en nuestras vidas, mejores serán (un menos da un más)
Yo sé que Dios existe, y que está más allá de nuestra voluntad. El único problema ha sido explicármelo.

domingo, octubre 05, 2014

No y punto


Kim Pérez

Una cosa muy sencilla pero que rompe esquemas: yo no quiero ser hombre y no llego a ser mujer.

Soy lo que he sido siempre. En mi niñez, un chiquillo ambiguo que pensaba que habría sido más feliz naciendo niña.

No "una mente de mujer en un cuerpo de hombre", sino "una mente ambigua", o "una mente que va para mujer"... Éste es el esquema que rompo, sin querer.

Porque lo único seguro es que no he querido ser un hombre, no puedo ser un hombre, me encuentro también distinta de la mayoría de las mujeres, pero en cambio necesitaba operarme, me he operado y estoy tan a gusto.

O sea: una persona ambigua, una persona a medio camino... Pero eso, en el fondo, me gusta, porque es mi manera de ser, es en lo que me reconozco cuando pienso en mí, es mi verdad.

Naturalmente, tengo derecho a ser como soy, porque así he nacido. Sé que hay muchas personas que son como yo y de una manera parecida o distinta se sienten como ambiguas, y también tienen derecho, como yo, a ser como son.

En el fondo, el esquema que rompo sin querer es el de "hay hombres y mujeres y punto". Lo rompo sin querer porque yo querría ser "mujer... y punto". Pero en cambio, para explicar cómo soy, tengo que dar una larga explicación. Ahora, que a lo mejor es mejor que haya también personas como nosotras.

A la gente que conozco, no tengo que darles explicaciones. Saben cómo soy y quienes me quieren, me quieren.