Yo tengo identidad de género. Mi modelo es el chico del Café Flore, de París, lo que yo hubiera sido si hubiera podido: bellísimo, esbelto, elegante, delicado, ambiguo, moreno, de grandes ojos sensuales e inteligentes, un cuarenta por ciento en el continuo entre varón y mujer.
Ése era el tipo del muchacho que creía que me fascinaba, hasta que comprendí que si lo tenía en mi mente es porque era la figura idealizada de mí mismo.
(Mi verdadero interés por los hombres se despierta ante estímulos muy distintos: hombres más altos que yo; o figuras que me resultan paternales; o militares uniformados)
Las identidades se fundan en modelos externos que atraen porque desarrollan las propias potencialidades; esto es decir que yo siento que me parezco en alguna medida a mi modelo idealizado, aunque a la vez éste indica lo que yo querría ser, con realismo o sin él.
Estoy diciendo que mi realidad y mi idealización ha sido la de un muchacho bello y delicado, digno de ser deseado y querido por su belleza y su delicadeza (lo que es un sentimiento femenino)
Pero ésa era básicamente una identidad masculina, aunque matizada. El problema entonces era que el término de masculino sugiere la ausencia de matiz, la virilidad decidida.
Si yo hubiera querido adentrarme en la masculinidad sin matices, no hubiera podido, porque yo no soy así.
Pero era masculinidad sin matices lo que yo veía alrededor a mis dieciséis años y me sentía fuera de ella.
Ahí empezó mi disforia y, al faltarme cualquier referente de ambigüedad, se convirtió en transexualidad. No entendiendo que hubiera más que dos extremos, si no podía estar en uno, tenía que irme al otro.
Incluso, el deseo y después la tranquila aceptación de la operación pudo expresar la necesidad de irme de uno de los extremos, radicalmente, negando mi genitalidad, para poder afirmarme, sobre todo para dejar de ser varón como se es en los extremos, con mucha más fuerza que el pretender ser mujer.
Ahora la entiendo como la máxima expresión de que soy intergénero. No que me haya convertido en mujer, sino que la forma más innegable de mostrar socialmente que soy un varón intergenérico es haberme sometido voluntariamente a la emasculación.
Pero ahora, sabiendo lo que sé, posiblemente no hubiera sentido esa necesidad. Puesto que en nuestra cultura no se entiende la noción de varón intergenérico y se les suma simplemente a la de varón en general (por ejemplo en el acceso a los aseos) yo hubiera tenido que explorar todas las posibilidades de expresar lo intergénero, asumiendo por ejemplo (si hubiera podido) una vida profesional como travestí (palabra originalmente masculina: los travestis), que no renunciaría a su vertiente masculina aunque se maquillara y arreglara espectacularmente, como forma de expresión plástica o, por el contrario, vistiendo tan sobria y ambiguamente que no se supiera si era hombre o mujer, pero pudiendo ser visto como hombre, que es, al revés, lo que hago ahora mismo: soy legalmente mujer, pero visto de tal modo, que la mayoría me ven como “un hombre vestido de mujer”, aunque algunos me ven como una extranjera masculinota y grande, “una mujer que parece un hombre”.
Estoy en realidad entre dos aguas; donde se está en cuanto se afirma la ambigüedad, aunque mi equilibrio consiste en saber que estoy más cerca del extremo masculino que del femenino.