lunes, diciembre 16, 2013

LIBERTAD DE GÉNERO

Kim Pérez

En la estructura de nuestra sociedad hay una ley ignorada, pero fundamental, que es el Código de Género. Todos, todas, todes la sabemos de memoria, y por eso no necesita ser escrita. Es penal, porque sanciona los incumplimientos con penas que van desde la irrisión o burla, a la culpa religiosa, expulsión de la familia, pérdida del empleo, desprestigio social y, en otros tiempos u ...otros lugares, hoy mismo, cárcel o muerte.

No tiene nada de extraño que lo tengamos grabado a fuego en nuestra mente, desde que somos pequeños. Manda en nuestro lenguaje. Manda en nuestras tiendas, dividiéndolas según sus preceptos. En nuestras compras. En nuestra ropa. En nuestros gestos. En nuestra manera de hablar o de reír.

Los Códigos de Género son variables, históricos, constituciones cuya duración se mide por decenas de milenios y no por siglos, regulan el corazón de las sociedades, mandando cómo deben ser sus familias y cómo debe ser la conducta de los sexos. 

El nuestro está en pleno cambio, se quiebra y grietea, pero sus penas aún nos hacen sufrir y nos marcan con largas cicatrices. Conviene conocerlo mejor. 

Está basado en un binarismo que excluye o condena todo lo que no es binario. Hay dos sexos biológicos, varón y mujer (por este orden), dos géneros conductuales, masculino y femenino, dos orientaciones sexuales, ginéfila y andrófila. Dos con dos y con dos. La Ley escrita incluso manda que todos los recién nacidos sean asignados como varones o mujeres. Quienes nacen intersex no pueden ser registrados como intersex. Quienes estemos al margen de este sistema, no podemos existir como marginales, y hemos de incluirnos en él.

Las personas intersex deben ser registradas como hombre o mujer, u operadas por decisión autoritaria, ajena, las transex son ignoradas o ridiculizadas (y se nos niega o regatea la operación), las homosex, condenadas. Chorros de sufrimiento humano hay tras estas palabras. 

El dos con dos y con dos oculta un significado. Estaba inventado para el poder. El poder no soporta terceros, que lo puedan debilitar. Obligaba a meter en el esquema de dominación a todas las personas. Decía que hay dominadores y dominados... Todavía lo dice, residualmente. Si has sido asignado como varón, te obliga a ser dominador, aunque no lo seas. Si has sido asignada como mujer, te obliga a ser dominada, aunque no lo quieras. Quienes estamos fuera del dos y dos y dos, seremos parias, más que dominados, sin derecho alguno, fuera de la ley binaria. 

La respuesta empezó por la lucha contra los dominadores (feminismo), que profundizó las libertades racionales, pero el clásico se quedó dentro de lo binario. Ahora ya podemos dar un paso más. La realidad no es binaria. 

El binarismo está fundado en un sí o un no. ¿Eres hombre? Sí – no; ¿eres mujer? Sí – no. ¿Eres masculino? Sí – no; ¿eres femenina? Sí – no; ¿Eres heterosexual? Sí – no. 

En cuanto te sales del binario, descubres que todas estas preguntas se pueden contestar con un más o menos. Y que ésa es la realidad, fuera de las abstracciones de los binaristas. Sales a la calle, y descubres que está llena de hombres más o menos masculinos y más o menos heteros, de mujeres más o menos femeninas y más o menos heteras, de personas más o menos intersex, más o menos homosexuales, más o menos trans… Lo corriente es la variedad, la variación que no se deja sujetar por esquemas… la vida.

Esta variedad es la de la natural libertad de género. La observación de la naturaleza nos conduce al deseo de liberación de nuestros esquemas sociales, para ajustarnos mejor a la naturaleza humana. 

La palabra género debe entenderse de otra manera. No puede ser ya una imposición, desde fuera. No puede ser ya la regla social, cuando descubrimos que ésta es abusiva, disparatada y generadora de mil sufrimientos. Serán las formas sociales que creemos por expresión, desde dentro de cada cual, por afinidades, por amistades, con libertad.

Seguirá habiendo mujeres u hombres más o menos femeninas, masculinos, más o menos heteros, heteras, más o menos homosexuales, libremente unidos, entre quienes se integrarán muchas personas intersex o trans (y dentro de poco, las células madres, generadoras de órganos propios, harán maravillas) Seguirá habiendo personas que prefieran definirse por la indefinición de sexogénero. Las personas homosexuales, bisexuales, transexuales, transvestistas, intersexuales, habremos sido el centro de esta transformación, y si en el siglo XX hemos necesitado etiquetas bien diferenciadas, ahora ya no las necesitaremos. 


El amable jardín de la Libertad de Género.

martes, octubre 29, 2013

¿QUÉ REVOLUCIÓN?


Kim Pérez

La revolución es Cambio, palabra grande como el Universo, esperanza para todos los humanos, lo sepamos o no; Olas de la materia (lo que cambia) alzándose y cayendo, con nosotros o sobre nosotros.

En este mundo nuestro, es el eje moral de muchos desesperados antisistema, ansiosos de un mundo mejor, que incluso la mitifican: Llegará un día, no sé cómo, no sé qué, pero la preparamos con nuestras intuiciones. Tiene que haber libertad… tiene que haber igualdad… tiene que haber fraternidad… tiene que haber prosperidad… tiene que haber creatividad… La alegría tiene que llenar el aire…

Esto está claro. También está claro que el poder actual, no ya en manos del capital, sino de las finanzas, desmesurado, muy por encima, enormemente, como sus rascacielos, del poder de quienes vivimos en casas de uno, dos o tres pisos, es también enormemente peligroso, en cuanto controla los medios de comunicación y de información. Frente a él, somos Neo frente a Matrix.

Pero el intento anterior de Revolución, la Soviética, la de la Planificación Económica frente al Libre Mercado, se hundió en 1989, por ineficiencia y error. Entonces, para encaminar las ansias de Cambio, por dónde vamos, cuál es la Revolución que se abre ante nosotros, qué Revolución?

Las olas están ya alzándose delante de nosotros, y como son tan grandes, nos alzan y no las vemos. Mirad alrededor, mirad vuestra rutina, que como es rutina, es imperceptible como el respirar. Es uno de los tres únicos grandísimos movimientos tecnoeconómicos de la historia, la Revolución Agraria, la Revolución Industrial, y ésta, la que vivimos, más grandes que cualquier Imperio, que nace y muere, mientras el cambio sigue, más grandes que cualquier Religión, que son la consecuencia de uno de esos cambios, ante la incertidumbre humana.

Ahora los cambios se están acelerando, vertiginosamente. Estamos viendo delante de nosotros nuevos tipos humanos y nuevas formas de entender y hacer que ignorábamos hace sólo veinte años. Estamos en pleno fragor del cambio. ¡Abramos los oídos, abramos los ojos, abramos las mentes! Los terminales del cambio están en todas nuestras mesas y todas nuestras manos, los ordenadores y los móviles. Sus héroes son individualmente los hackers y masivamente todos los que buscamos datos, nos comunicamos aunque sea virtualmente, y participamos en el cambio radical de la vida que se está produciendo a esta escala planetaria desde hace esos veinte años, un cambio tan inmenso que llena todos los rincones de nuestra existencia material, y cuyas potencialidades están por afirmar… y también entre las personas transexuales que estamos viendo vivir nuestras identidades gracias a la tecnología biológica…

En este mundo nuestro, el poder es conocimiento, o el conocimiento es poder, está en manos de los que saben hacer cualquier cosa, tienen el know how. el "saber cómo". El poder no es bueno ni malo, es poder hacer, depende de lo que se quiera hacer, de lo que se pueda hacer (verbo poder) y por tanto, ahora, depende directamente del conocimiento.

En otras épocas, el conocimiento requerido para tener poder se basaba en unas cuantas técnicas artesanales, que el poder podía comprar con facilidad. Los terratenientes labradores podían alimentar guerreros que conocían las técnicas de las armas, pues con ellas venía el poder.

Luego, el conocimiento requerido fue algo más complejo, pues hicieron falta libros de física elemental (para los parámetros de hoy), para hacer las máquinas que dieron el poder económico y político a los industriales.

Hoy, hacen falta a la vez personas que tengan conocimientos tecnológicos complejísimos y personas que tengan conocimientos históricos más sencillos (como los que estoy explicando) para alcanzar el poder en nuestro tiempo y para entender lo que tenemos en las manos.

Los científicos nos están llevando, mediante complejísimos cálculos, que requieren ordenadores, a otros planetas, pero como no suelen saber de historia, el impersonal sistema los absorbe con facilidad y los compra. Los informáticos, los hackers, como suelen entregarse a sus pantallas y tampoco suelen saber historia, están siendo también comprados por el mismo sistema… Pero unos y otros son los que tienen el poder del conocimiento, del know how, en sus manos… Nadie sabe más que ellos… Nadie sabe cómo se hacen las cosas, fuera de ellos… Pero no saben historia, y por tanto son manejables… Son simples objetos para la construcción de un poder… Pero cuando quieran ser sujetos del poder lo verán materialmente entre sus dedos, dejando que crezca otro… Y entonces dirán “¿para qué?”… y responderá la historia.

miércoles, octubre 09, 2013

Teoría de la Sexuación

TEORÍA DE LA SEXUACIÓN

Kim Pérez

Estoy deslumbrada por la visión pitagórica de la Realidad (“Todo es Número”), que lleva luego a  ver cómo las Matemáticas (la Lógica, las Relaciones), inmutables, son el Modelo de la Materia, mutable (“la materia es lo que cambia” – Mario Bunge)

Lo vemos en cómo la Materia se agrupa por la gravedad en un centro, agregándose en una forma que se parece a una esfera (los astros), pero que nunca llega a esa forma perfecta, matemática, quedándose en un esferoide.

Esto se parece a la distinción de Platón entre Idea inmutable o perfecta y Materia mutable o imperfecta, pero tendente a lo perfecto (idealismo) Y también a la de Aristóteles entre Forma y Materia, pero entendiendo por Forma algo que se parece al Proyecto de un Mecánico o un Ingeniero o Maestro de Obras o un Arquitecto o un Piloto que traza un  rumbo,  y  por Materia lo físico, lo que pesa, el material siempre variable que se trans-forma y se ajusta más o menos al Proyecto, realidad mental, no material, ni siquiera un Plano.

La Teoría, el Proyecto, escinde en el Número Dos la sexuación, y la materia viva sexuada intenta acercarse a ese Proyecto, no siendo dual, sino continua (el continuum de la sexuación), no siendo binaria, sino nobinaria, lo mismo que la superficie de los astros no es una pura esfera, sino esferoidal, y la belleza de los montes y las llanuras se ve siempre transformada por las elevaciones y las erosiones; o las erupciones de gas ardiente acaban por trazar una hermosa curva y volver a la superficie de las estrellas, tendiendo de nuevo a la forma esférica.

Materia y Forma las encontramos en la distinción entre a) la Masculinidad y la Feminidad teóricas, proyectadas para realizar un intercambio de  genes entre los seres vivos, una obra de ingeniería biológica, y b) la Materia viva, que se acomoda en parte a ellas, que la aprovecha además para estimular para la sociabilidad, la convivencia, el placer mutuo entre humanos, bonobos, lobos, tórtolas, etc  (pero no en otras especies)

Esta Materia viva en un principio no estaba sexuada, por lo que la realidad material es siempre un continuo, en el que no hay seres masculinos puros ni seres femeninos puros, sino seres que se masculinizan gradualmente o que se estabilizan en la feminidad primordial y general.


La Teoría es el Proyecto, abstracto, siempre igual, perfecto pero no vital, un Teorema, la Práctica es lo vital, lo singular, lo individual, lo concreto, lo real. Lo más o menos masculino, lo más o menos femenino, lo más o menos intermedio, lo más penetrante, lo más penetrable, lo más activo, lo más pasivo, lo más fecundador, lo más fecundable.

La Teoría es el Plan General, invisible pero pensable, la Práctica es la Materia, visible pero no pensable, sino perceptible, emocionante, como una Música concreta que suena asociada con ella.

Esta dualidad sexuada del estado vivo de la Materia parece una versión más compleja de la dualidad polar del estado físico, electromagnético, de la Materia, con su sistema de atracciones y repulsiones que se invierten en las distancias muy cortas, todo ello presidido  por la Unidad de los opuestos.

Me he equivocado, pero estoy contentísima

Es verdad que soy una persona intersex en mi cerebro. Pero me he equivocado al considerarme como un hombre (sustantivo) feminizado (adjetivo), porque este pensamiento me entristece y me deprime, quizá porque no tenga que ver con mi vida, por lo que tengo que pensar la hipótesis de que sea una mujer (sustantivo) algo masculinizada (adjetivo), lo que enseguida me alegra y me da ganas de vivir.

Pensar esto, aunque sea mucho mejor, choca sin embargo con mis pensamientos habituales, porque mi consciencia parte de mi identidad primera que fue masculina hasta los siete años sin problemas y empezó a sentirse femenina con unos nueve.

Pero la lógica va más allá y me hace ver incluso una posible causa de esta realidad, aunque puede no serlo, ya que ésta sería muy particular mía, y la mayoría de las personas transexuales no han tenido en sus vidas nada parecido.

Pienso que la ingestión de Progynon por mi madre, para hacer posible mi gestación, aunque la detuvo en cuanto supo que me esperaba, tuvo un efecto depot que fue compatible con la androgenación del resto del cuerpo, pero impediría la androgenación de mi cerebro, que sería nula o casi nula durante los primeras semanas o meses, cuando se forman sus capas arcaicas. Por eso permanecería la feminidad básica de todos los humanos y yo sería mujer en esa parte fundamental del cerebro, que no es un órgano más, sino el centro de la vida humana; después, debió de atenuarse el efecto depot y vendría una androgenación que masculinizaría difusamente las capas más recientes de mi cerebro, responsables de mi consciencia y mi identidad, y por eso yo me siento masculina aunque no lo sea.

Como prueba en todo caso de esta hipótesis de unas capas arcaicas formadas sin andrógenos (por lo que sea) y unas capas modernas, más androgenizadas, pero no del todo (por lo que sea) veo que mi sexualidad básica está formada por un deseo de sumisión/protección por un varón, formado por la feminidad de las capas arcaicas de mi cerebro, tan primitivas que son casi animales. Por tanto, son impulsivas, casi inconscientes; este deseo afloró conscientemente por primera vez hacia mis cinco años (1946), avergonzándome por parecerme turbio, lo que recuerdo muy bien; después, con mucha intensidad, con ocho (1949), siendo reprimido también, y de nuevo con extraordinaria fuerza, durante mes y medio, de día y de noche, cuando ya tenía sesenta y nueve años, hacia el 15 de junio de 2010, lo que me permitió una estupefacta constancia crítica de mis reacciones.

Pero sé ahora que estos sentimientos de sumisión-humillación y protección-dominio han sido el centro inconsciente de toda mi sexualidad, la base de mis fantasías y mi afectividad, verdaderamente hetera de mujer hacia el varón, que hace que mi inclinación hacia la mujer no tenga su fundamento en los niveles profundos de mi personalidad, sólo en los superficiales, lo que le quita definición, intensidad y constancia, aparte de momentos de fuerte rechazo físico.

Estos sentimientos primitivos son compatibles con que la racionalidad de las capas superiores de mi cerebro me haga desconfiar de ellos y yo sea en la práctica, a nivel consciente, una persona bastante rebelde, muy independiente, sabiendo que “no me gusta mandar ni que me manden”, sobre todo cuando observo críticamente esta tendencia en mí, que sin embargo, existe. Las personas podemos no hacer caso de nuestros instintos.

Otra prueba de toda esta realidad es que yo le parezco más femenina a las otras personas que a mí misma. Ellos ven mi manera de ser en general, mientras que yo estoy limitada por ver sobre todo mi parte consciente, que es más masculina, aunque más superficial.

martes, septiembre 17, 2013

Recapitulación



Expongo aquí el análisis que me parece que he terminado por ahora, ¡a los 72 años!, poniendo en orden los motivos de mi transexualidad. He tardado tanto, porque todo empezó siendo muy confuso, los primeros asomos con unos diez años, todo mucho más fuerte desde mis trece o catorce años, hacia 1954, y  he tenido que analizarlo sola, porque cuando empecé, ni siquiera existía la palabra transexual. He tenido que ser autodidacta, pues en aquel tiempo, como la angustia me produjo una reacción obsesiva,  se iba a psiquiatras que me dieron medicamentos, que no me sirvieron, pero no he ido nunca a un psicólogo, para poder hablar, que era lo que yo necesitaba. Eso ha tenido en cambio la ventaja de que me ha permitido descubrir muchas relaciones de unas cosas con otras por mí misma, alguna de las cuales puede ser útil para otras personas y por eso lo pongo aquí.
Lo he escrito en algunos puntos. El 0 trata de mis ideas generales sobre la sexualidad, pero no lo pongo porque no trata de mi vida personal.  Los otros se refieren a mi manera particular de ser transexual, muy biológica, aunque las personas transexuales somos tan distintas, que no pretendo que sean válidos para todas, sólo para quienes se reconozcan algo en lo que cuento.

 =0. La sexuación sirve para la reproducción de las especies y, en las sociales, para fundamentar  la sociabilidad. Los sexos se forman mayoritariamente por un flujo androgénico diferencial según XX y XY (o X0 y otras variantes minoritarias), durante la edad prenatal. El conjunto de los flujos en cada ser individual es abierto o difuso (Zadeh: notado por un “más o menos”, no por un “sí o no”) lo que genera diferencias que se pueden llamar de hipo- o hiperandrogenia individual en relación con la media de cada conjunto; estas diferencias actúan como conducta.
La hipótesis de McLean de los tres planos cerebrales, genera diferencias  más sutiles, si se verifica la hipótesis que planteo de que la androgenación de cada plano puede estar diferenciada.
En los humanos, la realidad individual genera la identidad de sexogénero, que puede formarse o biológica o conceptual/afectivamente (como supongo), y que admite los matices que se deducen de lo expuesto. Mientras que, en el futuro, la hipo- e hiperandrogenia prenatales podrán prevenirse, los sentimientos serán personales y biográficos, y por tanto imprevisibles.

=1. Soy XY, según mi cariotipo, con acentuada hipoandrogenia individual, hasta ser casi intersex,  pero identidad masculina. Mi hipoandrogenia individual puede ser por otras razones, pero la atribuyo a que mi madre tuvo que tomar Progynon ¿Depot?, recién creado en 1940, para evitar la serie de abortos que sufría por matriz infantil (se casó con 19 años) Lo suspendió en cuanto supo que me esperaba, pero el efecto depot debió de influir en la formación de mi cerebro. Como ella valoraba en su vejez, “pero estás vivo”. Tengo una sexualidad arcaica, la primera que se forma, que es animal-femenina, expresada en el deseo de sumisión hacia el varón, la escasa intensidad de mi deseo hacia XX, mi fuerte inadecuación a los genitales masculinos, y mi temperamento introvertido y sensitivo, a la que se superpone una afectividad moderna de tipo masculino (identidad, algunas preferencias de género, no todas), formada después, cuando se supone que ya no funcionaba el efecto depot.

 =2. Mi hipoandrogenia individual tuvo consecuencias afectivas que fueron imprevisibles, dado que mi padre era muy androgénico (militar, piloto, cazador, jinete, futbolista, que cuando nací, escribió con entusiamo: “¡Es un atleta!”) Con tres años, me enseñó a leer y se volcó en mí, recuerdo que jugaba conmigo, me compraba juguetes, hasta mis primeros libros troquelados, pero después debió de ver que yo no era como esperaba;  al mismo tiempo sentí un éxtasis o adoración por la belleza de mi madre, a la que veía como afín a mi pelo negro y suave, mis ojos oscuros (“¡Qué niño tan guapo, qué lástima que no sea una niña!”, dijo una señora) Admiré a Walter, un niño alemán uno o dos años mayor que yo por el libro que tenía con desplegables y por su seguridad: fue mi primer Hermano Mayor, alguien que podía enseñarme más de la vida, como luego lo vi en Philippe. .

 =3. Desde los siete años (descubro ahora que quiero a quien me quiere, y no quiero a quien no me quiere), ante unos compañeros a los que era indiferente,  me fui haciendo poco a poco muy andrófobo. Me parecían feos, desagradables y antipáticos. Respetaba mucho a los hombres mayores que me protegían, sigo guardando con mucho cariño la memoria de los que fueron afectuosos conmigo, pero no fueron suficientes (“Soy lo contrario de un homosexual”, me dije, hacia los quince años, porque tenía aborrecidos a la mayoría de los varones de mi edad)

 =4. Con ocho años, el pavor a un posible ataque de un compañero, generó en mí una fantasía de sumisión (yo era un esclavo), que puede ser entendida como prueba de una cerebralidad arcaica de tipo femenino. Un día me fijé en mi órgano genital, que me pareció insignificante, ahusado, gracioso, que servía sólo para hacer pis, un líquido limpio, que le hacía no merecer un pudor especial. Poco después tuve una operación de fimosis ¿o hipospadias glandular, señal de intersexo leve? (anestesia con éter, una noche en el sanatorio, una semana de cama); que después me hizo parecer el genital feo por primera vez.

 =5. Con nueve o diez, llegué a desear haber nacido niña, para estar libre de mi colegio de niños.  Lloré viendo “Capitanes intrépidos”, porque un niño muy parecido a mí caía al mar y era recogido por el patrón de un pesquero que lo trataba con cariño paternal. Con once o doce, fui dándome cuenta también de mi ambigüedad, sabía que mis movimientos eran lánguidos, era muy nostálgico, y todo eso me gustaba.

 =6. La pubertad de unos compañeros que no me querían, me produjo rechazo; exasperó mi androfobia o mi repulsión a los varones y a los genitales masculinos, sentidos como incompatibles conmigo. Este “no quiero ser hombre” sigue siendo el principal de mis sentimientos,  hasta el punto de pensar que me hubiera operado con gusto, aunque no hubiera podido cambiar de género, con tal de ver mi cuerpo libre de ellos. 

 =7.  Ante el vacío afectivo de que mi imagen de varón adulto fuera desagradable para mí, encontré con doce y trece años el  Deseo de Fusión con la Imagen de la Mujer en el Espejo, que respondía a mi ansia de ser valorada, admirada, querida, por mi padre y mis compañeros; travestida,  ansiaba que un hombre me viera, para que confirmase con su admiración mi existencia como mujer; era un sentimiento que me daba por fin una imagen agradable.  Pero se unió enseguida con una reacción hetera, pero reflexiva, vuelta sobre mí, que la erotizó enseguida,  contra mi voluntad (como Charlotte von Mahlsdorf, “Yo soy mi propia mujer”), lo que no me gustaba nada y me culpabilizaba, aunque necesitaba esa imagen.  Este sentimiento fue durante años el  mayor motor de mi transexualidad, hasta que casi desapareció con la hormonación y sin embargo seguía lo fundamental,  “no quiero ser hombre”. Tuve un gran alivio, aunque  sigue siendo estimulante hoy, cuando me veo en un espejo (o una foto), lo mismo que sería depresivo verme como hombre.
[16.IX.2013. Siempre he visto el Deseo de Fusión con la Imagen de la Mujer en el Espejo, propio de muchas trans,  como un narcisismo, pero leyendo ayer a Gerald Schoenewolf, “Gender Narcissism…”, 1996, visión psicoanalítica renovada, descubro con sorpresa que puede ser un narcisismo cruzado. Por lo que se refiere a mí, es como si yo sintiera en el fondo a los varones como el “otro sexo”, porque algunas de mis reacciones son análogas a las de mujeres narcisistas de género (término de Schoenewolf):  dividirlos en hombres malos, en general los heteros (agresivos), y buenos, en general los homosexuales (comprensivos); agresividad hacia los hombres e idealización moral de las mujeres; creer yo, en mi adolescencia, que todos  los hombres querrían ser mujeres y, conforme con Schoenewolf, sentir vagamente que los genitales masculinos en general no son necesarios, lo contrario del temor masculino a la castración; la visión de los genitales masculinos como feos, desagradables o temibles. Sólo que Schoenewolf lo ve como severa envidia de la masculinidad, del papel masculino, y yo tenía todo eso, y no lo quise; su significado más obvio no es por tanto el de envidia, sino el temor por la agresión masculina. Y afirma un profundo sentimiento en mí ¿en nosotras? de afinidad con las mujeres agredidas (que en respuesta son narcisistas de género) y desafinidad con los varones, aunque en otro plano los deseemos]

=8. Otra manera de ser valorado,  que no tenía ninguna dimensión sexual, me llegó al ver “El Príncipe estudiante”, en la que el heredero de un pequeño Reino, que estudiaba de incógnito en Nürenberg, era descubierto y despertaba aquel aura de admiración que yo tanto necesitaba. Empecé a fantasear con ser un Príncipe. Un Príncipe, no una Princesa. Entonces nació mi pasión por la Genealogía, por si podía yo ser de verdad algo parecido a un Príncipe, aunque todo fuera una fantasía, pero una fantasía útil; pero entonces todo quedó frustrado. Pero ya con 50 años, el 20.II.1992, una llamada del genealogista  Jorge Valverde Fraikin me comunicó para mi sorpresa  y encanto que éramos descendientes lejanos de los Moctezumas!
Como hubo una alternativa entre dos medios de autoafirmación (Fusión con la Imagen de la Mujer y Sueño de Ser un Príncipe), ¿qué me hubiera pasado si lo hubiera sabido con catorce o quince años? Creo que me hubiera dado un papel de género masculino más equilibrado, aunque fuera (casi) una fantasía, pero no hubiera resuelto mis problemas de sexo (biológico): la debilidad de mi preferencia por la mujer y mi extrañeza y repulsión ante la genitalidad masculina.

=9. Me autorreprimí, especialmente desde 1973 hasta 1991. Intenté centrarme en las cuestiones sociales (deber), pero no conseguí nada, pese a luchar de mil maneras. Me fue dominando la fantasía, sola forma de expresión, mi vida era sombría, vacía e inestable,  me vi cerca del vacío o la muerte. “Sólo la Realidad puede salvarme; aunque el mundo se hunda”. Desde entonces, como prueba del valor de lo que digo, soy una persona equilibrada y estoy contenta de haberme operado, sólo inquieta por el valor moral de lo que he hecho; no lo siento como una mutilación, sino como una adecuación; no me quita ninguna función que yo desee.  El 18.VII.1991 fui por primera vez a hablar con un médico para seguir adelante, el 15.IV.1993 empecé a hormonarme, el 5.I.1995 me operé.


=9. Lo que puedo sentir con la parte arcaica de mi mente es que la sexualidad básica que afloró por primera vez hacia los cinco años, algo desvaída, y después con toda precisión con ocho (la fantasía de ser esclavo de un amo), era sumisa “y” ansiosa de protección, es decir  femenina,  (como correspondía a la falta de androgenación de los primeros meses de mi gestación) Pero después de aparecer en mi conciencia, fue la misma parte moderna de mi mente, racional, controlada, algo más masculina, la que se avergonzó de mi sexualidad y la reprimió bajo toneladas de silencio, dejándome toda mi vida sin erotismo, hasta que de pronto emergió, como deseo apasionado de sumisión erótica y protección por un varón muy poderoso, hacia el 15 de junio de 2010… Demasiado tarde, pero no para que yo lo supiese y sacase las consecuencias: en la parte más honda de mis sensaciones soy una mujer y eso sostiene toda mi transexualidad, de manera independiente de mi identidad y otras reflexiones  de mi mente racional.                                                    

domingo, julio 28, 2013

Nosotroas


NOSOTROAS

Por Kim Pérez


Comparar las historias de dos personas transexuales permite establecer un método científico mínimo, viendo cómo se superponen, y comprobando lo que encaja y lo que no encaja, las coincidencias y las  diferencias.

Aunque no se pretenda generalizar a todas las personas transexuales, este método me ha permitido una primera comprobación: la hipoandrogenia,  común a muchas personas XY que no son transexuales, resulta también un elemento común en las dos personas XY transexuales que nos hemos comparado.

Llamo hipoandrogenia a la todavía sólo hipotética menor androgenación cerebral en la edad prenatal. Como se sabe, un embrión ambivalente (dos mamas y un tubérculo genital) recibe un flujo de andrógenos que puede ser menor o mayor (en un conjunto difuso); si es bajo, permanece en una forma femenina, que es básica; si es intermedio, puede generar intersex, visibles u ocultos; si es alto, genera una forma masculina.

Puede formularse la hipótesis de que la intersexualidad también puede darse en el cerebro; ya Schwaab, Gooren y ahora Guillamón, con sus equipos, están probando que los cerebros de las personas XX transexuales son iguales que los masculinos y los de las personas XY transexuales, parecidos a los femeninos (los cerebros femeninos son poco androgénicos; quizá en cuanto aumenta la androgenación, aunque sean todavía parecidos a los femeninos, ya no serán iguales) También creo que se puede tomar en cuenta la hipótesis de MacLean acerca de la existencia de un plano arcaico del cerebro, uno medio y uno moderno, para postular una androgenación diferenciada de esos planos, responsables por orden de los impulsos, los sentimientos y los conceptos: quizá una misma persona pueda ser más femenina en sus impulsos y más masculina en sus sentimientos… intersex cerebral al fin y al cabo.

La hipoandrogenia cerebral causaría introversión, frente a la extraversión de las personas XY más androgenizadas;  pasividad, frente a actividad; no combatividad, frente a combatividad… En concreto, y por ejemplo, gusto por la lectura, o por la red, por las actividades solitarias y apacibles, frente al intenso gusto por las actividades corporales, por las peleas y deportes de competición, propio de las personas más androgenizadas. Pero no se excluyen otras dimensiones, como el interés por la exploración o por los vehículos, de sentido fálico, generalmente masculino, aunque más contemplativo que el interés práctico por la velocidad, la fuerza, la actividad, más androgénico.

Las preferencias suelen tener un aspecto segmentado: sobre un fondo más femenino, existen parcelas relativamente masculinas. En momentos de ira reactiva, suelen concitarse los recursos masculinos, que aparentan una manera de ser definidamente masculina, que no es real. En los sueños de muchas personas XY transexuales, suele aparecer una identidad masculina, que expresa la primera identidad. A la vez, suele haber más interés por la conversación, por el análisis de los sentimientos, por los sentimientos mismos, el arte, la música, que en las personas XY varoniles, en las que esta manera de ser se desborda.

Sin embargo, como decía, la hipoandrogenia por sí sola no explica la transexualidad, porque es común a muchas personas XY que desarrollan vidas homo- o heterosexuales, sin cuestionarse su género ni su sexualidad.

Hace falta algo más, y en las dos historias que he comparado lo he encontrado en el valor del la Imagen de la Mujer en el Espejo. Se llama así porque es una imagen física o bien conceptual de sí como mujer. Puede haber existido desde siempre o bien haberse formado en un momento determinado. Pero es una imagen que al verse, te dice: “Yo soy así” o “Yo quiero ser así”.

En los dos casos, mirarse en el espejo y ver una Imagen de Mujer, es tranquilizante, y es el momento en que la persona XY  pasa de una hipoandrogenia difusa a la transexualidad. Es esperanzador.

El espejo por cierto puede encontrarse en un escaparate, o en la propia sombra, o en una fotografía. También en los ojos y las palabras de los demás, cuando nos ven afirmar nuestra afinidad XX/diferencia XY y nos lo dicen. 

O bien la persona XY transexual nunca ha tenido una verdadera imagen masculina de sí, y entonces esa imagen es la de la propia verdad, liberadora, que le da la forma que necesita ver que es la suya;  o bien ha tenido una imagen masculina hipoandrogénica, pero necesita definirla, porque la identidad hipoandrogénica no tiene forma en  nuestra cultura social, y entonces descubre que puede superponer sobre la propia imagen una  Imagen de Mujer, que le dará la forma del cambio, de la necesidad del cambio.

En el primer caso, la persona XY transexual encuentra su imagen, sencillamente; cuando puede identificarse plenamente, de arriba abajo, desde siempre, desde que recuerda sentimientos, preferencias, juegos, con esa mujer a la que ve, puede decir que “soy una mujer como otra cualquiera”.

En el segundo caso, se trata de dos imágenes superpuestas. Una, la propia, la de un muchachillo XY hipoandrogénico que no ha podido identificarse con las personas XY varoniles y a quien esa identificación social obligatoria le puede llevar hasta la androfobia: “Yo no soy como tú! Yo no quiero ser como tú! Yo no quiero que me confundan contigo!”; la  otra imagen, es la de la Mujer que le da una imagen diferente, fascinante, le abre una puerta hacia mayores afinidades, pero que también puede sentir con otras personas XY hipoandrogénicas.

Aquí la eficacia de los hechos biológicos previos, la “tierra fértil” de la que habló Harry Benjamin, que son condicionantes pero no determinantes, cede el paso a hechos de conocimiento, a abstracciones conceptualizadoras, que se pueden llamar biográficas.

Creo que la transexualidad es un hecho identitario, que colma el vacío generado por la autocomprensión de las personas XY hipoandrogénicas, cuando es lo bastante intensa para sentirse más afín con las personas XX de baja androgenación, y muy diferente de las personas XY de alta androgenación.

Este hecho puede producirse en distintas edades, en una de las personas comparadas hacia los tres o cuatro años, en la otra hacia los nueve.  Como hecho identitario, es una simple constatación.

Sin embargo, al llegar la pubertad, puede erotizarse de manera secundaria, si la hipoandrogenia ha formado también una ginefilia más o menos intensa. Esta secundariedad no ha sido percibida por el Doctor Ray Blanchard, seguido por la Dra. Anne Lawrence, transexual, que han considerado la transexualidad ginéfila como inducida primariamente por la sexualidad ginéfila, lo que haría de ella una simple parafilia.

La prueba de que no lo es, se encuentra, en los dos casos comparados, cuando después de la hormonación y del consiguiente descenso de la libido, la Imagen de la Mujer en el Espejo sigue vigente en su fuerza identitaria, aunque desciende del todo o casi del todo su intensidad erótica.

Las edades en las que se llega a la comprensión de la afinidad XX/diferencia XY tienen gran importancia en la dinámica vital de los años siguientes.

Cuando se produce muy tempranamente, hacia los tres o cuatro años, según he comprobado con muchas otras historias, el desarrollo del yo coincide con los hechos de género cruzado, de acuerdo con la tendencia infantil a priorizarlos y a ignorar o minusvalorar los hechos genitales; si hay alguna comprensión de la relación sexo/género puede haber también un deseo de liberarse de los genitales (por evolución natural o por un milagro)

Según la persona va comprendiendo las dificultades sociales que puede ir encontrando, su yo todavía débil se encierra a la defensiva, e intenta estrategias de masculinización, que pueden llegar a una hipermasculinización en juegos y actitudes, deseando ser aceptada.

Al cambio de algún tiempo, los cambios impuestos pueden creerse propios y espontáneos, siendo preciso después un profundo análisis para deshacer esas superestructuras.

Porque así empieza lo que he llamado una “fase larga de negación”, porque puede durar años o decenas de años, hasta que el cansancio por mantenerla o la fuerza de la propia identidad se imponen.

Cuando la comprensión de la afinidad XX/diferencia XY sobreviene más tarde, o más gradualmente (desde los 7 años a los 9 en la otra historia comparada, ya en la preadolescencia), la identidad se percibe no como un hecho básico de un yo todavía débil, que la sociedad pone en peligro, lo que requiere obedecerla, sino como una ruptura con la identidad anterior, que ya acompaña a un yo suficientemente formado como para defenderla de la sociedad.

No hay por tanto fase larga de negación, aunque las turbulencias de la pubertad pueden generar fuertes sentimientos de culpa sexual que den lugar a otras “fases cortas de negación”, que han sido llamadas también, gráficamente, “purgaciones”.                           

Este cuadro pone también de relieve que otros hechos que pueden ser relevantes individualmente no lo son en este conjunto de dos historias. Pienso en particular en la relación con los padres,  porque pueden darse de una forma o de la contraria, e incluso con igual intensidad o no.

Si no son perfectamente superponibles en ambas historias, es que no son causa de la transexualidad, sino más bien una consecuencia, derivada de la afinidad XX/diferencia XY. De hecho, en las personas XY transexuales se dan todas las posibles relaciones con los padres: adoración, cariño o aversión por la madre, nostalgia o rechazo del padre… No es posible formar un modelo único de relaciones que fueran “transexualizadoras”, no existen como causa.








sábado, julio 20, 2013

Yo


ANTES DE QUE YO FUERA CONCEBIDO

Hay un hecho, anterior a mi gestación, que pudo ser decisivo para mi vida. Mi madre estaba perdiendo un hijo tras otro, por matriz infantil, hasta que el Dr Gálvez Ginachero le prescribió Progynon, recién creado. En cuanto supo que estaba esperándome, a fines de junio de 1940, mi madre lo detuvo. Pero es posible que tuviera un efecto depot, antiandrogénico, más intenso en las primeras semanas o meses, cuando se forman los planos arcaicos del cerebro y los medios, menos intenso en los siguientes, cuando se forman los modernos. Este hecho explicaría las particularidades de mi sexualidad, nada masculina en los planos arcaicos y medios, masculina difusa en los modernos, orientados a lo personal.

LA BELLEZA

Bubi

No me acuerdo de ese nombre; me lo dieron tía Paloma y tía Lourdes recién nacido, felices con su primer sobrino. Me veo en las fotos: carita redonda, piel atezada, pero ojos decididos, de niño.

Kakín.

Kakinillo. Sí me acuerdo.

Un recuerdo preciso, pero sostenido por una foto: poniéndome un pelele (cerrado en los muslos, abullonado, con peto y tirantes cruzados en la espalda, de color azulado suave) Me gustaba. Tía Paloma cogiéndome en brazos y subiéndome sobre el estante que formaba parte del armario del cuarto segundo de casa de los abuelos, después de las escaleras.

Andando a gatas, que me encantaba, por la espesa alfombra del hall de la casa.

No tengo ningún recuerdo de mi madre por entonces!

El primero, un poco después, en una fiesta en casa de los abuelos. Yo estaba acostado sobre la colcha de una de las dos camas del primer dormitorio del piso de arriba. Mis piernas caían dobladas sobre los pies de la cama. Mi madre, desde aquel lugar, se inclinó sobre mí para besarme. Me dijo “¡Mi carita de luna!”. Lo sentí como una prueba maravillosa de amor y a la vez como si se permitiera una licencia, de un momento, por lo extraordinario de la situación. Yo tenía unos dos años.

De este recuerdo no hay ninguna foto que me lo haya hecho fantasear. Su precisión la veo en otras fotos, en cuyo reverso pone 1943; tenía yo dos años. Estoy muy guapo: cabello negro, en grandes ondas, grandes ojos oscuros, rasgos finos, boca suave, entreabierta, como asustada o resuelta. Tengo en las manos un muñeco que me dio el fotógrafo: era de goma blanquecina, sucia, un gorro de azul descolorido, un calzón quizá rojizo, desagradable. Esto es mi preciso recuerdo.

Luego nos fuimos al chalet. En su jardín, un gran ciprés. Mi padre tenía en su torre abierta unas colmenas.  Sacando la miel, que chorreaba de los panales, entreverada con pedacitos de cera.

Su ordenanza, un soldado que se llamaba Reyes, junto a la verja de entrada, que estaba en un ángulo del jardín, entre enredaderas.

Al lado, en la misma calle sombreada por grandes plátanos, la casa de las Cuadrado, cariñosas, amigas de tía Paloma.  Teníamos una foto, desayunando Marita y yo, en una mesa grande, al sol, justo delante de la fachada que daba a la nuestra, con ellas y su hermano Joaquín, un adolescente sonriente.

Y después, a Madrid. Los topes de los vagones de mercancías, en los viajes nocturnos. Los grandes tubos por los que salía el agua para las locomotoras. En uno de los viajes, vimos los haces de luz de los reflectores, moviéndose lentamente ¿Estaba acabando la II Guerra Mundial? Desde nuestra casa, me gustaba oír los lejanos silbidos de las locomotoras, también de noche.

No es raro que uno de mis primeros sueños tuviera relación con este tema. Estaba yo en un grandísimo hangar, en la parte de arriba, entre sombras, y mirando hacia abajo, veía una gran locomotora negra, muy iluminada por focos, rodeada de muchos mecánicos negros y minúsculos, como hormigas. La locomotora estaba en un foso, que se cerraba en torno a ella, e inmovilizada. Veo hoy en este sueño el símbolo fálico y una premonición de mi futuro…

La prosa de la clase media. Nuestro piso, en un quinto o algo así de un escuálido bulevar, de paseo central de tierra. Enfrente, desde nuestra terracilla, en las noches de verano, las fachadas negras y las ventanas iluminadas de enfrente.

Una señora que vino de visita: “¡Qué niño tan guapo! ¡Qué lástima que no sea una niña!” No me ofendió, pero me impactó y no se me olvidó. Quizá fuera también premonitorio.
                                 
Mi padre me enseñó a leer con tres años, en cartillas con grandes letras cursivas. Me trajo algunos libros infantiles, de cartulina troquelada. Tenía gran confianza en mi capacidad. Pero poco a poco se fue alejando de mí, a la vez que se encerraba en sí mismo y sus cálculos.

Las comidas rutinarias, en aquellos años de escasez: los fideos, las sopas de ajo, las gachas (peor aún) Yo protestaría.

Mi padre: “Ven, que te voy a pintar tu escudo”.

Me dio la impresión de que iba a tener una revelación sobre mí!

Me acerqué, me subió en sus rodillas. Dibujó el contorno. Luego, el interior: un ovillo de fideos.

Me sentí burlado.

Una mañana de sol, en el cuarto de ellos, mientras las muchachas lo arreglaban. Mi madre cantando, con voz suave:

“Cuando yo te dije adiós en la ventana/ pienso en mañana…”

El sol, mi madre, el amor del que hablaba.

Mi madre pintó después, con acuarela, dos veces, un escudo de armas de verdad, el de la familia Marchesi, en papel muy fuerte. Habló algo de pintarlo en el pergamino de la pantalla de una lámpara.

Mi padre seguiría alejándose de mí.

A Marita le dije, con unos cinco años:

“Mamá me quiere a mí y papá a ti”. Había el consuelo de la justicia, pero también amargura; papá no me quería. Y sentido de la naturaleza: madre e hijo y padre e hija, que no dejaba de agradarme.

También había un sentido medio inconsciente: Mamá y yo éramos guapos, estábamos unidos por la misma clase de belleza. Marita y papá eran menos guapos.

Papá y mamá eran huidizos. A menudo, salían por las tardes, al cine, a exposiciones, dejándonos con las criadas. “ ¿A dónde vais?” “A contar los frailes”.

Pero papá cumplía con su función de educador moral, en el bien y el mal. En el comedorcillo, por las tardes, pintaba, copiando unas flores barrocas. Un día, yo rompí algo, sin querer. “¿Quién ha sido?” “Yo” “¿Pues no ves? Por haber dicho la verdad, no te voy a castigar”.

Aquella frase, que he saboreado mil veces, consagró mi tendencia a decir la verdad.

Mamá usaba gafas de sol graduadas, incluso en casa. Hacían lo que hacen las gafas de sol: aislan. No me gustaban nada.

Marita, actualmente: “Tenías adoración por mamá”. Quizá la añoraba, extremadamente.

Tenía cosas encantadoras. Una pluma estilográfica muy característica, que retraía el plumín, bajo una capucha plana. Una maquinita fotográfica en miniatura, que hacía fotos poco más grandes que uñas. Y una pistolita de mujer, de verdad, con las cachas doradas, herencia de los peligros de la guerra…

Papá era aviador, y me enorgullecía. Una mañana, en el bulevar, “debajo de los árboles”, oí pasar un avión, y le saludé con la mano, sabiendo que no podía ser el suyo: “¡Adiós, papá!” Quería presumir delante de los niños hoscos, que jugaban por allí, a quienes temía y no me gustaban.

Un día me trajo un avioncito de alas de papel reforzadas por bordes de madera de balsa, con una gran hélice, dos largas patas para las ruedas, que volaba de verdad, accionada la hélice por un resorte de goma. Era alemán (debía de ser antes de 1945, yo con unos cuatro años) y tenía una fuerte caja de cartón gris, cuadrada, con una ilustración pegada que lo representaba, en colores a tono, volando de noche, entre nubes, a la luz de la luna. Me encantó, pero mi padre, temiendo que lo rompiera, no me lo dejó y lo puso sobre su armario. Con su aislamiento, no volvió a pensar nunca en él y no lo tuve nunca más.

En Madrid, en 1946, vivían en el piso de al lado nuestro unos judíos alemanes (a quienes  mi madre les alquiló una habitación cuando vino tío Manolo unos días a vernos) y arriba, otros alemanes refugiados. Una tarde subimos unas horas a hablar con  éstos y yo me fui a jugar con  Walter, algo mayor que yo, que me asombró por ser dueño de un libro con ilustraciones desplegables, que desplegó ante mí. Como además era seguro y firme, resultaba más fuerte que yo, más sabio o poderoso que yo, algo que yo necesitaba (aunque lo encontraba algo despectivo) Pero personificó lo que luego he llamado un posible hermano mayor. Mi relación con él duró quizá media hora pero no se me ha olvidado.

Más adelante, quizá ya con unos seis años:

Tía Paloma y tía Lourdes hablando con Marian, su prima, por la tela metálica entre las dos casas, donde se podían poner cerca,  unas sentadas y ella de pie al principio de la escalerilla.

Alegría del sol, del gran macetón de hojas carnosas, que delimitaba aquel rincón, de su juventud (tenían entre quince y diecisiete años más que yo)

La hamaca (balancín) del jardín,  entre sol y sombra de los plátanos de Indias, con sus grandes hojas transparentando la luz. El suave balanceo. Tía Paloma haciéndose las uñas con acetona.

De cuando en cuando irrumpía en la casa tío Manolo, que ya estaba casado. Una presencia masculina, invasora, desagradable. Lo único que me atraía era su auto biplaza, de silueta cuadrada, pero cabina corta, pintado de azul cobalto.

En cambio, veía a veces en la casa de al lado a tía Blanquita y su marido, Carlos Roiz de la Parra, delgado, muy atildado, vestido de claro, con un pañuelo doblado en el bolsillo de la chaqueta. Me recordaba a Fred Astaire. No era desagradable.

Veranéabamos en Almuñécar, donde yo descubría maravillas, en soledad. Me levantaba el primero, a las siete, solo, para sentarme en el porche y ver a los pescadores sacar el copo. Veía el sol, todavía bajo, sobre el mar.

Veía también al cabrero traer las cabras por encima de la playa para ordeñarlas para los veraneantes.

Y un verano, durmiendo la siesta, con el sol entrando por una ranura de la contraventana de metal, vi con arrobo cómo en la pared se proyectaban, luminosas, las imágenes de quienes pasaban por fuera, boca abajo,  pues se formaba una cámara oscura.

Empezaron a fascinarme los barcos que veía muy pequeñitos, casi nada, en el horizonte, símbolo de la libertad, pues venían de cualquier parte e iban a cualquier parte (de Este a Oeste)

Y los pesqueros, con una cabina para el timonel, que se sacaban a tierra por las noches, con un cabrestante, que giraba con grandes palancas de madera, y tirado por muchos marineros.

En el porche, hacía con grandes corchos rectangulares encontrados en la playa, barquitos como ellos, cortándoles las puntas con un cuchillo, poniéndoles mástiles de caña y atándolos con cordones blancos brillantes de los ovillos de crochet que usaba mi madre.

Una tarde, me fui a botar uno a la desembocadura del Río Verde, algunas charcas llenas de renacuajos, entre cañas. Disfruté viéndolo flotar.

Una mañana, al levantarme temprano y el primero,  vi fondeado a unos cien metros de la playa un barco de guerra de verdad! Se distinguían los tubos curvados de los respiraderos, la toldilla cubierta, los salvavidas redondos en las barandillas, los ojos de buey del casco, la chimenea…

Era el Cánovas del Castillo, un modesto cañonero. Pero la gente quedó tan maravillada como yo, y empezó a organizar travesías en barca para verlo de cerca. Después de comer, fuimos mi padre, el abuelo Manuel, tía Paloma y yo, radiantes. Dimos la vuelta por detrás y fue frustrante que no pudiéramos subir.

Mi padre también una noche se puso a hacer una cometa, su gran pasión, con papel de color y una armazón de caña, sólidamente atada. Al día siguiente, la echó a volar en la playa. Le ayudé un poco, sintiendo la tensión del cable, que casi cortaba, en mis manos.

Llegué a sentirme amigo de dos hombres, porque había hablado alguna vez con ellos: el Gato, un marinero viejo, delgado, menudo, de los que sacaban el copo (que solían ir descalzos por el pueblo, con llagas en los tobillos, que no se cerraban por el agua de mar), y Eduardo, el fotógrafo de la playa.

En resumen, una vida arquetípica de niño tranquilo, hipoandrogénico (a quien le gustaban locomotoras, aviones, barcos), muy solitario, en el medio de casa de los abuelos, acogedor y femenino (tía Paloma, tía Lourdes, Marian, tía Blanquita, las Cuadrado, Lein, las muchachas, la abuela, sólo el abuelo, tranquilo también y muy educado, leyendo el ABC y Novelas y Cuentos), en el que los hombres eran los otros, los extraños (tío Manolo) No es que imitara a las mujeres, sino que mi punto de vista, mi perspectiva, era la de ellas, segura y agradable.

Ansiedad ante mis padres: deseo de ser querido por mi padre, que se mantenía lejos, y adoración ante mi madre, sin embargo fugitiva. Por tanto, inestabilidad sexual y emocional.

LA FEALDAD

Con siete años, al prepararme para la Primera Comunión, en el Colegio de las Monjas del Sagrado Corazón, me enfrenté por primera vez con varones de mi edad.

Fue desagradable, sentí una fuerte antipatía intermasculina por mi parte, y a ellos indiferentes y lejanos.

Recuerdo a un muchachillo alto, rubio y altanero. Ojos muy azules, claros. Distante. Esa distancia fue lo que despertó más hostilidad en mí. El día de la Comunión llegó con un traje con una gran gola de encaje, que contrastaba con el sencillo traje de marinero de los otros. 

Otro, más menudo, era muy moreno. Lo asocio con el anterior y me resulta por eso tan antipático como él. Era sobrino de una amiga de mi madre.

El tercero, grande e ingenuo, me es más soportable. 

Ese último día se incorporaron otros dos niños, mucho más agradables, y no puedo definir por qué. Quizá porque no sentí hostilidad implícita en ellos, sino más cordialidad.

Pero tengo claro que los varones me resultan, en principio, desagradables y que siento ante ellos una antipatía básica, un rechazo que a su vez es masculino.

Eso fue en mayo. En octubre entré en el Colegio de los Escolapios, masculino, rudo. No sé por qué, pero la entrada fue traumática para mí. El Padre de Paca, la portera de casa de los abuelos, tuvo que llevarme varios días a rastras, yo llorando y retorciéndome.

No sé qué pasó, porque ya estaba preparado por la temporada que pasé en el Sagrado Corazón. Debí de encontrarlo todo inhóspito, en aquella clase donde nos amontonábamos, y el profesor, el Padre José, era un sevillano expansivo, con la sotana abierta por el cuello, descuidado por tanto, que nos ponía en círculo, para tomarnos la lección, adelantando o retrasándonos, lo que recuerdo que me angustiaba, porque me sentía inseguro en Aritmética.

La clase tenía un olor pesado, a niño o a goma de borrar.

Hacia diciembre, un niño que era paralítico, y se defendía difícilmente, estaba una mañana triste, porque había muerto su abuela. Era temprano y era de noche aún, las luces de la clase encendidas y no había llegado mucha gente. Era la primera vez que me encontraba con la muerte.

Algo oficiosamente, me encontré en el caso de preguntarle:

-¿Ha muerto tu abuela?

-¡Déjame!, respondió con rabia.

También por primera vez vi la aspereza de los varones, aunque tuvieran siete u ocho años. Creo que rompí con ellos. Por eso debí de sentirme solo y triste, y sería visible. El Padre Pío, profesor de la clase siguiente, que era joven y alto, con su larga sotana, debió darse cuenta, porque una mañana de sol, en el recreo, me preguntó cómo estaba. Fue nada más que un cuarto de hora, pero se lo agradezco y me enternece desde entonces.   Creo que mi actitud ante los hombres depende de su actitud hacia mí.

Todo debía ser visible para los escolapios, que fueron afectuosos conmigo. El Padre Fidalgo, el Rector, alto y espiritado, un poco el tipo de Pío XII. Me sentí obligado a agradecérsele, escribiéndole la letra de la canción de Gilda: “Amado mío/ te quiero tanto/ no sabes cuánto/ ni lo sabrás”. Alguien en casa, a quien se lo leí, debió de reirse y me disuadió. Más fuerte fue  mi cariño y admiración hacia el Padre Espiga, muy vasco de facciones, corpulento, alto y elegante, que también me ayudó.

En cambio, no recuerdo que de momento me resultaran insoportables los urinarios del patio de recreo, pese a su olor pesado a orina. Los niños se ponían en seis o diez colas para orinar, y lo hacían unos delante de otros, pero yo no tenía todavía conciencia  genital, por lo que no sentía nada más que un pudor mínimo, y el asco estaba limitado al olor de la orina. Pero el colegio, con sus muros encalados y descascarillados, las palabras ásperas y explosivas de la mayoría de los alumnos, me resultaba inhóspito.

La masculinidad me era inhóspita. Me faltaba el sentido de camaradería que brilla en los recuerdos de muchos muchachos, la luz de la homofilia, sentimiento no sexual, sino de afinidad. Sentía demasiado fácilmente una antipatía fuerte, mejor una repugnancia hacia los varones. Éste es un sentimiento masculino, pero al no estar equilibrado por la homofilia, me llevaba hacia el desastre.

En resumen, de no estar acostumbrado a convivir con varones, excepto mi padre y mi abuelo paterno, tuve que pasar en 1948 a convivir con decenas de ellos, obligadamente y sin escape. Era un colegio de niños, donde toda huella femenina estaba proscrita, y donde tenía que permanecer siete horas al día.

Mi antipatía masculina hacia los varones, poco socializada, coincidía con mi hipoandrogenia bien cualificada (introversión, sensibilidad, pasividad, poca combatividad, timidez), lo que favorecía mi alejamiento de su masculinidad más androgénica (extraversión, rudeza, actividad, combatividad, seguridad), que se manifestaba en el gusto por el fútbol, que yo no compartía.  Sentí de repente, de la noche al día, desde abril de 1948, una androfobia intensa, una aversión a la masculinidad, que es la esencia de mi historia.

Esa androfobia me separó de mis compañeros. Impidió cualquier simpatía hacia cualquiera de ellos, la homofilia que robustece la identificación masculina. Pero este sentimiento entraba en la extrema gama baja de los sentimientos masculinos.

El curso siguiente, 1948-49, con siete-ocho años, me pasaron dos cosas de las que entonces no vi la conexión, pero ahora la veo. Y me revela una parte importante de mi manera de ser.

Una tarde-noche, sería en diciembre, el profesor salió un momento de la clase, y me dejó encargado de vigilarla. Yo, revestido de mi papel, orgulloso, me puse a apuntar a los que hablaban (no sabía nada de lo feo que está eso; o sea, que fue culpa mía)

Pero me espabiló un compañero, bajo, fuerte, algo mayor que yo, al que había apuntado: “A la salida te espero”. Nada más.

Me quedé aterrado. Mi reacción fue exagerada. Al salir del colegio, en vez de seguir por el camino habitual, me fui por un puente que estaba más transitado e iluminado. Luego seguí por el centro de un paseo también más iluminado. En cualquier momento, temía que se lanzara sobre mí.

El pavor me duró semanas. No se me pasó por la cabeza hacer nada por defenderme. Si me hubiera atacado, creo que me habría limitado a encogerme pasivamente. No sabía ni deseaba pelearme. Carecía en absoluto de combatividad. Mi androgenia debía ser muy baja. Todavía hoy no me interesan las peleas ni los cuerpo a cuerpo en las películas, ni los deportes que estilizan las peleas (fútbol, etc), tan fascinantes para la mayoría de los varones.

Unos meses después, debía ser en primavera porque el tiempo era bueno y soleado, me preparaba para ir al colegio a las 3 de la tarde, porque estaba en el cuartito del jardín de casa de la abuela, cuya puerta era una celosía, cuando en un momento imaginé una fantasía de sumisión completa: yo era un esclavo y tenía que hacer lo que me ordenara mi amo.

Fascinado, me fui al colegio, donde era la hora de estudio.  Intenté jugar a eso durante ese rato, pero el paso a la realidad resultó muy frustrante, porque mi compañero no me  gustaba nada. La fantasía se desvaneció.

Cuando hoy pienso en eso, me figuro que tuvo que ser una salida para los sentimientos que se habían quedado encerrados en mí con aquella experiencia de miedo. Lo único que me hacía soportable el miedo era asociarlo con una sumisión que a su vez deparase protección.

En cierto sentido, era buscar también la función paterna que me estaba faltando con la intensidad necesaria.

Aunque quizá fuera una reacción más profunda, vinculada con la hipoandrogenia. Si mi cerebro había estado menos androgenizado en los primeros momentos de mi gestación, la reacción arcaica de sumisión sería la de un cerebro femenino. Yo sería una niña, en esas reacciones arcaicas, aunque conforme aumentara mi androgenación prenatal lo sería menos.

De momento, aquella fantasía se extinguió, pero unos dos años después demostraría su fuerza. Sus elementos seguirían siendo la falta de combatividad y la necesidad de la protección paterna. Ambos han estado constantemente presentes en mi vida, bajo una forma u otra. El primero es probablemente constitucional, hipoandrogénico; pero el segundo es coyuntural, debido a la tendencia al aislamiento de mi padre y a su alejamiento de mí.

Hacia 1950, con unos nueve años, al pasar como todos los días delante del Colegio del Sagrado Corazón, para ir al mío, que estaba seguido, pensé: “Yo hubiera sido más feliz si hubiera nacido niña  y hubiera venido a este colegio.”

Lo veía como un colegio más civilizado que el mío. En él predominaba la buena educación, incluso excesiva, por lo formal. Los corredores estaban  cubiertos de tarima, encerada y limpísima, y en la Sacristía había una pintura estilizada de la Virgen, a la que se llamaba “Madre” y que siempre tenía delante un búcaro con  unas flores frescas.

Era verdad que hubiera sido más feliz. Había continuidad entre el estilo del Sagrado Corazón y el de la casa de mis abuelos, lo mismo que había una gran distancia social con el de los Escolapios; mientras que el Sagrado Corazón pertenecía al mismo mundo (lo mismo que los Jesuitas de Cartuja, clase alta), los Escolapios, de clase media, y mis abuelos eran dos mundos.

Por cierto, no hubo vestigio de erotismo en aquella sensación. Sólo una triste cuestión de identidad, con la melancolía de lo irremediable.

Con unos diez años  vi,  en el cine del colegio, donde había ido a solas como siempre, “Capitanes intrépidos”,  la historia de un niño rico, de Nueva York, que acompañaba a sus padres en un transatlántico. Era un niño que correspondía casi exactamente a la imagen que me había hecho de mí mismo: muy guapo, grandes ojos negros, cabello negro con grandes ondas que le cubrían la frente. Su cara muy blanca contrastaba con las sombras negras de la noche en el transatlántico, las del salón de baile, mientras se hacía ver que sus padres eran frívolos, descuidados de él, y él en consecuencia estaba muy maleducado. Enfadado por algún capricho, salió a cubierta, los negros se acentuaban, y de alguna forma, se cayó a las aguas negras del mar, mientras sus padres no lo advertían.

El transatlántico se alejaba, mientras nadie en él veía la caída, y el niño, debatiéndose en el agua, era de pronto subido e izado al costado de un pesquero, por un hombre que lo miraba con sorpresa y buen humor. Era Spencer Tracy, haciendo de Capitán portugués del pesquero.

Llevado a cubierto, secado con una gran toalla, el Capitán se planteaba lo que tendría que hacer. Estaban en plena temporada de pesca y no tenían radio, por lo que no podían ni siquiera pensar en ir a tierra, perdiendo el tiempo. La solución era sencilla: el niño tendría que quedarse el resto de la temporada en el pesquero.

El Capitán, de buen humor, riendo con su ancha y bondadosa boca, le cantó :
“¡Ay mi pescadito no llores ya más!
¡Ay mi pescadito deja de llorar!
Hay una escuela en el fondo del mar
Y los pescaditos ahí van a estudiar…”

Al día siguiente, le prestó un jersey de punto, que le venía anchísimo, y empezó a enseñarle las tareas de grumete. El niño, que hasta ese momento había sido un consentido, empezó a domesticarse. Aunque todavía dijo algunas impertinencias, el resto de los pescadores no le hacían ni caso, y poco a poco, el Cocinero, al que tenía que ayudar a menudo, empezó a encariñarse con él…

Yo lloraba amargamente en las penumbras del cine. El niño de la película era exactamente como yo y  estaba viviendo intensamente la protección generosa, las muestras del cariño paterno del Patrón, incluso estaba aprendiendo una función tan aventurera como protegida, la de grumete.

Hoy puedo analizar estímulos que aparecían en la película y que contribuyeron a aquel fuerte sentimiento, aunque yo fuera entonces plenamente inconsciente de ellos; pero no insensible a lo que significaban:

Me había identificado con un niño que se me parecía y que además estaba tan necesitado de amor paternal como yo, en peligro hasta de muerte por no tenerlo.

Hoy puedo añadir que era como si me estuviese viendo a mí mismo, y también a mi madre vista a su través.

Me identificaba con un varoncillo, lo que significaba que mi identidad básica era masculina, pero había ambigüedades.

En primer lugar se subrayaba su belleza, casi femenina, y enseguida se le hacía ver indefenso, caído al mar, y salvado de la muerte por un hombre maduro.

Pero después, la ternura, las canciones que el Capitán le dedicaba desde ese momento, se parecían a las que un hombre dedicaría a una mujer. El centro del argumento, en el que se pasa de un niño malcriado a su reeducación en el duro trabajo del pesquero, es por otra parte el tema de “La fierecilla domada”, de Shakespeare. Incluso el jersey desmesurado era usado en la época, para vestir con él a alguna mujer. Me parece recordar que este tema se usó con Marilyn Monroe. Por tanto, mi identificación no era solo con el niño, sino con el entendimiento de aquel niño tan guapo como femenino.

Desde aquel momento, trabajaba como grumete, a las órdenes del cocinero, pero rodeado del cariño de toda la tripulación. El oficio de grumete me encantaba, como oficio duro, aventurero, un grumete en los mares del Norte o los del Sur, pero a la vez puesto a la escala infantil y protegido.

El efecto de aquella película fue en resumen mostrarme como yo era, y por eso me hizo llorar. Fue el mejor análisis posible de mi realidad, mejor en su fuerza como imagen que cualquier otro; debería recordarlo y volver una vez y otra a esta película, cuyo juego erótico solapado, de objeto, podría describir sin embargo  describe lo que yo sentía con más pureza, como sujeto . Por cierto, que la condición de aquel niño-yo, no tiene nombre en nuestra cultura. Cualquiera diría, al empezar a contar esta película, como yo mismo he hecho, “es la historia de un niño”, y sería verdad, pero también lo sería que la imaginación del guionista coincidía con mi realidad, en la que mi definición como niño debería ser muy matizada. Lo que nuestra cultura no sabe hacer.

LA FEALDAD EXTREMA

Algunas experiencias de erotismo difuso empezaron muy pronto. Tengo la prueba, el dibujo, de que, meses antes del 26.VII.1952 (entronización de Fuad II, muerte de Eva Perón, dos hechos que registré), yo con once años, vi una película de Esther Williams, ¿”Escuela de sirenas”?, de la que recuerdo el azul brillante de la piscina, en la que se formaba un círculo de nadadoras, visto en vertical, que me impactó por su sensualidad, por lo que pocos días después de esa fecha la dibujé en bañador. Este hecho confirma mi heterosexualidad básica. Mi padre, contento, guardó texto y dibujo, y por eso lo tengo.

Hacia 1953, mis compañeros con 13 años, yo con 12, empezó su pubertad, y fue fea y ridícula, porque se desequilibraron. Estábamos en tercero de bachillerato. Empezaron a obsesionarse con el sexo, y se reían con sus frases obscenas. Cada una de ellas caía en mis sentimientos como un golpe. Empezaron a salir juntos, por las tardes, vagando por las calles, pretendiendo ser gamberros porque cantaban a toda potencia, con destempladas voces graves, de estreno.
.
Se enamoraron todos juntos de una chica algo mayor que ellos, delgada y esbelta, guapa, que venía todos los días a Misa, con su velo, a un colegio de chicos… a sentir sus miradas, seguramente. La llamaron “La Guampita”, de “vamp”.

Quizá aquel año tuve la primera ocasión de diferenciarme de ellos, en silencio. Con su nuevo gregarismo, decidieron coleccionar todos los cromos de “El ladrón de Bagdad”, una película poco antes estrenada en España, con escenas de alfombras voladoras, caballos con alas, etcétera. Eran relativamente grandes de formato y de colores pastel, algo desvaídos. Su protagonista era un joven llamado Sabu, guapo con belleza homosexual, bajo de estatura, desnudo de cintura para arriba, con muchos músculos, y que me repelía.

Yo fui el único de la clase que coleccionó “Kim de la India”, unos cromos distintos, más pequeños, en intensos colores de technicolor. La historia me atraía quizá porque era la de un niño que seguía a un viejo sabio, figura paterna que yo necesitaba. Y supe que hacer esa colección me diferenciaba de mis compañeros, lo que necesitaba más todavía en aquellos momentos; era mi primer signo de identidad.

Hacia 1954, yo con 13, en cuarto de bachillerato, empezó mi propia  pubertad, y fue fea. El primer indicio fue el descubrimiento de que mis ingles olían de una manera desagradable pero sensual, lo que me llevó durante un tiempo a mi primera obscenidad, poner los dedos en ellas y olérmelos, repetidamente, mientras estudiaba o leía. Eso debió ser en invierno.

Lo siguiente fue en el Cortijo, ese verano, cuando me lancé con una bicicleta por la cuesta de la carretera y ví que no podría frenar al llegar al ángulo casi recto de un puentecillo que se llamaba la Alcantarilla y que me caería por el barranco. Decidí tirarme al suelo, y la inercia me arrastró un trecho sobre el vientre.

Al llegar a nuestra casa, descubrí una erupción en mi genital, granitos como duros y punzantes, muy feos, que me picaban mucho. Tuve que empezar a rascarme mucho, muchas veces, con gran sensación de vergüenza y ocultándolo a mi padre.

Volvimos pocos días después a Granada. Una tarde, acosado por el picor en el cuarto de baño, tuve mi primera polución en el lavabo. “¡Pus!”, pensé, sintiéndome culpable de haberme dejado llevar de todas aquellas sensaciones.

Mi hostilidad hacia mis compañeros seguía en los mismos términos. Un día, los internos tuvieron que ponerse sus uniformes, ya trajes, con chaqueta, corbata y pantalón largo, todo azul marino, quizá para posar para una foto de grupo. Yo sabía que con ellos salían a las calles los sábados y domingos, acudían quizá a alguna invitación, limpios y elegantes, puros colegiales.

Pienso ahora que quizá eran así, muchos de ellos. Lo eran muchos que eran ya educados y amables. En realidad, siempre fueron corteses, mesurados. Nunca me agredieron, aunque tampoco me quisieron. Pero la fobia hace ver lo que no hay y yo los imaginaba a todos como unos hipócritas que ocultaban bajo aquella apariencia las obscenidades que yo conocía y que me parecían su esencia oculta y vergonzosa. Para mí era la forma de la hipocresía masculina.  

Me imaginé que yo tuviere que posar en un escenario con ellos, uniformado como ellos: “¡Yo no soy como ellos! ¡Yo no quiero que me cuenten entre ellos!¡Que nadie piense que soy como ellos, que en mi mente hay lo que hay en ellos!”, me dije, con desesperación.

Llegué también a ver en los genitales el símbolo de todo aquello que me repelía con tanta intensidad. Eran los genitales la señal invisible que obligaba a los varones a situarse juntos, separados de las mujeres. Como el pase, a la vez como el secreto vergonzoso, obsesivo, que los unía en ejércitos, órdenes religiosas, etc. “Yo tengo que estar aquí porque tengo esto”.

Si los genitales eran el símbolo de lo que yo no quería, yo tampoco los quería. Empecé a sentir el deseo de verme libre de aquellos genitales, que harían que todos me vieran como yo no quería que me vieran. Estaba dando un paso más, sin entenderlo. Si yo no quería los genitales masculinos, feos y odiosos, querría ser mujer, cambiar de sexo (todavía no existía el concepto en España; un par de años después, Harry Benjamin empezó a extender el concepto en América)

Tengo anotado algo casi contemporáneo de aquellos sentimientos y que debe recoger también otro sentimiento igual de fuerte: la repulsión y extrañeza por la forma física de los genitales púberes. Puedo aplicarlo a 1954; expresa uno de mis anhelos alternativos, o pérdida de los genitales, o vuelta a la prepubertad. Tengo fecha de esas notas. El 12.IX.1960, estando en Almuñécar, sólo 6 años después de que empezara mi pubertad, con 19 años escribí, con un estilo algo retórico:

“Esta mañana, al ir a bajar a la playa, he vuelto a ver mi sexo en el espejo, mientras me ponía el bañador. Es una cosa fea; ajena a mí y a mi personalidad. Mi “yo” termina donde empiezan los genitales. De lo que se llama sexualidad, sólo me pertenece lo que más extendido y difuminado está en todo mi cuerpo: la voluptuosidad. El sexo es postizo, me avergüenzo de él, me disgusta, le aborrezco (…) Y este sexo ajeno es algo que repugna a mi voluptuosidad, al amor que siento por  mi cuerpo suave y mis facciones delicadas; y repugna de la misma manera con que me repugna el vello de mis axilas, la barba de mi cara, el vello de mis piernas. Por ello, estoy ansioso de someterme a un tratamiento de hormonas; deseo ver suavizarse mis piernas, redondearse mis senos, reducirse mi sexo (…)

“Me avergüenzo del sexo postizo que cuelga, deforme, peludo, moreno, entre mis piernas; sé que nunca me entregaría a una mujer sin horrorizarme de él, y sin sentir el más horrendo pudor, el más violento calambre de sentimientos”.

El PUNTO CRÍTICO

En 1954, en un momento, de manera fulminante se formó en mí el Deseo de Fusión con la Imagen de la Mujer en el Espejo, que teorizó Lacan. La nueva pasión empezó como heterosexual: una imagen leída en una novela (“su vientre crecía como la luna”); un sueño (la vieja cocinera amamantándome); de pronto me encontré materializando a la Mujer, travistiéndome delante del espejo.

 La Imagen de la Mujer se superponía a mi propia Imagen, de lo que fui muy consciente entonces. Era un impulso de amor que salía de mí y volvía sobre mí, o la Deseada presente en el Deseante, de una manera decepcionante y triste (lo sé desde los catorce años) Las ventajas eran colmar mi vacío, darme una compañía virtual que acababa siendo yo mismo y soñar con que eso me hiciera ser querida para mi padre y mis compañeros. Esta fascinación por el Espejo sigue funcionando ahora (o por las fotografías), recordándome que el esquema sigue siendo verdad (Charlotte von Mahlsdorff: “Yo soy mi propia mujer”)     

Como vio Lacan (o quizá Catherine Millot, su discípula) es una imagen arquetípica de mujer, joven y bella. Yo añado que es una imagen externa, no interna, no generada) por identificaciones con la manera de ser de las mujeres, con la maternidad, etcétera, sino sobre todo relacionada con la apariencia, por razones identitarias de fondo, pero que es un traslado superficial a la cuestión identitaria de lo que el alma masculina hetera ve en primer lugar en una mujer.  

Desde aquel momento, caí en la turbulencia del deseo. No tenía tampoco ningún asidero para permanecer en la masculinidad, porque no había a mi lado ninguna forma de masculinidad alternativa. No tenía ningún Hermano Mayor que me enseñase a vivir, me protegiese y me quisiera. Tampoco estaban cerca los hombres que siempre he admirado, disciplinados a fondo, militares o religiosos, conscientes de un deber que los supera. Entonces, el No Querer Ser Varón (o ser varón de la manera que había visto) se sustituyó por la pasión arrolladora del Querer Ser Mujer.  

Al travestirme, quería verme como una mujer, hacer vida de mujer, pero enseguida llegaba una excitación, que consideraba fuera de lugar, y que me avergonzaba hasta el punto de que las primeras veces tenía que arrodillarme ante Dios y lloraba amargamente.

Sin embargo, también aparecía el deseo de que un hombre me viera y me admirase. En parte era para que confirmase mi feminización, pero en otra parte significaba algo más profundo: si mi padre había querido a mi hermana, si mis compañeros querían y admiraban a las mujeres, que uno y otros no me despreciasen, sino que me valorasen, me admirasen, me quisieran.

Mi personalidad estaba ya formada. Ese verano de 1960, que antes he mencionado, empezó con una repentina aventura con una mujer joven francesa, en Torremolinos, con la que estuve una noche bailando, ella conocía el personaje de Finch Whiteoak, sensible y vulnerable, con el que yo me identificaba; al llegar a la pensión donde estábamos alojados, me besó; fue el primer beso de mi vida; pero al buscarla a la mañana siguiente en la playa, se negó a seguir conmigo; lo que me obligó a volverme a Granada y a llorar durante semanas.

Ese mismo verano llegó a mi vida, por correspondencia, un muchacho francés, de mi edad, Philippe, que era homosexual, hijo de un diplomático, que había viajado ya mucho a América del Sur y África Ecuatorial, y que continuaba viajando, ya en su auto, frecuentemente, de París a Ginebra.

Me doy cuenta ahora de que lo vi como a mi hermano mayor, como a Walter. Me producía un ligero rechazo sexual, una sensación de nube u oscuridad, que en lo afectivo se convirtió a la vez en una luminosidad de sol mañanero. No me interesaban sus temas sexuales, que me contaba inagotablemente, pero me fascinaba él.

Vivía todo lo que yo no había vivido, de libertad, de mundo. Sabía lo que yo no sabía. Era muy alegre, muy afectuoso y me trataba con mucho cariño, aunque se empeñaba en verme como homosexual.

El hecho de que fuera una relación por correspondencia, le quitó toda arista. Cuando por fin lo conocí, cuatro años después, en 1964, e incluso dormí una noche con él, de la que no guardo ningún recuerdo, la relación se convirtió en pura arista infranqueable, si bien los sentimientos de él hacia mí no cambiaron. Ojalá yo hubiera podido corresponderle.

Éste fue el esquema básico de mis sentimientos desde entonces. Pero como no pude exteriorizarlos, tampoco pude someterlos a crítica, como estoy haciendo ahora gracias a haberlos vivido... Hubo un respiro,  en 1967, en Argelia!, cuando supieron la mitad (mi fusión con la Imagen de la Mujer) Lola, y Rachid, y Monsieur Dominique y la petite Viviane, y otras personas que quedaron en mi corazón…  Un respiro.

Hacia 1980, me quiso una mujer, yo le dije lo que sentía, pero ella esperó que podría cambiarme… vi cómo, pese a todo, la naturaleza emergía con toda su fuerza, pero no pude seguir…

No encontraba la manera de vivir. En el invierno de 1991, con cincuenta años, me sentí al borde de la locura y de la muerte. Escribía sin parar mis fantasías, todo el tiempo libre, tenía miedo de un ataque cerebral, me cansaba, no iba más que al terreno de la fantasía, demoledor. Tan asustado estaba, que me di cuenta  de que sólo la realidad podría salvarme. Y que tenía que dar un paso fuera del armario, definitivo; “aunque el mundo se hunda”, me dije.

Empecé a encontrar puertas abiertas. Un teléfono, por primera vez, el de Cogam, en Madrid. Hice un viaje ese verano, me recibieron un hombre de hermoso pelo cano y barba cana, y dos muchachillos, que se habían quedado de guardia.  Me dieron algunas salidas. Vi a uno acariciar con naturalidad el brazo de otro, y darse un pico al despedirse. Me di cuenta de que estaba viendo por primera vez un modelo distinto de masculinidad y pensé que ojalá lo hubiera visto en mi adolescencia y mi juventud.

Los homosexuales me gustaron desde aquel momento. Hay suficientes afinidades entre ellos y yo, aunque seamos distintos. He leído mucha novela gay, desde entonces, y siempre me conmueve ver los parecidos entre ellos y yo y acabo echándome a llorar.

Eran en realidad un ejemplo de hasta qué punto masculinidad y feminidad pueden estar matizadas, ser realidades difusas, tornasoladas, como el arco iris.

En la transexualidad, muchas personas saben que son mujeres o varones pese a toda apariencia; pero su feminidad o masculinidad también están tornasoladas, como las de todas las personas. En mi transexualidad, yo tenía que aprender que no daba el paso definitivo de hombre a mujer, que me quedaba en el lado de los hombres, pero muy femeninamente. Esto no tenía nombre entonces, ni lo tiene ahora. Es una realidad previa a cualquier etiquetamiento.

Encuentro mi paz, mis recuerdos, yéndome al nombre de “muchachillo ambiguo”. Tengo que llamarme muchachillo, aun con setenta y tantos años, porque aquel muchachillo que fui no pudo crecer, bloqueado en sus soledades y angustias. Mentalmente, ahora reanuda su crecimiento.

Sabiendo que es ambiguo. Hasta el punto de que puede tener un alma en el fondo masculina, pero no ha querido tener genitales masculinos. Me he operado, y estoy a gusto. Me agrada ver cómo es mi vientre ahora, corresponde a mi manera de ser. Sé que quiero decir que soy vulnerable, que hay un drama en mi vida, que hay algo muy delicado en mi personalidad. Me gusta ser así.

PERSPECTIVAS

Doy por verdadero que soy hipoandrogénico. Hay una causa verosímil, que el Progynon que tomó mi madre para salvar mi vida, y que detuvo cuando supo que me esperaba, en junio de 1940, tuviera un efecto depot desmasculinizador. A él atribuyo mi sexualidad arcaica, semioculta, expresada en el deseo de sumisión; también mi carácter introvertido y sensible; y  la falta de verdadera sexualidad masculina; aunque soy difusamente heterosexual ginéfilo, quizá en superficie. La hipoandrogenia llega en mí a hacerme casi femenina.

También es verdad que soy andrófobo, desde los siete años, por dos causas principales: una es el rechazo heterosexual normal; y la otra, el rechazo mucho más fuerte a la aspereza y rudeza mutua de los varones concretos con quienes me fui socializando. Añoranza infantil de haber nacido niña, para estar libre de mi colegio. Sumada a la hipoandrogenia, la androfobia me privó de cualquier sentimiento de homoafectividad y creó una repulsión a los genitales y a la genitalidad masculina y un vacío de mi identidad después de la pubertad, que explican que entienda mejor mi cuerpo emasculado como está ahora que el cuerpo masculino.

Por tanto, fui un muchachillo hipoandrogénico y andrófobo. Pero la pubertad me llevó a un Deseo de Fusión con la Imagen de la Mujer en el Espejo (Lacan), muy sexualizado, que equivale a la autoginefilia de Blanchard (que no hay que dejar en simple pulsión sexual, sino que hay que añadir la causalidad identitaria precedente), que me ha habituado a vivir con esas dos imágenes superpuestas.

Ahora que voy poniendo cada cosa en su sitio, deberé lo primero separar las dos imágenes que se han adherido indebidamente: la de Mí (hipoandrogénico, andrófobo) y la de la Mujer. Su fusión debe ser lo que me ha privado de cualquier posibilidad de amor hacia la que debe ser Otra, incluso no demasiado distinta de mí, pero sí más definida que yo. Quizá pueda separarla y a la vez afirmar el hecho de mi afinidad y homoafectividad hacia los homosexuales. 

Soy varón XY hipoandrogénico hasta niveles casi femeninos e intensamente andrófobo. No soy una mujer del todo, pero tampoco un hombre; puedo llamarme intersex.
                                                                                                                                              

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