jueves, abril 12, 2007

Biología no es destino, se dice




¿Hay destino? Sí, hay destino. Voy a decir cuál ha sido mi destino, no una opinión, sino en el balance que se puede hacer a los 66 años. Que no son los 80, es verdad, pero son los que son.

Cuando tenía 19, una noche salí en Torremolinos. Conocí a una muchacha francesa, un poco ambigua, que tenía algo de vello negro en la cara. Hubo árboles, música, bebida en la mesa, bailamos, fuimos de un sitio a otro.

Al volver, había ya la luz blanca de la madrugada. Nos dimos un beso profundo en el jardín. Nos despedimos. Al llegar a mi cuarto, me miré largamente en el espejo queriendo que su rastro se quedara en mi cara, porque fue el primer beso de mi vida.

A la mañana siguiente, fui a la playa a buscarla y no quiso ya seguir conmigo. Tuve que volverme de Torremolinos. Aunque me llenaba la amargura, mirando desde el autobús los eucaliptos que había sobre un espolón, y el sol que se ponía tras ellos, pensé con convencimiento que el amor era el sentido de mi vida.

Me pasé una semana echándome a llorar con cualquier motivo. Todavía sigo con el mismo convencimiento. Pero pasé veinte años hasta que alguien me besara otra vez. Y desde entonces, han pasado otros veinte, y no me han besado todavía. Eso es un destino.

En el último decenio, he querido conformarme con la amistad, pero ni por esas. He sido muy feliz con amigas y amigos, me he divertido muchísimo, he tenido mil aventuras, y diez mil momentos tiernos, hasta que no han podido soportar las reacciones de la gente ante mi transexualidad y se ha acabado todo.

Pero encontré un amigo que era capaz de pasar sobre esos dimes y diretes y también me divertí mucho con él, y tuve mis horas de ternura, hasta que unos imbéciles entraron a saco con sus intereses y le obligaron a irse a cuatrocientos kilómetros, arrancándolo del barrio en que estaba cerca de mí, hace ya casi dos años, lo que a mi edad son muchos años.

Esto también es un destino, y el balance es que algo hay sobre mi vida dirigiéndome hacia donde estoy: sola, sin más compañía que el teléfono para hablar de vez en cuando con mi amigo.

Por eso, ahora le digo con autoridad a ese destino que no me hace falta que deje de quitarme el amor y hasta la amistad. Que sigo pensando que el amor es lo más bello que hay en la vida, lo que le da sentido, pero que ya no lo pido, ni siquiera sueño con él.

Bueno, con frecuencia me pongo una novela gay y me harto de llorar. Parece masoquismo, pero no lo es. Es querer mirar la belleza de la vida o la fiesta de la vida, aun sabiendo que yo no estoy invitada.

Es preciso seguir viviendo, y lo consigo disfrutando de las pequeñas hermosuras de cada día, del aquí y ahora. La luz del nublado entra por la ventana de mi cocina, entregando serenidad y vida casera. Veo en el anaquel una novela de prados y valles argentinos y quiero leerla. El brillo del sol alegra una hierbecita sencilla.

A los sesenta y seis años se disfruta simplemente de la tranquilidad y la sensación de descanso. O del mar, que habla del infinito. Puede haber nuevos amigos y amigas, añosos, como yo, de pelo gris, navegantes jubiladas por todos los océanos. Me encantaría encontrarlos. No los busco.

Estoy aquí, no me he ido.



Estoy aquí. Hace unas semanas mi atención está puesta en otras cuestiones, lo que me parece la conclusión perfecta para una persona disfórica de género: que ya no se obsesione en absoluto por lo que ha sido su obsesión, que pueda dedicarse a otras cosas, pensar en otras cosas, como todos.

Éste es el resultado del proceso, hay que reconocerlo. Si no hubiera podido hacerlo, sé que a estas alturas estaría tristísimo -tendría identidad social masculina-, angustiado, sentiría la vida como una grandísima estafa y mis sueños no cumplidos en absoluto aparecerían irrealmente perfectos en mi imaginación.

Ahora, para qué decir otra cosa, me siento algo triste, pero también algo contenta por lo que he conseguida, angustiada ante la vejez y la muerte como todo quisque, siento la vida como una estafa mediana, en la que he conseguido desde luego algunas alegrías -después del proceso- que no se me olvidarán y los sueños los veo con el realismo de quien ha tenido la oportunidad de medio hacerlos reales y ver a dónde llegan y a dónde no llegan.

En fin, lo normal en la vida, no mucho, pero tampoco poco, si lo comparo con que estuve en peligro de no tener nada, y de acercarme al pasillo de la muerte con la sensación de que en mi vida no había habido nada, aparte de mucho sufrimiento.

Lo ha habido. Puedo contar muchas cosas hermosas, con la alegría de que hayan pasado y la nostalgia de que estén pasadas. Puedo hablar mucho rato de todo eso. También de las cosas penosas, pero no son ya las únicas, como lo fueron, no sería sincera si me callase las buenas.