lunes, noviembre 27, 2006

Claustrofobia




Esta noche, me despierto en medio de la oscuridad. Tengo algo de picor en la espalda, por el lado izquierdo, en un lugar al que no suelo llegar. El nerviosismo del día no se ha aplacado todavía y quedan muchas horas de oscuridad.

Me angustio y no me queda más que pedirle a Dios que me alivie.

Esto parece muy ligero, pero me hace pensar que la verdad es que estamos atrapados en un cuerpo.

Y que a la hora de la verdad, estamos solos dentro de él, sin más amparo que el de Dios. En la enfermedad, en el doloroso aturdimiento en el que ni siquiera podemos entender con claridad lo que nos pasa, nos vemos presos dentro del cuerpo, del que querríamos huir y no podemos.

Esto es lo fundamental de la condición humana y a lo que hay que prestar la máxima atención, hasta el punto de que todas las relaciones humanas se reducen a la solidaridad en esta situación.

Incluso la transexualidad aparece sólo como un caso particular de este encierro en el cuerpo, lo que la relativiza de pronto, a la vez que expresa su dignidad de intento de liberación. Ya no sería lo prioritario para mí, sino que cede el paso a la necesidad de encontrar la liberación de los condicionamientos materiales en general y para todos.

La consecuencia lógica es sumirse en la introversión más absoluta, como un monje budista, para buscar en el interior de esa misma alma apresada la vía de escape.

Esta mañana, el solecito de otoño, los erguidos cipreses de los jardines, el jazmín estallado en la sombra, las melancólicas naranjas entre su follaje, la luz en los surtidores de la fuente nueva, me engatusan, pero procuro seguir siendo consciente de que sigo encerrada en mi cuerpo en los momentos alegres lo mismo que en los angustiosos.

No sé si es escapar de esta convicción o lo único que me puede salvar de este aislamiento, recordar mi antigua voluntad de entrega a los sencillos, al pueblo, entre los que encuentro la única fuente de alegría que conozco y la hermosura de la pureza.

He conocido esa vida, la maravilla de la solidaridad, precisamente al compartir la vida de las compañeras trans en Madrid, Granada o Sevilla, o la hospitalidad de los campesinos del Condado, o la de los clientes de la peña flamenca de Maracena y la de todos mis amigos, marginados por una razón u otra, lo que me suena como un título de nobleza.

La entrega a la gente es lo único que me puede arrancar de esas especulaciones que terminarían por encerrarme de verdad en mí misma. Es verdad que la soledad en la que me he quedado, a distancia de mi amigo y de quien más me acompaña ahora como amiga, favorece que me aísle y que busque maneras de vivir sacando provecho de la soledad.

Pero recuerdo que hay otras formas de vivir de la misma manera, yendo incluso a formas más generales, como las acciones políticas por las personas sencillas que esperan tener el derecho de disponer de su vida.

Ese estilo y sensibilidad de izquierda que he aprendido y cultivado durante tantos años, los años precisamente de mi vacío, y que me da la vida, aunque sea obligándome a romperme, pero como se rompe una por amor, y que ahora había olvidado, sumiéndome en la rutina mortal.

Tiene que ser posible una economía que sirva a los humanos y que sea decidida por todos, en vez de la única que ha quedado, que sirve al dinero y a los automatismos que lo producen, pero que deja en el aire a la mayoría de los humanos, que deben poner sus vidas al servicio de la economía y no al revés.

Es verdad que todo ello me hace entrar en un mundo tierno y alegre, en el que he sido ya tratada tiernamente y he recibido mucho cariño. Todas las experiencias de mi vida adquieren su sentido cuando las miro desde este punto de vista, incluso un sentido nuevo, inesperado, el sentido del amor.

Como lo es que mi vida laboral haya transcurrido en el cooperativismo, un modo de trabajo comunista, que me ha dado tantas alegrías y tanta felicidad y del que debería seguir hablando y escribiendo. O que llegué a escribir un libro sobre las misiones de los guaraníes del Paraguay. O que me hayan recibido siempre amistosamente en la Casa del Pueblo. O mi vida familiar al lado de mi padre y mi madre. Todo lo que es hermandad humana, que tendría que pasar incluso por delante de la voluntad de Dios, si no fuera porque eso tiene que ser la voluntad de Dios.

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