viernes, diciembre 29, 2006

Una manera de ver las cosas





Supongamos que mi padre hubiera seguido tan cerca de mí como lo estuvo hasta los tres o cuatro años, cuando me enseñó a leer él mismo en una cartilla, y me subía en brazos y me gastaba bromas sobre mi carácter, que me molestaban pero correspondían a su cercanía, como cuando me dijo que me iba a pintar mi escudo, y yo esperé con ilusión que fuera algo revelador, y luego resultó que pintó un garabato que eran los fideos que yo había aborrecido, de tan repetidos, en los años del hambre para otros, o luego, un poco más tarde, cuando él pintaba al óleo y me preguntó quien había hecho no sé qué, y le dije que yo, y entonces me respondió: “¿Ves? Por haberme dicho la verdad, no te castigo”.

Si hubiese seguido así, yo, con mi tendencia a la identificación total, a absorberme y hacerme uno con las personas que admiro, me hubiera sentido otro él, aun con diferencias, hubiera sentido en mi cuerpo la repetición del suyo, en mis facciones la continuación de las suyas, y hubiera aceptado con naturalidad mi condición masculina, como imagen y seguimiento de la suya, sin pensar demasiado en ello, con fluidez, entregándome a la vida a partir de él, con el orgullo de ser su hijo, imitándole, como tantas veces he visto en sueños, absorbido en sus valores que eran como un claro y duro sol sobre un agua profunda, apenas rizada en un gran estanque.

Luego, al llegar al colegio y encontrarme la habitual hostilidad humana, supongamos que hubiera encontrado también un compañero como el muchacho mayor de una película francesa, ligeramente mayor que yo, lo suficiente para ser mi hermano mayor, sereno y seguro, serio pero cariñoso y protector conmigo, alejando de mí todas las hostilidades, sabio y experto en la vida, tranquilizador y aventurero, sabiendo las mil maravillas de la vida y abriéndome la puerta para que yo las viera, arrastrado por mi admiración, mi felicidad y mi seguridad a su lado, en las inmensidades abiertas por la amistad y el compañerismo.

Yo también me hubiera reconocido en su manera de ser, la hubiera hecho mía, hubiera transformado mi primera imagen, como continuación de mi padre, bajo la voluntaria torsión de la imagen de mi amigo, y me hubiera ido formando así mi propia imagen, dispuesto a seguir mi rumbo en la vida.

Pero tanto no llegó a suceder. Mi padre, entregado a negocios absorbentes y luego, sufriendo su fracaso, se encerró en sí mismo y ya apenas si me prestó atención, probablemente desengañado porque mi carácter no fuese como el suyo, tan enérgico, sino reflexivo, sensible, introvertido, lánguido, entregado interminablemente a la lectura y no al ejercicio o la caza, lo que hizo que su cariño por mí se manifestara como un enfado o censura permanente, una hostilidad a la que respondí con una hostilidad y un cariño ansioso.

En el colegio, por su lado, la realidad fue que encontré casi solo vacío y más hostilidad durante seis años cruciales.

No pude identificarme en adelante ni con mi padre ni con amigos que no existieron siquiera, me encontré en el aislamiento más total frente a las dificultades de la vida. Mejor dicho, el aislamiento se convirtió de hecho en mi espacio vital y lo siguió siendo durante todo el resto de mi niñez y mi adolescencia, un espacio casi físico y visible, una costumbre cotidiana.

Tuve que potenciar, para compensar, el sentido de mi diferencia, con rabia, refugiarme en mi amor por los mundos que me abría la lectura, en mi desdén por el fútbol, que me decían lo que yo era por oposición a lo que era mi padre y mis compañeros, distinguiéndome de ellos, diferenciándome.

Así empezó mi animadversión hacia los hombres, que eran de quienes venían todas mis decepciones, mis esperanzas frustradas, porque hubiera querido que fueran maravillosos para mí y no lo fueron.

Así, cuando empezó la pubertad de mis compañeros y después la mía, las transformaciones de su conducta y las de mi cuerpo me parecieron sólo groseras, feas y desagradables, no encontré ternura alguna, hasta el punto de no poder soportar que nadie me entendiera como uno de ellos, como masculino, en una palabra.

A la vez, al mismo tiempo, el impulso sexual nacía en mí y descubría la imagen de la mujer, tranquila y acogedora, y veía en ella el refugio que necesitaba para mi desolación, la mujer a quien todos veían bella, a quien respetaban y valoraban, sujetándose instintivamente, como a mí no me respetaban ni valoraban e intentaban convertir en un paria.

La mujer querida y deseada, que contaba con la seguridad y el respeto del deseo y que era protegida, cuidada, tratada con tacto y consideración, fue la figura que me pudo salvar de mi miseria y del desprecio que me amenazaba y que ya estaba haciendo mío.

Mi transexualidad se formó en aquel momento como un recurso para salir adelante.

4 comentarios:

ANIEL dijo...

Hago mías muchas de las palabras que has escrito hoy, por que en ellas me identifico muchísimo. Nuestras infancias han seguido caminos paralelos en muchos aspectos: el padre ausente, ausencia de amigos masculinos durante los primeros años de colegio, el refugio de la feminidad frente a lo agresivo que me resultaba lo masculino... Tú te refugiabas en la lectura, yo en la creación de historias, curiosamente plagadas de héroes andróginos.

Soy consciente de todo ello, aún así no cambiaría mi condición femenina por nada del mundo.

Besotes.

Anónimo dijo...

Nada, Kim...te sigo leyendo...porqué es tan difícil hablar claro, ¿porqué este miedo a la verdad desnuda?, no a la tuya, que no la tienes, sinó a la que creo que es general...se las respuestas creo...¿porqué el mundo es así? ¿no podemos equivocarnos abiertamente?...si nos equivocamos...¿porque este miedo a hundirnos? a estar solos, ¿porqué el miedo a la soledad?...creo saber las respuestas...¿porque la equivocación no puede ser una cosa natural?, que lo es, y que no tenga porqué hundirnos, porqué tanto y tanto miedo...¿porqué?...creo saber las respuestas...

Kim Pérez dijo...

Aniel,

donde yo me agarro es en mi condición transexual, que significa un hombre que ha seguido una vida muy específica, que debe materializarse para los otros en algo que les haga ver que no soy un hombre como cualquier otro.

No soy, es mi palabra clave.


Kim

Kim Pérez dijo...

Anónimo o anónima,


Tienes razón, hay un miedo a la verdad desnuda, ¿por qué?

Primero, porque es preciso soñar. La vida de transexual, en su primera fase, es un sueño, necesario, porque tiene que servir para colmar nuestras ansiedades.

En la segunda fase, en la que creo que estoy, se puede ya mirar cara a cara la realidad, sin miedo, porque se encuentran en ella razones que explican nuestro proceso y otras que explican sus límites.

¿Por qué hay miedo entonces? Porque da miedo apearse de un sueño sin saber la clase de tierra que se va a encontrar al poner los pies en el suelo.

Como ese miedo está generalizado, se encubre bajo fórmulas tranquilizadoras como "soy una mujer como otra cualquiera" o no hablando de ello en absoluto.

Pero no hay que tener miedo: la transexualidad es un proceso real, serio que necesita, como todo, ser mirado con sentido de la realidad.

De la hermosa realidad de la que forma parte.

Kim