jueves, enero 18, 2007

Pureza y traducción de la disforia





Hago un experimento imaginario más, que cuenta con la legitimidad de los que hacía Einstein, para ayudarme a pensar.

Imagino que llego a una isla desierta en la que debo pasar el resto de mi vida.

Se me plantea cómo debo vestir. Del naufragio se han salvado unos baúles con ropa diversa. Hay prendas de hombre y de mujer.

Elijo un vestido camisero de mujer, sencillo y que me llega poco más debajo de las rodillas, parecido al que hay en la foto que tanto me impresiona del travesti con barba de dos días.

Estaré cómoda con él y no tendré tensiones de ninguna clase.

Ahora un paso más. A la isla llegan otros dos náufragos, un hombre y una mujer. Pero no es posible que convivamos los tres juntos, Como máximo, podemos estar dos personas.

En abstracto, prefiero convivir con la mujer (no forzosamente de manera sexual) Me agrada más la distensión que puede traer a mi vida que las tensiones que necesariamente me traería la convivencia con el hombre.

Esto en abstracto; pero supongamos que el hombre que llega es mi amigo, desde va a hacer catorce años, y que la mujer es una desconocida.

En concreto, preferiría convivir toda la vida con mi amigo.

Ahora, una hipótesis extrema: supongamos que en los baúles de la ropa encuentro un uniforme blanco de Oficial de la Marina Británica.

Me lo pongo con orgullo; y a partir de ese momento soy el Oficial solitario de la Isla Livingstone, que cumple con su obligación todos los días aunque nadie más lo vea ni pueda exigírselo.

La blancura y la perfección del uniforme me defienden; a él me acojo, en él descanso. Hay tensión, pero es la de mi alma que ama esa perfección.

Por dura que sea la vida de náufrago, por fácil que sea ensuciarse con barro, o con la savia de los árboles que tengo que cortar, cuido de que mi uniforme esté lo más limpio que me sea humanamente posible; lo he lavado ya varias veces con agua del mar y lo he secado al sol y se mantiene medio bien, en estado aceptable de revista, teniendo en cuenta mis circunstancias.

Esta parte del experimento imaginario me ha descubierto por primera vez que el sentido del deber, del ideal y de la perfección fue probablemente lo que me causó la disforia de género en mi niñez y mi adolescencia.

Me encontré viviendo en un ambiente cultural que había llegado a ser tan decadente, tan groseramente realista, que empujaba a los muchachos, aunque en realidad eran buenos, poco agresivos y suficientemente bien educados por sus padres, a desahogarse de su pubertad de la manera más fácil, portándose con zafiedad, haciendo y diciendo agobiantes groserías, que me provocaban el rechazo más radical.

Yo era entonces espontáneamente muy puro, tal como me había educado mi padre, que era noble de carácter, caballeroso con sencillez y valiente, un hombre que no decía malas palabras, ni las pensaba.

Recuerdo, en otro aspecto, la conmoción de enorme repugnancia, la sensación incluso de un mal olor memorizable, que me produjo ver por primera vez, con trece o catorce años, unas fotografía pornográficas. Desde entonces sé que los humanos somos naturalmente puros, pero que las amarguras de la vida nos pueden degradar.

Sé que mi disforia está situada precisamente en ese punto: el rechazo de una manera de vivir masculina caracterizada por la fealdad ética, que se convertía en fealdad estética.

Imagino en cambio que en la Marina Británica ideal, los guardiamarinas estuvieran obligados como por un juramento a expresarse siempre con dignidad y a actuar de manera noble y mesurada. Aquellos principios de good manners y self control.

Sólo eso me los hacía parecer hermosos y dignos de amistad y compañerismo, y lloré cuando leí una novela que los describía, porque hubiera deseado ser uno de ellos, en el siglo XIX, en una vida tan diferente de la miserable que encontraba en España en el siglo XX.

Entonces, comprendo de repente que entiendo mi disforia en un cuadro general mucho más amplio que el de lo sexual, el de las actitudes éticas y estéticas.

La reconozco en el conflicto entre el sentido del deber, la aspiración a un ideal, la necesidad y hambre de perfección que están en el fondo de todo corazón humano, y la decepción, la conformidad, la bajeza en la que fácilmente puede dejarse caer y por las que puede dejarse llevar.

La tensión que puede suponer llevar ese uniforme, se justifica y resulta agradable al saber que significa la defensa de un ideario sobre lo necesario para todo ser humano.

En las épocas fuertes, los humanos son naturalmente idealistas; sólo en las de debilidad y cansancio son realistas, pudiendo llegar a serlo miserablemente. Platón fue seguido así por Aristóteles.

Mi disforia era por tanto efecto del espanto profundo de un niño bien educado ante la realidad de la infracultura masculina que le rodeó y de la que no encontró escape. Tampoco encontró a nadie hermoso, afectuoso, inteligente y cultivado que hubiera podido admirar y convertirse en un modelo digno de imitación.

Muy consciente de estos sentimientos, pero no de su orden, acabé sumiéndome yo mismo en la miseria moral de la masturbación desesperada y en el rechazo de lo que veía, que simbolicé en el refugio en la feminidad, que me parecía civilizada, limpia, acogedora y hermosa como una mañana clara de sol, o también como símbolo profundo de la belleza que puede ser amada y aceptada, mientras que yo era despreciado y rechazado.

Las primeras son cualidades éticas en realidad, como hoy, en esta mañana de enero en que escribo, comprendo. La necesidad de ser valorada y amada lo es también. Y en aquella cultura, la fealdad estaba asociada a la masculinidad, “el hombre y el oso…”, o por el contrario, “el bello sexo”…, que se justificaba sólo por el mayor poder.

Incluso mis obsesiones, que empezaron a ser insoportables quizás a los dieciocho años, eran el efecto de este deseo de ser amado, vuelto perfeccionismo enfermizo al desconocer que la perfección nunca puede estar en mí, sólo en Dios.

Ésta es una sorprendente visión unitaria de lo que yo soy.

Comprendo con claridad que mis compañeros eran víctimas de una cultura generalizada en la clase media española del siglo XX a la que no podían sobreponerse, mientras que yo había sido educado en una parte de la clase alta que seguía siendo más fiel a los ideales y a las formas de los siglos anteriores.

Porque afortunadamente España vivió, en el siglo XVI, una generalizada aspiración a la perfección espiritual, presente incluso en los pequeños y modestos círculos de los beaterios, pero cuya inflexión hacia el realismo desengañado se expresó perfectamente en el tiempo y la obra de Miguel de Cervantes.

Pero esa aspiración sobrevive, aunque sea residualmente, en nuestra cultura, asociada hoy, por desgracia, al conservadurismo, como corresponde a su carácter puesto a la defensiva.

En la cultura universal, hoy muy comunicada, no está a la defensiva sino en plena ofensiva en el islamismo, que puede también recordar que en él surgió el ideal del caballero, que nuestro Aben Arabí al Mursí dibujó como ejemplo de energía, justicia y generosidad como la de Dios.

Españoles e islámicos hemos sido enemigos, pero ante la desesperación del mundo de hoy, podemos sentirnos afines históricamente y respetarnos mutuamente.

La disforia se disuelve con estas reflexiones, que me dan su profundo significado y su realidad en mi biografía, como una parte y una herida profundísima sufrida en las mayores luchas espirituales que debe combatir el ser humano.

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