jueves, septiembre 07, 2006

Un secreto

Cuando los psicólogos esgrimen un repertorio de frases hechas como “tienes que quererte a ti mismo”, no se toman a sí mismos en serio, al pretender consolarte a cualquier precio.

Cuando comprendan la realidad, se darán cuenta de hay situaciones que son trágicas y resultan inconsolables, como el hecho de que tengas más de sesenta y cinco años, que siempre hayas deseado el amor y que nunca nadie te haya querido ni deseado.

En realidad, sólo ese día, esa noche. Cuando aquel hombre esmirriado, en medio de tu desesperación, te vio desnudarte, y aparecieron tus brazos, tu torso, tus piernas desnudas, de veinte años, delante de sus ojos admirados, él ya entre las sábanas, y que luego te penetrase con cuidado, sin que te doliese, ni te dejara por otro lado ningún recuerdo de la sensación, por primera y única vez en tu vida.

¿Qué significa que te quieran? No lo sabes.

Estas noches de verano tienen la ventaja de que puedes ver tus brazos, incluso tus piernas, en el entreluz de tu alcoba. Nadie los ha querido nunca y así llegarán al momento de su descomposición. Pero ¿qué habrán sentido?

Puedes recordar los momentos en que tuviste la esperanza de ser querido (o valorado, como te valoró aquel amante de una noche) y cómo se vieron frustrados.

Una noche, alguien muy importante, cuando tenías cuatro o cinco años, te dijo: “Voy a pintarte tu escudo”, y te acuerdas perfectamente de cómo esperaste que aquello fuera una especie de revelación sobre ti.

Pero él quería bromear y pintó el escudo y en él un amasijo de fideos, porque eran los años del hambre y tú los tenías aborrecidos de cenarlos todas las noches.

Hoy te acabas de acordar de que uno de aquellos veranos, en la playa, él se entretenía construyendo cometas con cañas y papel de colores, algo maravilloso.

Ataba las cañas con hilo fuerte, con sus habituales movimientos enérgicos, y luego pegaba el papel sobre el hexágono de hilo con que unía sus extremos, con unas muescas.

Seguramente las hacía por ti, pero acababan siendo para él. ¿Por qué tú no recuerdas la fuerte tracción del hilo en tus manos, su tensión curvándose bajo su propio peso y atraído por la superficie tirada por el viento junto a la orilla del mar?

Ayer tuviste que salir inesperadamente para hacer un favor que necesitaba Álvaro, y luego no pudiste hacer nada por él, pero esa casualidad de tener que salir permitió que se lo hicieras a Yorick, que nunca se enterará.

Al pensar en todo ello, piensas que te hubiera gustado poder deshacer el tiempo y que Yorick y tú tuvieseis dieciocho años a la vez, como compañeros de clase.

Puedes imaginar que te hubieras sentido a menudo un doble de él, que tus brazos se transformaban en los de él, e incluso tus mejillas y tu barbilla y tus ojos que se profundizaban.

Y que compartíais todas las alegrías y aventuras que se pueden vivir juntos y con cariño con dieciocho años.

Os hubierais comprendido muy bien y hubierais sentido juntos del gusto por la literatura y quizás hasta la fascinación del mar.

Eso es una buena amistad de juventud. No la tuviste.

La consecuencia de todo eso es que ahora tienes que vivir como mujer porque tus sentimientos se han retorcido como raíces hambrientas y te han llevado a esta dramática forma de expresión.

Lo único que puedes decir con toda verdad es que estás castrado, que eres un castrado por tu gusto y por tu necesidad, y que llevas falda para que todos lo sepan y entiendan algo de tu historia.

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