viernes, septiembre 15, 2006

Resquebrajaduras

Ese niño que era yo, que se sabía niño, tuvo sin embargo su primer sentimiento transexual con nueve o diez años, como consecuencia de lo inadaptado que se sentía en el mundo de los varones.

Para llegar a su colegio –un colegio de niños-, tenía que pasar cada día delante del colegio de niñas, del que, por comparación con el suyo, sabía que era limpio, ordenado y muy bien educado.

Los búcaros con flores delante de un cuadro de la Virgen, en una sala soleada, era lo que mejor lo representaba. Sabía que allí estaba todo lo que valoraba y no en su colegio, áspero como el papel de lija.

Su triste pensamiento, sólo triste, de tristeza infantil, fue éste: “Si yo hubiera nacido niña, iría a este colegio”.

Esa reflexión fue por eso una cuestión de adaptación identitaria, que se convertía en cuestión de género sólo porque el colegio donde iba pero no se hallaba era un colegio de niños, y por tanto, todo lo que le desagradaba recibía la etiqueta de lo masculino.

Si en ese colegio hubiera tenido la suerte de encontrar un amigo querido parecido a él, todo hubiera sido distinto. Su inadaptación respecto a los otros niños hubiera tomado una forma menos esquinada, “¿por qué”, por ejemplo, “hay tan pocos compañeros que me gusten y me entiendan?”.

Pasaron luego dos o tres años sin más novedad que mis compañeros empezaron a darme de lado, por considerarme mariquita, con gran sorpresa por mi parte.

Porque yo pensaba que no era mariquita, aunque fuera diferente de ellos. Mi diferencia parecía consistir sólo en que yo era intelectual y ellos, futbolistas; y yo introvertido, y ellos extravertidos y expansivos; y yo timido, y ellos descarados.

No más, a primera vista, de la diferencia que pudieran tener, por ejemplo, con Juan Ramón Jiménez, que también tenía ojos profundos y negros como yo.

Incluso, en algunas cosas, menos, porque él había escrito lo de “Platero es pequeño, peludo, suave…”, que a mí me encantaba, desde luego, y se hartaba de escribir de rosas y flores, pero yo empecé a escribir una historia en la que proclamaba un pequeño país independiente en los encinares de la Umbría, y hacía una guerra de guerrillas frente a la Guardia Civil.

Pero Juan Ramón Jiménez se dejó una barbita alrededor de la boca, que parecía convencerle mucho, se casó con Zenobia, que se llamaba igual que una reina de Petra, y cuya institutriz fue la madre de nuestra institutriz, mientras que en mí, la identidad, por lo menos en su superficie consciente, seguía resquebrajándose y abriéndose.

¿Por qué?

No hay comentarios: