CONJUNTOS DIFUSOS
Las ideas verdaderamente nuevas no quedan limitadas en sí mismas, sino que transforman el conjunto de la cultura de una época.
Es lo que ocurre con el descubrimiento de que el binarismo sexual es una ideología, en el sentido de una fantasía, y de que el no-binarismo corresponde mucho más a la realidad, y de que ésta se expresa en forma de conjuntos difusos de sexo/sexualidad/género.
Examinemos para empezar el conjunto Mujeres.
Todos estaremos de acuerdo en que esta palabra designa en principio en nuestro sistema de representaciones un universal formado por personas XX que han formado órganos capaces de concepción por la unión con los varones.
Sin embargo, inmediatamente empiezan las preguntas:
¿Y las personas XX, etc, que sin embargo sean estériles?
La respuesta es sencilla: se trata de una variación accidental que no excluye que sean mujeres.
¿Y las personas XX, etc, que hayan sufrido una histerectomía para solucionar por ejemplo un cáncer?
La respuesta sigue siendo la misma; eran mujeres plenas y accidentalmente se han visto privadas de toda su potencialidad.
Todos seguimos estando de acuerdo.
Las preguntas se vuelven más incisivas.
¿Las personas XX masculinizantes son mujeres?
Se puede llamar masculinizante a una persona biológicamente bastante definida como mujer, cuya conducta denota una hiperandrogenia constitucional o nivel de andrógenos superior al estándar de la mayoría de las mujeres. Se trata de una cuestión de más o menos y por tanto las personas XX masculizantes forman un conjunto difuso, cuyos elementos van desde los menos definidos (muy poco, casi imperceptibles) a los más definidos. Si la hiperandrogenia influye en la conducta, será porque ha formado determinadas estructuras cerebrales, por lo que será legítimo hablar de intersexualidad. La respuesta a la cuestión sobre las personas XX masculinizantes será que están dentro de la red de conjuntos difusos, muchos de sus elementos se integran bastante en el interior del conjunto difuso Mujeres y otros se sitúan más en el exterior, y más cerca del centro del conjunto difuso Intersexuales.
Todo ello entra dentro de la variabilidad biológica, por lo que no se puede hablar de defecto accidental. Los flujos de andrógenos recibidos en la edad prenatal se diferencian, como tales flujos, cuantitativamente, quedando expuestos al régimen de adaptación/inadaptación normal en los seres vivos.
¿Las personas XX llamadas intersexuales, es decir, nacidas con diferencias en los órganos internos y externos que puedan incluso impedir la concepción, son mujeres?
La respuesta en este puede usar de nuevo la noción de convergencia entre dos conjuntos difusos: usando algunos criterios estas personas se incluyen dentro del conjunto difuso Mujeres y usando otros, dentro del conjunto difuso Intersexuales. Individualmente, estarán más cerca del centro de uno u otro, es decir, unas serán más mujeres y otras más intersexuales.
¿Las personas XY nacidas intersexuales, con el síndrome de Insensibilidad Androgénica, que produce órganos externos de forma femenina, pero gónadas masculinas internas, son mujeres?
Esta cuestión demuestra que no estamos especulando, sino considerando hechos extremadamente prácticos dentro del régimen de las competiciones deportivas, que parte de hacer una división binarista.
La respuesta en este caso es más compleja, porque advierte que se ha pasado de lo biológico a lo social, o del sexo al género, puesto que estas criaturas son inscritas sin dudar en el Registro Civil como niñas, un hecho social, basándose en que sus órganos genitales externos son inequívocos, y en que cuando crecen suelen insertarse mejor entre las mujeres por la misma razón, aunque suelen ser bastante masculinizantes. Por tanto, se puede responder, usando la mayor precisión, que no están más cerca del centro del conjunto difuso Intersexuales que del de los conjuntos difusos Hombres y Mujeres, pero, dado que sólo hay dos sexos legales, pueden ser consideradas socialmente mujeres. Se introduce así la distinción entre sexo biológico y sexo social o legal.
Pero debe hacerse constar que la inserción social (o deportiva) de estas personas es problemática sólo porque la clasificación de los deportistas es binarista. Si no atendiera a dividirlos en dos sexos, saltando incluso sobre el binarismo legal de cada estado, y usara como referencia el nivel alcanzado al inscribirse o en la temporada anterior, estas personas se insertarían indiscutiblemente en cada grado de competición.
¿Las personas XY transexuales que se puedan considerar intersexuales si se demuestra plenamente en el futuro que su condición procede de diferencias cerebrales producidas en la gestación, son mujeres?
La respuesta es de nuevo compleja puesto que en un principio se diría que estan situadas dentro del conjunto difuso de Hombres y más dentro del conjunto difuso Intersexuales, pero la primacía del cerebro en la personalidad y la naturaleza biológica de esta condición, que sería una intersexualidad cerebral, aconsejarían situarlas también más dentro del conjunto difuso Mujeres. Pero mientras sólo haya dos sexos legales, pueden ser consideradas socialmente mujeres, incluso sin necesidad de operarse, como es el caso, por ejemplo, en la legislación española.
Observamos en resumen que el conjunto Mujeres es difuso por cuanto incluye la variable hiperandrogenia, que es una cuestión de más o menos; y queda mejor definido biológicamente al incluir la variable de accidentalidad.
Este mismo esquema, “mutatis mutandis”, se puede aplicar en los mismos términos al conjunto difuso Varones.
Nótese que en Australia ha terminado el binarismo de los sexos legales al aceptarse en el Censo de 2006 por primera vez una casilla de intersexuales entre las dos tradicionales.
Cabe preguntarse si tendría sentido crear una tercera casilla legal, a imagen de Australia, en la que se situaran todas las personas que no se hallan dentro del sistema binarista.
Es verdad que, entre las personas llamadas intersexuales, algunas de las cuales deberían definirse mejor como extrasexuales, por estar fuera del sistema XX/XY (por ejemplo, las X0, las XXY, etcétera), todas están situadas de hecho en uno de los dos sexos legales, y la mayoría están conformes con estar dentro de él (aunque hay una minoría profundamente disconforme)
La asignación, hasta ahora, ha sido heterónoma, realizada por el médico o la comadrona en el momento del parto, basándose en criterios heterónomos, tales como la posible funcionalidad genital futura, por lo que la mayor parte de las personas intersexuales son asignadas como mujeres e incluso operadas en su primera niñez para supuestamente mejorar su inserción social.
Ni que decir tiene que la asignación se hace dentro de criterios binaristas, llevando a la persona hacia uno de los dos polos reconocidos y prescindiendo de que también se podría decir la verdad más simple y verdadera: “Esta criatura es intersexual”.
Pero, a juzgar por lo que trasciende, la mayoría de las personas intersexuales se acomodan a esa asignación heterónoma. Es decir, subjetivamente aceptan una situación legal (hombre/mujer) que no corresponde a su realidad objetiva (intersexual)
Quitarse toda clase de problemas sociales, adaptarse, ser aceptada, son desde luego razones suficientes, en una cultura binarista y bajo una legislación binarista, para aceptar una clasificación binarista.
Por estas mismas razones, sin duda, hay muchas personas transexuales que prefieren considerarse hombres o mujeres dentro de un sistema binarista.
En primer lugar, el binarismo cultural ambiente les impele a decirse “si no soy hombre, soy mujer”, sin considerar siquiera que los intersexuales también existen, realmente, objetivamente.
Por otra parte, en un sistema legal binarista, se está obligado a aceptar una de las dos clasificaciones.
Y en tercer lugar, dentro de una cultura binarista, es más fácil decir a los demás “soy hombre” o “soy mujer” que presentarse con los numerosos matices y sorpresas que acompañan objetivamente a la definición “soy intersexual” (o “soy transexual”)
Sin embargo, la realidad objetiva tiene más fuerza que cualquier ideología, sobre todo en cuanto llega a la consciencia, por lo que antes o después se acabará imponiendo.
Intersexuales y transexuales (o intersexuales transexuales) constituimos también un conjunto difuso de una variedad casi infinita, en el que pueden reconocerse incluso muchas mujeres masculinizantes (y autodefinidas como mujeres masculinizantes) y muchos hombres feminizantes (idem id)
La conciencia de diferencia está sostenida muchas veces por una simple hiper- o hipoandrogenia, respecto a los estándares androgénicos de mujeres u hombres, suficiente para tener una repercusión cerebral y para determinar también conductas diferentes de las estándares.
No cabe duda de que la asignación personal al conjunto difuso Intersexuales, en vez de al conjunto difuso Mujeres o al conjunto difuso Hombres, será a veces subjetiva, dependiendo quizá de razones biográficas más que biológicas; en igualdad de circunstancias unas personas masculinizantes preferirán definirse como mujeres y otras como intersexuales (transexuales), y lo mismo pasará con algunas personas feminizantes.
Sin embargo, será preferible que en el futuro los criterios subjetivos se acerquen a los objetivos. Hay personas que son ciertamente, innegablemente intersexuales. Sería mejor, en una ascesis de realismo, que se definieran como intersexuales.
En otras, la intersexualidad es tan sutil, que entra en los parámetros de la variabilidad androgénica de hombres o mujeres. El realismo aconsejaría que estas personas se definieran como hombres feminizantes o mujeres masculinizantes.
DESPATOLOGIZACIÓN
La teoría y la práctica de la transexualidad están cambiando profundamente.
En los años cincuenta, cuando Christine Jorgensen reinició el ciclo de los cambios de sexo, inaugurado por Lili Elbe, en 1931, y Harry Benjamin los conceptualizó, la transexualidad se concibió de una manera muy simple: trans-sexualidad, es decir, paso de un sexo al otro, por vías endocrinológicas y quirúrgicas, establecidas por primera vez en aquellos tiempos.
La palabra transexual se volvió sinónima de demandante de ayuda médicoquirúrgica y se le prestó a veces por cirujanos espontáneos, a la manera de la cirugía plástica, en una época en la que no existían preocupaciones por demandas judiciales, entre los que fue famoso el Doctor Gourou que operaba en Casablanca, en una situación de vacío legal.
Poco a poco, la Asociación Internacional de Disforia de Género Harry Benjamin (HBIGDA), una asociación en realidad estadounidense pero respetada en todo el mundo, fue creando un protocolo básico que todavía se sigue usando, por lo que merece una reflexión.
El protocolo estaba impregnado del puritanismo estadounidense. Lejos de él las alegrías estéticas del Doctor Gourou. La cirugía debía efectuarse sólo con causa justificada, por el diagnóstico de una enfermedad o patología que debían estar bien tipificadas y merecer una atención médica compasiva. Se buscó una enfermedad, se la llamó síndrome de Harry Benjamin, y de hecho se transfirió a los psicólogos la autoridad de diagnosticarla.
Se aceptó de hecho porque, poco después, el seguimiento del protocolo liberaba al cirujano de demandas judiciales, y porque posteriormente permitió el acceso de los pacientes a la Seguridad Social, en Europa.
El protocolo básico consideraba fundamental el que se llamó Test de la Vida Real y se dividía, de manera tripartita, en valoración psicológica o psiquiátrica, tratamiento endocrinológico e intervención quirúrgica.
Concebía el proceso transexual como una especie de línea de metro con sólo tres estaciones, es decir, como un túnel unidireccional, con subsecciones fijas, y concebido para llegar a un fin único.
Al concebirse de esta manera, la atención de los profesionales se centraba en la autorización para viajar en ese metro privilegiado, concediendo derecho de paso a ciertas personas, consideradas como “verdaderas transexuales” y negándoselo a otras, a las que se apartaba por no corresponder a lo previsto.
Concentrada toda la atención de los profesionales en la funcionalidad de la línea, entendiéndose a sí mismos como administradores de las tres estaciones, y nada más que de las tres estaciones, muchas veces se habrá desatendido a las personas no admitidas, por intensas que fueren sus necesidades psicológicas y sus requerimientos de atención endocrinológica o hasta quirúrgica-estética.
En 1990, el CIE, un repertorio internacional de enfermedades, usado por todos los médicos para el diagnóstico de sus pacientes, introdujo la transexualidad formalmente como una enfermedad psiquiátrica, como “trastorno de la identidad de género”, lo que supuso un salto que nos trasladaba plenamente a un espacio nuevo, el de la psicopatología, cuyo correlato es la necesidad de curación; si por ahora, “el único tratamiento conocido” es el endocrinológico-quirúrgico, en el futuro podría ser otro distinto, un condicionamiento conductual arrollador por ejemplo.
En ese momento, se daba una vuelta de tuerca: la transexualidad se psicopatologizaba y en realidad se profundizaba en definirla como algo que debía ser evitado, aunque se concediera a los desde entonces pacientes el beneficio de una terapia como mal menor. No se trataba siquiera de un desajuste, como puede ser una simple cojera, sino de todo un trastorno, o el síndrome de Harry Benjamin.
Al cabo de muchos años de experiencia, empezaron a emerger problemas en ese protocolo, nacidos de que no corresponde a la realidad.
El primero, la misma noción de diagnóstico de una patología, se convierte en una autorización psicológica para entrar en el proceso médico y quirúrgico, y confiere al psicólogo un papel de juez y un derecho de decisión sobre un aspecto fundamental de la vida del usuario completamente inadecuado y que afecta gravemente a la misma función psicológica.
Constituido el psicólogo en autoridad, disponiendo sobre vidas ajenas, fue natural que los usuarios hicieran averiguaciones sobre las respuestas que tenían efectos favorables y sobre las desfavorables, arruinando la confianza usuario-psicólogo e invalidando cualquier estudio científico sobre esta población, que se basara en tests o en preguntas informales.
Como se verá más adelante, este régimen de autoridad sería fácilmente superable con que se pasara a un régimen de autonomía, en el que los únicos requisitos fueran establecer o subsanar en su caso la salud psíquica del usuario, y asegurarse de que ha recibido suficiente información durante un tiempo prudencial, dejándole al cabo de ese tiempo el pleno derecho de decisión sobre su vida, y la plena responsabilidad sobre sus posibles errores, como corresponde a una persona mayor de edad.
Pero mientras los médicos en general y luego los psiquiatras en particular (en su propio repertorio, el DSM) andaban por ese camino, la base social de la transexualidad ha ido recorriendo otro, asimilando en primer lugar conceptos como la diferencia entre sexo y género (diferencia enunciada por primera vez por Robert Stoller, observando a sus pacientes transexuales), en el cuadro de los grandes márgenes de una sociedad permisiva, que nos han permitido crear con libertad nuevas formas de vida.
En los años cincuenta se podía pensar que cualquier experiencia transexual requería el cambio quirúrgico de sexo. Género y sexo yacían todavía fundidos en la consciencia, lo único no se podía concebir sin lo otro. Puesto que cualquier variante se entendía como variante sexual, cualquier cambio debía ser cambio de sexo. Y como los dos sexos de concebían estereotipados, teníamos que pasar radicalmente de uno a otro, puesto que no se concebían estados intermedios. La fuerza de la pulsión por el cambio, se transformaba automáticamente en deseo apremiante y obsesivo por el cambio de sexo. Sin darnos cuenta, metimos a psicólogos, médicos y cirujanos en nuestra casa.
Pero a la vez, los mismos desajustes entre esa concepción y nuestra realidad personal, pues quizá no éramos ni varones ni mujeres estereotipados, nos sometía a una fuerte angustia, a vacilaciones, a culpabilidades, incluso a la sensación de estar en parte mintiendo, con graves consecuencias para nuestro equilibrio personal.
El movimiento queer (años noventa) puso también la base para unas identidades blandas y flexibles que sustituyeran a las duras de los veinte años anteriores, creadas en momentos de combate, en los que era preciso diferenciar claramente a homosexuales de heterosexuales y a transexuales de homosexuales y de heterosexuales, lo mismo que se diferencian ejércitos en batalla.
Conseguida en los años cero la igualdad de derechos, asentada una nueva visión social, incluso legal en Europa y los Estados Unidos, y particularmente en España, ha sido posible distender mucho esas identidades, y de manera más espontánea que la Teoría Queer, que distinguía entre queer (raro, rarito) y straight (severo), actitudes americanas que aquí se han convertido en algo así como un “to er mundo hase lo que le da la gana”.
Más adelante, la teoría queer de los años noventa está profundizándose en el no-binarismo de sexo y de género de los años ceros.
Hace ya casi diez años que el catalán Cesc Gay filmó “Kránpack”, película en la que aparece con toda nitidez la despreocupación por las cuestiones de orientación de unos adolescentes varones que, de camino hacia la playa, y entre tensiones emocionales muy fuertes, duermen juntos una noche, para seguir después, sin dramas ni culpas, uno en dirección heterosexual y el otro homosexual.
Vi en ella una actitud generacional nueva, y la vuelvo a ver ahora en el corto 02 de la serie “Test de la Vida Real”, en el que una exposición de gran belleza formal muestra las actitudes de género de un joven trans masculino que no se preocupa ni siquiera de tener una identidad definida, tanto menos de hormonaciones o cirugías.
La actual teorización sobre el no-binarismo y por su concreción en la teoría de los conjuntos difusos de sexo/sexualidad/género muestra la complejidad de las experiencias de transición de sexo y de género.
El no-binarismo de sexo (no todavía de género) empieza por la intersexualidad, en la que una persona reúne condiciones de los dos sexos mayoritarios, y la extrasexualidad, cuando está fuera de esos sexos (por ejemplo, en la composición cromosómica X0)
La intersexualidad puede darse de muchas maneras. Por ejemplo, parece confirmarse que ciertas transexualidades se deben a la impregnación prenatal con cantidades de andrógenos inferiores o superiores a las de los estándares mayoritarios (hipo- o hiperandrogenia) que configuran el cerebro de una manera bastante diferenciada para que reviertan sólo en determinada diferencias conductuales o a veces en diferencias de sexualidad (conducta pulsional asociada al sexo: ejemplo, penetración o recepción) e incluso en la imagen corporal genital (iidadentificación como propios y coherentes de los genitales con que se ha nacido o desidentificación, extrañeza y hasta repulsión por ellos)
Puede haber personas que, por razones incluso de una estructura cerebral que todavía estamos empezando a conocer, consecuencia de la variabilidad natural humana, crecieron esperando desarrollarse como personas del otro sexo y que vieron que esto no se cumplía; que, conforme con esta imagen de sí, este verdadero proyecto personal, vieron incluso que sus relaciones de amor, en las que cuenta tanto la imagen de la pareja como la figura propia, se veían desvirtuadas, o imposibilitadas, por una imagen personal que no coincidía en absoluto con la que emergía de sus estructuras incluso biológicas.
Todo esto es doloroso, pero nada de esto es psicopatológico. Nada de esto tiene su origen en la mente, sino en el cerebro, sino en la estructura corporal de la persona. Nada de esto es ni siquiera patológico, pues corresponde a la variabilidad natural de la vida, a los continuos ensayos de cambio en que se traduce la reproducción, alguno de los cuales pueden ser más adaptativos, según qué circunstancias, y otros, menos, también según el medio, pero todos naturales.
Algunos pueden ser muy funcionales respecto a algunas condiciones y presentar desajustes funcionales respecto a otras. Corresponde a la naturaleza de las cosas que un desajuste funcional suela producir dolor o incomodidades, aunque esto no ocurra siempre; quizá dependa de su intensidad.
Observamos que la inter- extra- transexualidad no es de por sí una condición médica; algunas personas en estos casos pueden vivir sanas sin recurrir a un médico ni desearlo, aunque otras pueden manifestar cierto desagrado. En análisis lógico, si algunas personas no necesitan algo y otras sí, es que esa necesidad no va con ese algo.
Mujeres (XX e identitarias, hiperandrogénicas) que nacieron con un clítoris que llega a ser un micropene o hasta un pene, pueden estar orgullosas de él, por ejemplo si son lesbianas, o desear no haberlo tenido, porque puede parecerles ajeno y puede estorbar su vida afectiva. Análogamente, una persona XY, hipoandrogénica, puede identificarse como varón o no adaptarse a sus genitales.
¿Qué queda entonces? Que la medicalización está indicada cuando hay, por usar una expresión del DSM, “malestar clínico significativo”. No por enfermedad, ni siquiera por enfermedad mental, sino por lo que podríamos llamar disfuncionalidad adaptativa o incluso por disfuncionalidad social.
(Un ejemplo de ésta la constituyen determinadas operaciones de cirugía propiamente estética, en las que se trata de corregir formas de la cara que son perfectamente sanas y naturales pero que en la interacción social pueden producir grave inseguridad, falta de autoestima, depresión, etc Está perfectamente indicado medicalizar estas situaciones, incluirlas en la Seguridad Social (recuérdese el segundo término de esta expresión) y sin embargo no hay enfermedad alguna que sanar)
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Pero aún hay más razones para la despatologización, yendo incluso de la psiquiátrica a la general; obsérvese que, una vez producida, no habrá diagnóstico que realizar, ningún repertorio al que seguir; la demanda de esta asistencia estará fundada en sentimientos personales imposibles de verificar o de cuantificar objetivamente. Es imposible cuantificar el sufrimiento por una parte del rostro que sin embargo nos haga sufrir realmente. Es imposible, en general, cuantificar el dolor, incluso físico y sin embargo puede ser insoportable. El servicio psicológico/médico no puede más que saber que estas circunstancias son posibles, cerciorarse de la ausencia o subsanar cualquier psicopatología (no la transexualidad) que pueda suplantarla, fiarse del usuario y de su testimonio, e informarle cuidadosamente de las consecuencias de su decisión.
Una patologización, en la práctica actual, es una tipificación cuasi jurídica de una enfermedad y la asignación de unos protocolos de tratamiento (en nuestro caso, los de lsa antigua Asociación Internacional Harry Benjamin)
La despatologización desactiva todos esos legalismos que gravitan sobre nosotros. Como en la cirugía estética, el usuario que la plantea tiene capacidad para decidir; en nuestro caso, se trataría sólo de constatar la realidad, de oir la voluntad del usuario de cambiarla, y de explicarle suficientemente el proceso, sus consecuencias, y su responsabilidad personal sobre sus decisiones. Nadie más tiene que acertar o errar; nadie más tiene que someter esa decisión a un proceso cuasi judicial de pruebas y contrapruebas (pero sin defensor); el usuario es quien decide sobre su peticióm despatologizada, pero medicalizada.
Más radical es la despatologización de personas que se consideran ambiguas, que formaron en su adolescencia una identidad ambigua (un concepto no-binarista), y que pueden haber visto cómo su desarrollo corporal las desambiguaba y las sumía en la angustia, aunque sin centrar ésta en la evolución de órganos definidos, sino de la apariencia corporal..
Obsérvese el dato importante de que los mismos procesos cognitivos y emocionales pueden seguirse en unas personas de una manera distendida y en otras con angustia. No se trata por tanto de que la ambigüedad sea patológica, sino que la situación de unas personas u otras puede seguir lógicas y encontrar circunstancias muy distintas.
La angustia procede en estos casos de la interacción social sobre todo; de ver que no se es vista con la ambigüedad que se valoró; de que los demás insisten en insertar a la persona en un cuadro binarista o de que el propio aspecto entra dentro de alguno de los parámetros binaristas.
Al mismo tiempo, no se tienen motivos internos para llegar a una hormonación o a una operación; los impulsos proceden del medio social, del deseo de afirmar en él la propia ambigüedad y de conseguir la mayor aceptación posible.
Aquí vemos personas que ya no son binaristas, interactuando con un medio binarista, y cediendo ante él y sometiéndose a sus representaciones. En atención a ellas se puede incluso desear fuertemente hormonación u operación sin que correspondan a ninguna cuestión de funcionalidad personal.
Pero llegamos así a un no-binarismo de género, cuyas expresiones son múltiples y desde luego mayoritarias.
Tiene que ver con orientaciones blandas, o difusas, de las defendidas por la teoría queer, y con la plena adopción de identidades difusas, situándose en las periferias de las mayoritarias y fluctuando de unas a otras.
Esta actitud no es incompatible con que otras personas mantengan orientaciones o identidades más definidas, más cerca de sus respectivos centros. Es simplemente una preferencia personal por estar más cerca de la periferia.
No requiere hormonaciones y menos algo tan definido como una cirugía. No pretende superar el nivel de la estética y sin embargo la estética es fundamental para su bienestar.
Son equiparables a las tribus urbanas juveniles, a un estilo de vida, a un modo de vestir ambiguo, pero pretenden llegar a la edad adulta en ellos, aunque algunas personas prefieran ceder la vez y definirse más en cualquiera de los sentidos.
Sin palabras, predican un mensaje a todas las personas variantes de sexo o género: “Si puedes, si quieres, quédate aquí”
Es decir, si no sufres, si no es para ti un agobio, permanece en este estado ambiguo, evita hormonaciones u operaciones, sé reconocido por tus compañeros de ambigüedad, crea formas de vida y de relación, rompe todas las convenciones, en espera de que algún día todos sepan reconocerte.
No te preocupes de definir tu orientación ni tu identidad, porque justamente te defines como persona de orientación e identidad indefinidas, tú, en último análisis.
Lo que te gusta de ti puede gustarte, y lo que no te gusta o te gusta menos, puedes aceptarlo porque es tuyo, puede llegar a gustarte porque es tu especificidad, lo que te ha traído a este punto en el que estás, lo que define tu ambigüedad.
Desde luego, la patologización en general y la medicalización compasiva se volatilizan para quien se hace este planteamiento.
No es nada especulativo; como digo, es la práctica de una generación que, siendo trans, me parece postransexual, y hasta postransgénero, por su rechazo a asumir formas definidas, o estéticas literalmente pasadas de moda. Si las mujeres (difusas) son ambiguas en su ropa diaria, ¿por qué las trans (difusas) hemos de ser definidas, ni siquiera como mujeres?
¿Y si una mujer se viste arrolladoramente sexy para ciertos momentos, por qué he de renunciar a vestirme sexy?
¿Y si esa mujer (difusa) requiere la cirugía estética, por qué yo no, con las mismas intenciones?
¿Y si recurro a la cirugía de reasignación de sexo, qué diferencia hay entre ella y la cirugía estética?
Los planteamientos son tan flexibles que podría pensarse que son una vuelta atrás, y que de hecho pueden llevar a una situación de represión y clandestinidad, a un “me quedo aquí porque es más fácil” y luego “me quedo donde me dejas”.
Pero no; con una perspectiva no-binarista, estas actitudes son compatibles con las más definidas; esta ambigüedad convive con la intersexualidad (difusa), la masculinidad (difusa) o la feminidad (difusa)
No se trata de restringir las formas de expresión de sexo y género, ni su medicalización, cuando esté justificada, sino de abrirlas a quienes deseen vivirlas de forma abierta.
Ya estamos llegando a esa cultura plenamente no-binarista, pero nos faltan referencias; nos parece que estamos creándolo todo de la nada y eso puede hacer que nos sintamos inseguros.
Ya se ha llegado hace milenios en las culturas amerindias, por ejemplo en la de Zapotecas, con su noción de las o los muxe, que ni siquiera usan un género definido, que pueden ser, digamos, heterosexuales u homosexuales y casarse heterosexual u homosexualmente o supongo que con otras muxes. Ha llegado la hora de aprender de ellos, de aprender de otros.
HEMOS LLEGADO A LA CONCLUSIÓN
La experiencia transexual empieza por una sensación de extrañeza por el propio cuerpo.
No ajustamos. No nos levantamos con la naturalidad con que otras personas se levantan cada mañana, sintiendo que las letras de la palabra yo se prolongan con toda sencillez por las líneas, la forma, las características, el peso de su cuerpo.
No se miran en el espejo con el pasmo que nosotras nos vemos. O con la angustia con que nos vemos.
Sin embargo, esta sensación no la tenemos sólo nosotras. Rosa Chacel escribió unas frases que entendí profundamente, referidas a que las guapas, cuando se miran en el espejo, creen ser lo que ven, mientras que las feas saben que no son lo que ven.
Por lo tanto, las personas feas tampoco son lo que vemos; las miramos, y vemos su apariencia; ellas son otra cosa.
También hay diferencias entre ellas y nosotras; en ellas, simplemente es la conciencia de un desajuste social, que va a tener consecuencias para su vida, quizá desprecios, quizá burlas, dificultades para ser queridas, dificultades para tener hijos.
En nosotras, puede ser la conciencia de una biografía, cuyas experiencias, cuyos sentimientos, cuyos golpes, cuyos consuelos, nos han llevado a pensar que seríamos más felices como hombres (pero somos mujeres) o como mujeres (pero somos hombres), algo tan sencillo, tan frecuente, a veces tan profundo como eso; o a veces, la conciencia de un desajuste hasta biológico; el cuerpo nos pide hacer cosas que hacen los hombres, pero no tenemos el cuerpo de un hombre; o no nos lo pide, y no ajustamos, y sin embargo tenemos el cuerpo de un hombre.
Nada de esto es patológico. Ni siquiera los golpes o los traumas son patológicos, porque forman parte de la vida diaria de cada ser vivo. Son adaptativos. “O crece o muere”, dice el adagio; o “lo que no mata, engorda”, su versión popular; son desafíos naturales que pueden servir para mejorar.
Tampoco son patológicos los desajustes entre un cerebro más bien de un sexo y un cuerpo más bien del otro; son parte de los ensayos y variaciones que continuamente realizan las fuerzas de la naturaleza; a veces, de ellos surgen formas de vida mejor adaptadas a un medio determinado, nuevas, llamativas por desusadas.
Sólo es patológico lo que compromete la vida. Y nuestras vidas pueden ser completamente sanas, pero nuevas, hasta mejor adaptadas.
El descubrimiento del error del binarismo ensancha nuestra visión y nuestras posibilidades.
Nuestra cultura considera que sólo hay dos sexos, perfectamente delimitados, y lleva esto al límite de establecer dos sexos legales, y obligarnos a todas las personas a meternos en uno u otro, cuando la realidad es mucho más compleja. Cuando descubrimos que este binarismo no se ajusta a la realidad, inmediatamente nos encontramos con un espacio nuevo para nosotras.
Porque puede ser que hayamos querido simplemente ser hombres o mujeres, en contradicción con la apariencia de nuestros cuerpos, pero también puede ser que el binarismo, que también hemos aprendido, nos lleve a decirnos “si no soy del sexo A tengo que ser del sexo B”, ignorando que hay también otras opciones.
Cuando lo sabemos, puede ser que nos adaptemos mejor situándonos en un plano intermedio; o que descubramos que no tenemos necesidad personal de operarnos, o de hormonarnos, o de obedecer a los cánones que rigen el sexo A y el sexo B.
¿Por qué los seres humanos vamos a tener que obedecer sumisamente a un aspecto de la naturaleza, cuando toda nuestra historia, desde que se inventó la agricultura, hace diez mil años, consiste en transformar la naturaleza?
Y menos aún, cuando la interpretación de lo que es natural, resulta errónea, como se ve en el caso del binarismo, cuando una supuesta norma natural se ha convertido en enemiga de los seres verdaderamente naturales que van naciendo.
Las únicas normas morales, en nuestras transformaciones de la naturaleza, necesarias para nuestra supervivencia, es que sean verdaderamente necesarias y que estén al servicio del hombre, y vemos que esas consideraciones suelen ser justamente las que les dan fuerza a nuestros cambios.
A fin de cuentas, puede ser que nuestra búsqueda sea la de una mejor adaptación personal a la realidad. ¿Por qué va a ser mejor someterse a modelos colectivos que seguir un modelo personal?
Una vez encontrado, puede ser que definamos nuestras afinidades, las personas con quienes nos sentimos más semejantes, con quienes nos entendemos mejor. Así conciliamos la necesidad de ser nosotros mismos con la de formar parte de una comunidad: la de los hombres (difusos), la de las mujeres (difusas) o las muy variadas de quienes no somos hombres ni mujeres (más difusas que cualesquiera otras)
Vemos que nuestra experiencia transexual nos lleva a la experiencia más profundamente humana que puede haber: la de sentirme yo.
La de reconocer la importancia de este yo, aparentemente pequeño, insignificante, casi invisible, pero que soy yo, que estoy aquí, que me pongo en mis propias manos.
Ante mí tiemblan los totalitarismos, los colectivismos, porque acabo venciéndolos. Nada masivo puede más que los sucesivos yo que vamos levantándonos, muchos machacados, pero siempre reviviendo otros.
La transexualidad es centralmente humana porque la pregunta por la identidad es una pregunta sobre el yo.
Por eso, las personas transexuales acabamos diciendo. “Yo soy persona”, es decir, no hombre, no mujer, no intersexual, sino conciencia.
Yo existo del todo cuando comprendo que yo soy yo, que estoy aquí, ahora. Distinta de lo que no soy yo. Yo soy distinta de mi cuerpo. Soy distinta de mi sexo.
El hallazgo del espacio interior me revela mis diferencias con el espacio exterior; yo que veo soy distinta de lo que veo. En cada uno de nosotros humanos el sujeto absoluto es distinto del objeto absoluto. Éste es el fundamento último de la disforia de género y la transexualidad.
Pero es el fundamento último de la humanidad. Yo soy distinta de mis circunstancias. ¿He nacido pobre, he nacido rico? Yo no soy eso, yo soy quien nace en cualquier sitio que no sabe. ¿He nacido guapa, he nacido fea? No lo sé, hasta que me lo dicen o me veo en un espejo. ¿He nacido lista, he nacido torpe? Es cuestión de suerte.
No me puedo enorgullecer de nada, como si fuera mío. No me pertenece nada, me lo he encontrado. Yo miro la vida, y en eso soy igual que todas las otras personas.
Yo descubro también que me corresponde un cuerpo que me agrada o no. Yo descubro que me corresponde un sexo que me agrada o no.
En cada persona transexual hay un distanciamiento entre su subjetividad y su objetividad, o entre lo que soy yo por dentro y lo que soy yo por fuera. Este distanciamiento es el normal de los seres humanos cuando aprenden lo que tienen que aprender. Vivo como un verdadero ser humano.
La transexualidad es un conjunto de experiencias y sentimientos que llevan, de una manera viva, a conocer mi diferencia y libertad respecto a todas las determinaciones y las ligaduras.
Y permite que a la conciencia de opresión siga la de liberación. Permite así la experiencia no sólo de los lazos, sino de la rotura de los lazos. Una vez que se han visto rotos, siguen rotos, aunque todavía no lo estén. También es transexual, libre, quien sigue bajo la fuerza de sus circunstancias o de sus compromisos personales. Ya las paredes de la cárcel no existen. El campo está abierto.
Las ideas verdaderamente nuevas no quedan limitadas en sí mismas, sino que transforman el conjunto de la cultura de una época.
Es lo que ocurre con el descubrimiento de que el binarismo sexual es una ideología, en el sentido de una fantasía, y de que el no-binarismo corresponde mucho más a la realidad, y de que ésta se expresa en forma de conjuntos difusos de sexo/sexualidad/género.
Examinemos para empezar el conjunto Mujeres.
Todos estaremos de acuerdo en que esta palabra designa en principio en nuestro sistema de representaciones un universal formado por personas XX que han formado órganos capaces de concepción por la unión con los varones.
Sin embargo, inmediatamente empiezan las preguntas:
¿Y las personas XX, etc, que sin embargo sean estériles?
La respuesta es sencilla: se trata de una variación accidental que no excluye que sean mujeres.
¿Y las personas XX, etc, que hayan sufrido una histerectomía para solucionar por ejemplo un cáncer?
La respuesta sigue siendo la misma; eran mujeres plenas y accidentalmente se han visto privadas de toda su potencialidad.
Todos seguimos estando de acuerdo.
Las preguntas se vuelven más incisivas.
¿Las personas XX masculinizantes son mujeres?
Se puede llamar masculinizante a una persona biológicamente bastante definida como mujer, cuya conducta denota una hiperandrogenia constitucional o nivel de andrógenos superior al estándar de la mayoría de las mujeres. Se trata de una cuestión de más o menos y por tanto las personas XX masculizantes forman un conjunto difuso, cuyos elementos van desde los menos definidos (muy poco, casi imperceptibles) a los más definidos. Si la hiperandrogenia influye en la conducta, será porque ha formado determinadas estructuras cerebrales, por lo que será legítimo hablar de intersexualidad. La respuesta a la cuestión sobre las personas XX masculinizantes será que están dentro de la red de conjuntos difusos, muchos de sus elementos se integran bastante en el interior del conjunto difuso Mujeres y otros se sitúan más en el exterior, y más cerca del centro del conjunto difuso Intersexuales.
Todo ello entra dentro de la variabilidad biológica, por lo que no se puede hablar de defecto accidental. Los flujos de andrógenos recibidos en la edad prenatal se diferencian, como tales flujos, cuantitativamente, quedando expuestos al régimen de adaptación/inadaptación normal en los seres vivos.
¿Las personas XX llamadas intersexuales, es decir, nacidas con diferencias en los órganos internos y externos que puedan incluso impedir la concepción, son mujeres?
La respuesta en este puede usar de nuevo la noción de convergencia entre dos conjuntos difusos: usando algunos criterios estas personas se incluyen dentro del conjunto difuso Mujeres y usando otros, dentro del conjunto difuso Intersexuales. Individualmente, estarán más cerca del centro de uno u otro, es decir, unas serán más mujeres y otras más intersexuales.
¿Las personas XY nacidas intersexuales, con el síndrome de Insensibilidad Androgénica, que produce órganos externos de forma femenina, pero gónadas masculinas internas, son mujeres?
Esta cuestión demuestra que no estamos especulando, sino considerando hechos extremadamente prácticos dentro del régimen de las competiciones deportivas, que parte de hacer una división binarista.
La respuesta en este caso es más compleja, porque advierte que se ha pasado de lo biológico a lo social, o del sexo al género, puesto que estas criaturas son inscritas sin dudar en el Registro Civil como niñas, un hecho social, basándose en que sus órganos genitales externos son inequívocos, y en que cuando crecen suelen insertarse mejor entre las mujeres por la misma razón, aunque suelen ser bastante masculinizantes. Por tanto, se puede responder, usando la mayor precisión, que no están más cerca del centro del conjunto difuso Intersexuales que del de los conjuntos difusos Hombres y Mujeres, pero, dado que sólo hay dos sexos legales, pueden ser consideradas socialmente mujeres. Se introduce así la distinción entre sexo biológico y sexo social o legal.
Pero debe hacerse constar que la inserción social (o deportiva) de estas personas es problemática sólo porque la clasificación de los deportistas es binarista. Si no atendiera a dividirlos en dos sexos, saltando incluso sobre el binarismo legal de cada estado, y usara como referencia el nivel alcanzado al inscribirse o en la temporada anterior, estas personas se insertarían indiscutiblemente en cada grado de competición.
¿Las personas XY transexuales que se puedan considerar intersexuales si se demuestra plenamente en el futuro que su condición procede de diferencias cerebrales producidas en la gestación, son mujeres?
La respuesta es de nuevo compleja puesto que en un principio se diría que estan situadas dentro del conjunto difuso de Hombres y más dentro del conjunto difuso Intersexuales, pero la primacía del cerebro en la personalidad y la naturaleza biológica de esta condición, que sería una intersexualidad cerebral, aconsejarían situarlas también más dentro del conjunto difuso Mujeres. Pero mientras sólo haya dos sexos legales, pueden ser consideradas socialmente mujeres, incluso sin necesidad de operarse, como es el caso, por ejemplo, en la legislación española.
Observamos en resumen que el conjunto Mujeres es difuso por cuanto incluye la variable hiperandrogenia, que es una cuestión de más o menos; y queda mejor definido biológicamente al incluir la variable de accidentalidad.
Este mismo esquema, “mutatis mutandis”, se puede aplicar en los mismos términos al conjunto difuso Varones.
Nótese que en Australia ha terminado el binarismo de los sexos legales al aceptarse en el Censo de 2006 por primera vez una casilla de intersexuales entre las dos tradicionales.
Cabe preguntarse si tendría sentido crear una tercera casilla legal, a imagen de Australia, en la que se situaran todas las personas que no se hallan dentro del sistema binarista.
Es verdad que, entre las personas llamadas intersexuales, algunas de las cuales deberían definirse mejor como extrasexuales, por estar fuera del sistema XX/XY (por ejemplo, las X0, las XXY, etcétera), todas están situadas de hecho en uno de los dos sexos legales, y la mayoría están conformes con estar dentro de él (aunque hay una minoría profundamente disconforme)
La asignación, hasta ahora, ha sido heterónoma, realizada por el médico o la comadrona en el momento del parto, basándose en criterios heterónomos, tales como la posible funcionalidad genital futura, por lo que la mayor parte de las personas intersexuales son asignadas como mujeres e incluso operadas en su primera niñez para supuestamente mejorar su inserción social.
Ni que decir tiene que la asignación se hace dentro de criterios binaristas, llevando a la persona hacia uno de los dos polos reconocidos y prescindiendo de que también se podría decir la verdad más simple y verdadera: “Esta criatura es intersexual”.
Pero, a juzgar por lo que trasciende, la mayoría de las personas intersexuales se acomodan a esa asignación heterónoma. Es decir, subjetivamente aceptan una situación legal (hombre/mujer) que no corresponde a su realidad objetiva (intersexual)
Quitarse toda clase de problemas sociales, adaptarse, ser aceptada, son desde luego razones suficientes, en una cultura binarista y bajo una legislación binarista, para aceptar una clasificación binarista.
Por estas mismas razones, sin duda, hay muchas personas transexuales que prefieren considerarse hombres o mujeres dentro de un sistema binarista.
En primer lugar, el binarismo cultural ambiente les impele a decirse “si no soy hombre, soy mujer”, sin considerar siquiera que los intersexuales también existen, realmente, objetivamente.
Por otra parte, en un sistema legal binarista, se está obligado a aceptar una de las dos clasificaciones.
Y en tercer lugar, dentro de una cultura binarista, es más fácil decir a los demás “soy hombre” o “soy mujer” que presentarse con los numerosos matices y sorpresas que acompañan objetivamente a la definición “soy intersexual” (o “soy transexual”)
Sin embargo, la realidad objetiva tiene más fuerza que cualquier ideología, sobre todo en cuanto llega a la consciencia, por lo que antes o después se acabará imponiendo.
Intersexuales y transexuales (o intersexuales transexuales) constituimos también un conjunto difuso de una variedad casi infinita, en el que pueden reconocerse incluso muchas mujeres masculinizantes (y autodefinidas como mujeres masculinizantes) y muchos hombres feminizantes (idem id)
La conciencia de diferencia está sostenida muchas veces por una simple hiper- o hipoandrogenia, respecto a los estándares androgénicos de mujeres u hombres, suficiente para tener una repercusión cerebral y para determinar también conductas diferentes de las estándares.
No cabe duda de que la asignación personal al conjunto difuso Intersexuales, en vez de al conjunto difuso Mujeres o al conjunto difuso Hombres, será a veces subjetiva, dependiendo quizá de razones biográficas más que biológicas; en igualdad de circunstancias unas personas masculinizantes preferirán definirse como mujeres y otras como intersexuales (transexuales), y lo mismo pasará con algunas personas feminizantes.
Sin embargo, será preferible que en el futuro los criterios subjetivos se acerquen a los objetivos. Hay personas que son ciertamente, innegablemente intersexuales. Sería mejor, en una ascesis de realismo, que se definieran como intersexuales.
En otras, la intersexualidad es tan sutil, que entra en los parámetros de la variabilidad androgénica de hombres o mujeres. El realismo aconsejaría que estas personas se definieran como hombres feminizantes o mujeres masculinizantes.
DESPATOLOGIZACIÓN
La teoría y la práctica de la transexualidad están cambiando profundamente.
En los años cincuenta, cuando Christine Jorgensen reinició el ciclo de los cambios de sexo, inaugurado por Lili Elbe, en 1931, y Harry Benjamin los conceptualizó, la transexualidad se concibió de una manera muy simple: trans-sexualidad, es decir, paso de un sexo al otro, por vías endocrinológicas y quirúrgicas, establecidas por primera vez en aquellos tiempos.
La palabra transexual se volvió sinónima de demandante de ayuda médicoquirúrgica y se le prestó a veces por cirujanos espontáneos, a la manera de la cirugía plástica, en una época en la que no existían preocupaciones por demandas judiciales, entre los que fue famoso el Doctor Gourou que operaba en Casablanca, en una situación de vacío legal.
Poco a poco, la Asociación Internacional de Disforia de Género Harry Benjamin (HBIGDA), una asociación en realidad estadounidense pero respetada en todo el mundo, fue creando un protocolo básico que todavía se sigue usando, por lo que merece una reflexión.
El protocolo estaba impregnado del puritanismo estadounidense. Lejos de él las alegrías estéticas del Doctor Gourou. La cirugía debía efectuarse sólo con causa justificada, por el diagnóstico de una enfermedad o patología que debían estar bien tipificadas y merecer una atención médica compasiva. Se buscó una enfermedad, se la llamó síndrome de Harry Benjamin, y de hecho se transfirió a los psicólogos la autoridad de diagnosticarla.
Se aceptó de hecho porque, poco después, el seguimiento del protocolo liberaba al cirujano de demandas judiciales, y porque posteriormente permitió el acceso de los pacientes a la Seguridad Social, en Europa.
El protocolo básico consideraba fundamental el que se llamó Test de la Vida Real y se dividía, de manera tripartita, en valoración psicológica o psiquiátrica, tratamiento endocrinológico e intervención quirúrgica.
Concebía el proceso transexual como una especie de línea de metro con sólo tres estaciones, es decir, como un túnel unidireccional, con subsecciones fijas, y concebido para llegar a un fin único.
Al concebirse de esta manera, la atención de los profesionales se centraba en la autorización para viajar en ese metro privilegiado, concediendo derecho de paso a ciertas personas, consideradas como “verdaderas transexuales” y negándoselo a otras, a las que se apartaba por no corresponder a lo previsto.
Concentrada toda la atención de los profesionales en la funcionalidad de la línea, entendiéndose a sí mismos como administradores de las tres estaciones, y nada más que de las tres estaciones, muchas veces se habrá desatendido a las personas no admitidas, por intensas que fueren sus necesidades psicológicas y sus requerimientos de atención endocrinológica o hasta quirúrgica-estética.
En 1990, el CIE, un repertorio internacional de enfermedades, usado por todos los médicos para el diagnóstico de sus pacientes, introdujo la transexualidad formalmente como una enfermedad psiquiátrica, como “trastorno de la identidad de género”, lo que supuso un salto que nos trasladaba plenamente a un espacio nuevo, el de la psicopatología, cuyo correlato es la necesidad de curación; si por ahora, “el único tratamiento conocido” es el endocrinológico-quirúrgico, en el futuro podría ser otro distinto, un condicionamiento conductual arrollador por ejemplo.
En ese momento, se daba una vuelta de tuerca: la transexualidad se psicopatologizaba y en realidad se profundizaba en definirla como algo que debía ser evitado, aunque se concediera a los desde entonces pacientes el beneficio de una terapia como mal menor. No se trataba siquiera de un desajuste, como puede ser una simple cojera, sino de todo un trastorno, o el síndrome de Harry Benjamin.
Al cabo de muchos años de experiencia, empezaron a emerger problemas en ese protocolo, nacidos de que no corresponde a la realidad.
El primero, la misma noción de diagnóstico de una patología, se convierte en una autorización psicológica para entrar en el proceso médico y quirúrgico, y confiere al psicólogo un papel de juez y un derecho de decisión sobre un aspecto fundamental de la vida del usuario completamente inadecuado y que afecta gravemente a la misma función psicológica.
Constituido el psicólogo en autoridad, disponiendo sobre vidas ajenas, fue natural que los usuarios hicieran averiguaciones sobre las respuestas que tenían efectos favorables y sobre las desfavorables, arruinando la confianza usuario-psicólogo e invalidando cualquier estudio científico sobre esta población, que se basara en tests o en preguntas informales.
Como se verá más adelante, este régimen de autoridad sería fácilmente superable con que se pasara a un régimen de autonomía, en el que los únicos requisitos fueran establecer o subsanar en su caso la salud psíquica del usuario, y asegurarse de que ha recibido suficiente información durante un tiempo prudencial, dejándole al cabo de ese tiempo el pleno derecho de decisión sobre su vida, y la plena responsabilidad sobre sus posibles errores, como corresponde a una persona mayor de edad.
Pero mientras los médicos en general y luego los psiquiatras en particular (en su propio repertorio, el DSM) andaban por ese camino, la base social de la transexualidad ha ido recorriendo otro, asimilando en primer lugar conceptos como la diferencia entre sexo y género (diferencia enunciada por primera vez por Robert Stoller, observando a sus pacientes transexuales), en el cuadro de los grandes márgenes de una sociedad permisiva, que nos han permitido crear con libertad nuevas formas de vida.
En los años cincuenta se podía pensar que cualquier experiencia transexual requería el cambio quirúrgico de sexo. Género y sexo yacían todavía fundidos en la consciencia, lo único no se podía concebir sin lo otro. Puesto que cualquier variante se entendía como variante sexual, cualquier cambio debía ser cambio de sexo. Y como los dos sexos de concebían estereotipados, teníamos que pasar radicalmente de uno a otro, puesto que no se concebían estados intermedios. La fuerza de la pulsión por el cambio, se transformaba automáticamente en deseo apremiante y obsesivo por el cambio de sexo. Sin darnos cuenta, metimos a psicólogos, médicos y cirujanos en nuestra casa.
Pero a la vez, los mismos desajustes entre esa concepción y nuestra realidad personal, pues quizá no éramos ni varones ni mujeres estereotipados, nos sometía a una fuerte angustia, a vacilaciones, a culpabilidades, incluso a la sensación de estar en parte mintiendo, con graves consecuencias para nuestro equilibrio personal.
El movimiento queer (años noventa) puso también la base para unas identidades blandas y flexibles que sustituyeran a las duras de los veinte años anteriores, creadas en momentos de combate, en los que era preciso diferenciar claramente a homosexuales de heterosexuales y a transexuales de homosexuales y de heterosexuales, lo mismo que se diferencian ejércitos en batalla.
Conseguida en los años cero la igualdad de derechos, asentada una nueva visión social, incluso legal en Europa y los Estados Unidos, y particularmente en España, ha sido posible distender mucho esas identidades, y de manera más espontánea que la Teoría Queer, que distinguía entre queer (raro, rarito) y straight (severo), actitudes americanas que aquí se han convertido en algo así como un “to er mundo hase lo que le da la gana”.
Más adelante, la teoría queer de los años noventa está profundizándose en el no-binarismo de sexo y de género de los años ceros.
Hace ya casi diez años que el catalán Cesc Gay filmó “Kránpack”, película en la que aparece con toda nitidez la despreocupación por las cuestiones de orientación de unos adolescentes varones que, de camino hacia la playa, y entre tensiones emocionales muy fuertes, duermen juntos una noche, para seguir después, sin dramas ni culpas, uno en dirección heterosexual y el otro homosexual.
Vi en ella una actitud generacional nueva, y la vuelvo a ver ahora en el corto 02 de la serie “Test de la Vida Real”, en el que una exposición de gran belleza formal muestra las actitudes de género de un joven trans masculino que no se preocupa ni siquiera de tener una identidad definida, tanto menos de hormonaciones o cirugías.
La actual teorización sobre el no-binarismo y por su concreción en la teoría de los conjuntos difusos de sexo/sexualidad/género muestra la complejidad de las experiencias de transición de sexo y de género.
El no-binarismo de sexo (no todavía de género) empieza por la intersexualidad, en la que una persona reúne condiciones de los dos sexos mayoritarios, y la extrasexualidad, cuando está fuera de esos sexos (por ejemplo, en la composición cromosómica X0)
La intersexualidad puede darse de muchas maneras. Por ejemplo, parece confirmarse que ciertas transexualidades se deben a la impregnación prenatal con cantidades de andrógenos inferiores o superiores a las de los estándares mayoritarios (hipo- o hiperandrogenia) que configuran el cerebro de una manera bastante diferenciada para que reviertan sólo en determinada diferencias conductuales o a veces en diferencias de sexualidad (conducta pulsional asociada al sexo: ejemplo, penetración o recepción) e incluso en la imagen corporal genital (iidadentificación como propios y coherentes de los genitales con que se ha nacido o desidentificación, extrañeza y hasta repulsión por ellos)
Puede haber personas que, por razones incluso de una estructura cerebral que todavía estamos empezando a conocer, consecuencia de la variabilidad natural humana, crecieron esperando desarrollarse como personas del otro sexo y que vieron que esto no se cumplía; que, conforme con esta imagen de sí, este verdadero proyecto personal, vieron incluso que sus relaciones de amor, en las que cuenta tanto la imagen de la pareja como la figura propia, se veían desvirtuadas, o imposibilitadas, por una imagen personal que no coincidía en absoluto con la que emergía de sus estructuras incluso biológicas.
Todo esto es doloroso, pero nada de esto es psicopatológico. Nada de esto tiene su origen en la mente, sino en el cerebro, sino en la estructura corporal de la persona. Nada de esto es ni siquiera patológico, pues corresponde a la variabilidad natural de la vida, a los continuos ensayos de cambio en que se traduce la reproducción, alguno de los cuales pueden ser más adaptativos, según qué circunstancias, y otros, menos, también según el medio, pero todos naturales.
Algunos pueden ser muy funcionales respecto a algunas condiciones y presentar desajustes funcionales respecto a otras. Corresponde a la naturaleza de las cosas que un desajuste funcional suela producir dolor o incomodidades, aunque esto no ocurra siempre; quizá dependa de su intensidad.
Observamos que la inter- extra- transexualidad no es de por sí una condición médica; algunas personas en estos casos pueden vivir sanas sin recurrir a un médico ni desearlo, aunque otras pueden manifestar cierto desagrado. En análisis lógico, si algunas personas no necesitan algo y otras sí, es que esa necesidad no va con ese algo.
Mujeres (XX e identitarias, hiperandrogénicas) que nacieron con un clítoris que llega a ser un micropene o hasta un pene, pueden estar orgullosas de él, por ejemplo si son lesbianas, o desear no haberlo tenido, porque puede parecerles ajeno y puede estorbar su vida afectiva. Análogamente, una persona XY, hipoandrogénica, puede identificarse como varón o no adaptarse a sus genitales.
¿Qué queda entonces? Que la medicalización está indicada cuando hay, por usar una expresión del DSM, “malestar clínico significativo”. No por enfermedad, ni siquiera por enfermedad mental, sino por lo que podríamos llamar disfuncionalidad adaptativa o incluso por disfuncionalidad social.
(Un ejemplo de ésta la constituyen determinadas operaciones de cirugía propiamente estética, en las que se trata de corregir formas de la cara que son perfectamente sanas y naturales pero que en la interacción social pueden producir grave inseguridad, falta de autoestima, depresión, etc Está perfectamente indicado medicalizar estas situaciones, incluirlas en la Seguridad Social (recuérdese el segundo término de esta expresión) y sin embargo no hay enfermedad alguna que sanar)
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Pero aún hay más razones para la despatologización, yendo incluso de la psiquiátrica a la general; obsérvese que, una vez producida, no habrá diagnóstico que realizar, ningún repertorio al que seguir; la demanda de esta asistencia estará fundada en sentimientos personales imposibles de verificar o de cuantificar objetivamente. Es imposible cuantificar el sufrimiento por una parte del rostro que sin embargo nos haga sufrir realmente. Es imposible, en general, cuantificar el dolor, incluso físico y sin embargo puede ser insoportable. El servicio psicológico/médico no puede más que saber que estas circunstancias son posibles, cerciorarse de la ausencia o subsanar cualquier psicopatología (no la transexualidad) que pueda suplantarla, fiarse del usuario y de su testimonio, e informarle cuidadosamente de las consecuencias de su decisión.
Una patologización, en la práctica actual, es una tipificación cuasi jurídica de una enfermedad y la asignación de unos protocolos de tratamiento (en nuestro caso, los de lsa antigua Asociación Internacional Harry Benjamin)
La despatologización desactiva todos esos legalismos que gravitan sobre nosotros. Como en la cirugía estética, el usuario que la plantea tiene capacidad para decidir; en nuestro caso, se trataría sólo de constatar la realidad, de oir la voluntad del usuario de cambiarla, y de explicarle suficientemente el proceso, sus consecuencias, y su responsabilidad personal sobre sus decisiones. Nadie más tiene que acertar o errar; nadie más tiene que someter esa decisión a un proceso cuasi judicial de pruebas y contrapruebas (pero sin defensor); el usuario es quien decide sobre su peticióm despatologizada, pero medicalizada.
Más radical es la despatologización de personas que se consideran ambiguas, que formaron en su adolescencia una identidad ambigua (un concepto no-binarista), y que pueden haber visto cómo su desarrollo corporal las desambiguaba y las sumía en la angustia, aunque sin centrar ésta en la evolución de órganos definidos, sino de la apariencia corporal..
Obsérvese el dato importante de que los mismos procesos cognitivos y emocionales pueden seguirse en unas personas de una manera distendida y en otras con angustia. No se trata por tanto de que la ambigüedad sea patológica, sino que la situación de unas personas u otras puede seguir lógicas y encontrar circunstancias muy distintas.
La angustia procede en estos casos de la interacción social sobre todo; de ver que no se es vista con la ambigüedad que se valoró; de que los demás insisten en insertar a la persona en un cuadro binarista o de que el propio aspecto entra dentro de alguno de los parámetros binaristas.
Al mismo tiempo, no se tienen motivos internos para llegar a una hormonación o a una operación; los impulsos proceden del medio social, del deseo de afirmar en él la propia ambigüedad y de conseguir la mayor aceptación posible.
Aquí vemos personas que ya no son binaristas, interactuando con un medio binarista, y cediendo ante él y sometiéndose a sus representaciones. En atención a ellas se puede incluso desear fuertemente hormonación u operación sin que correspondan a ninguna cuestión de funcionalidad personal.
Pero llegamos así a un no-binarismo de género, cuyas expresiones son múltiples y desde luego mayoritarias.
Tiene que ver con orientaciones blandas, o difusas, de las defendidas por la teoría queer, y con la plena adopción de identidades difusas, situándose en las periferias de las mayoritarias y fluctuando de unas a otras.
Esta actitud no es incompatible con que otras personas mantengan orientaciones o identidades más definidas, más cerca de sus respectivos centros. Es simplemente una preferencia personal por estar más cerca de la periferia.
No requiere hormonaciones y menos algo tan definido como una cirugía. No pretende superar el nivel de la estética y sin embargo la estética es fundamental para su bienestar.
Son equiparables a las tribus urbanas juveniles, a un estilo de vida, a un modo de vestir ambiguo, pero pretenden llegar a la edad adulta en ellos, aunque algunas personas prefieran ceder la vez y definirse más en cualquiera de los sentidos.
Sin palabras, predican un mensaje a todas las personas variantes de sexo o género: “Si puedes, si quieres, quédate aquí”
Es decir, si no sufres, si no es para ti un agobio, permanece en este estado ambiguo, evita hormonaciones u operaciones, sé reconocido por tus compañeros de ambigüedad, crea formas de vida y de relación, rompe todas las convenciones, en espera de que algún día todos sepan reconocerte.
No te preocupes de definir tu orientación ni tu identidad, porque justamente te defines como persona de orientación e identidad indefinidas, tú, en último análisis.
Lo que te gusta de ti puede gustarte, y lo que no te gusta o te gusta menos, puedes aceptarlo porque es tuyo, puede llegar a gustarte porque es tu especificidad, lo que te ha traído a este punto en el que estás, lo que define tu ambigüedad.
Desde luego, la patologización en general y la medicalización compasiva se volatilizan para quien se hace este planteamiento.
No es nada especulativo; como digo, es la práctica de una generación que, siendo trans, me parece postransexual, y hasta postransgénero, por su rechazo a asumir formas definidas, o estéticas literalmente pasadas de moda. Si las mujeres (difusas) son ambiguas en su ropa diaria, ¿por qué las trans (difusas) hemos de ser definidas, ni siquiera como mujeres?
¿Y si una mujer se viste arrolladoramente sexy para ciertos momentos, por qué he de renunciar a vestirme sexy?
¿Y si esa mujer (difusa) requiere la cirugía estética, por qué yo no, con las mismas intenciones?
¿Y si recurro a la cirugía de reasignación de sexo, qué diferencia hay entre ella y la cirugía estética?
Los planteamientos son tan flexibles que podría pensarse que son una vuelta atrás, y que de hecho pueden llevar a una situación de represión y clandestinidad, a un “me quedo aquí porque es más fácil” y luego “me quedo donde me dejas”.
Pero no; con una perspectiva no-binarista, estas actitudes son compatibles con las más definidas; esta ambigüedad convive con la intersexualidad (difusa), la masculinidad (difusa) o la feminidad (difusa)
No se trata de restringir las formas de expresión de sexo y género, ni su medicalización, cuando esté justificada, sino de abrirlas a quienes deseen vivirlas de forma abierta.
Ya estamos llegando a esa cultura plenamente no-binarista, pero nos faltan referencias; nos parece que estamos creándolo todo de la nada y eso puede hacer que nos sintamos inseguros.
Ya se ha llegado hace milenios en las culturas amerindias, por ejemplo en la de Zapotecas, con su noción de las o los muxe, que ni siquiera usan un género definido, que pueden ser, digamos, heterosexuales u homosexuales y casarse heterosexual u homosexualmente o supongo que con otras muxes. Ha llegado la hora de aprender de ellos, de aprender de otros.
HEMOS LLEGADO A LA CONCLUSIÓN
La experiencia transexual empieza por una sensación de extrañeza por el propio cuerpo.
No ajustamos. No nos levantamos con la naturalidad con que otras personas se levantan cada mañana, sintiendo que las letras de la palabra yo se prolongan con toda sencillez por las líneas, la forma, las características, el peso de su cuerpo.
No se miran en el espejo con el pasmo que nosotras nos vemos. O con la angustia con que nos vemos.
Sin embargo, esta sensación no la tenemos sólo nosotras. Rosa Chacel escribió unas frases que entendí profundamente, referidas a que las guapas, cuando se miran en el espejo, creen ser lo que ven, mientras que las feas saben que no son lo que ven.
Por lo tanto, las personas feas tampoco son lo que vemos; las miramos, y vemos su apariencia; ellas son otra cosa.
También hay diferencias entre ellas y nosotras; en ellas, simplemente es la conciencia de un desajuste social, que va a tener consecuencias para su vida, quizá desprecios, quizá burlas, dificultades para ser queridas, dificultades para tener hijos.
En nosotras, puede ser la conciencia de una biografía, cuyas experiencias, cuyos sentimientos, cuyos golpes, cuyos consuelos, nos han llevado a pensar que seríamos más felices como hombres (pero somos mujeres) o como mujeres (pero somos hombres), algo tan sencillo, tan frecuente, a veces tan profundo como eso; o a veces, la conciencia de un desajuste hasta biológico; el cuerpo nos pide hacer cosas que hacen los hombres, pero no tenemos el cuerpo de un hombre; o no nos lo pide, y no ajustamos, y sin embargo tenemos el cuerpo de un hombre.
Nada de esto es patológico. Ni siquiera los golpes o los traumas son patológicos, porque forman parte de la vida diaria de cada ser vivo. Son adaptativos. “O crece o muere”, dice el adagio; o “lo que no mata, engorda”, su versión popular; son desafíos naturales que pueden servir para mejorar.
Tampoco son patológicos los desajustes entre un cerebro más bien de un sexo y un cuerpo más bien del otro; son parte de los ensayos y variaciones que continuamente realizan las fuerzas de la naturaleza; a veces, de ellos surgen formas de vida mejor adaptadas a un medio determinado, nuevas, llamativas por desusadas.
Sólo es patológico lo que compromete la vida. Y nuestras vidas pueden ser completamente sanas, pero nuevas, hasta mejor adaptadas.
El descubrimiento del error del binarismo ensancha nuestra visión y nuestras posibilidades.
Nuestra cultura considera que sólo hay dos sexos, perfectamente delimitados, y lleva esto al límite de establecer dos sexos legales, y obligarnos a todas las personas a meternos en uno u otro, cuando la realidad es mucho más compleja. Cuando descubrimos que este binarismo no se ajusta a la realidad, inmediatamente nos encontramos con un espacio nuevo para nosotras.
Porque puede ser que hayamos querido simplemente ser hombres o mujeres, en contradicción con la apariencia de nuestros cuerpos, pero también puede ser que el binarismo, que también hemos aprendido, nos lleve a decirnos “si no soy del sexo A tengo que ser del sexo B”, ignorando que hay también otras opciones.
Cuando lo sabemos, puede ser que nos adaptemos mejor situándonos en un plano intermedio; o que descubramos que no tenemos necesidad personal de operarnos, o de hormonarnos, o de obedecer a los cánones que rigen el sexo A y el sexo B.
¿Por qué los seres humanos vamos a tener que obedecer sumisamente a un aspecto de la naturaleza, cuando toda nuestra historia, desde que se inventó la agricultura, hace diez mil años, consiste en transformar la naturaleza?
Y menos aún, cuando la interpretación de lo que es natural, resulta errónea, como se ve en el caso del binarismo, cuando una supuesta norma natural se ha convertido en enemiga de los seres verdaderamente naturales que van naciendo.
Las únicas normas morales, en nuestras transformaciones de la naturaleza, necesarias para nuestra supervivencia, es que sean verdaderamente necesarias y que estén al servicio del hombre, y vemos que esas consideraciones suelen ser justamente las que les dan fuerza a nuestros cambios.
A fin de cuentas, puede ser que nuestra búsqueda sea la de una mejor adaptación personal a la realidad. ¿Por qué va a ser mejor someterse a modelos colectivos que seguir un modelo personal?
Una vez encontrado, puede ser que definamos nuestras afinidades, las personas con quienes nos sentimos más semejantes, con quienes nos entendemos mejor. Así conciliamos la necesidad de ser nosotros mismos con la de formar parte de una comunidad: la de los hombres (difusos), la de las mujeres (difusas) o las muy variadas de quienes no somos hombres ni mujeres (más difusas que cualesquiera otras)
Vemos que nuestra experiencia transexual nos lleva a la experiencia más profundamente humana que puede haber: la de sentirme yo.
La de reconocer la importancia de este yo, aparentemente pequeño, insignificante, casi invisible, pero que soy yo, que estoy aquí, que me pongo en mis propias manos.
Ante mí tiemblan los totalitarismos, los colectivismos, porque acabo venciéndolos. Nada masivo puede más que los sucesivos yo que vamos levantándonos, muchos machacados, pero siempre reviviendo otros.
La transexualidad es centralmente humana porque la pregunta por la identidad es una pregunta sobre el yo.
Por eso, las personas transexuales acabamos diciendo. “Yo soy persona”, es decir, no hombre, no mujer, no intersexual, sino conciencia.
Yo existo del todo cuando comprendo que yo soy yo, que estoy aquí, ahora. Distinta de lo que no soy yo. Yo soy distinta de mi cuerpo. Soy distinta de mi sexo.
El hallazgo del espacio interior me revela mis diferencias con el espacio exterior; yo que veo soy distinta de lo que veo. En cada uno de nosotros humanos el sujeto absoluto es distinto del objeto absoluto. Éste es el fundamento último de la disforia de género y la transexualidad.
Pero es el fundamento último de la humanidad. Yo soy distinta de mis circunstancias. ¿He nacido pobre, he nacido rico? Yo no soy eso, yo soy quien nace en cualquier sitio que no sabe. ¿He nacido guapa, he nacido fea? No lo sé, hasta que me lo dicen o me veo en un espejo. ¿He nacido lista, he nacido torpe? Es cuestión de suerte.
No me puedo enorgullecer de nada, como si fuera mío. No me pertenece nada, me lo he encontrado. Yo miro la vida, y en eso soy igual que todas las otras personas.
Yo descubro también que me corresponde un cuerpo que me agrada o no. Yo descubro que me corresponde un sexo que me agrada o no.
En cada persona transexual hay un distanciamiento entre su subjetividad y su objetividad, o entre lo que soy yo por dentro y lo que soy yo por fuera. Este distanciamiento es el normal de los seres humanos cuando aprenden lo que tienen que aprender. Vivo como un verdadero ser humano.
La transexualidad es un conjunto de experiencias y sentimientos que llevan, de una manera viva, a conocer mi diferencia y libertad respecto a todas las determinaciones y las ligaduras.
Y permite que a la conciencia de opresión siga la de liberación. Permite así la experiencia no sólo de los lazos, sino de la rotura de los lazos. Una vez que se han visto rotos, siguen rotos, aunque todavía no lo estén. También es transexual, libre, quien sigue bajo la fuerza de sus circunstancias o de sus compromisos personales. Ya las paredes de la cárcel no existen. El campo está abierto.
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