lunes, octubre 05, 2009

Quinta parte


FORMAS DE EXPRESIÓN INDUMENTARIAS


GUIÓN. El vestirse, como liberación. Extremas reglas del Código de Género binarista. La ropa de mujer ya no es binarista. La falda como única prenda no unisex. Pero existen conjuntos difusos de ropa de hombre y de mujer. El desafío feminizante de salir a la calle con ropa de mujer y afrontar el estigma que crea el Código de Género. La ropa no expresa sólo identidad, sino también deseo. El deseo feminizante. El deseo masculinizante. Las agresiones binaristas. La ropa no-binarista. El llamado test de la vida real. Errores y alternativas.



Desde que en el Paleolítico Superior, o fase de la caza organizada, tuvimos cueros y pieles para vestirnos; desde que en el Neolítico, o revolución agrícola, dispusimos de tejidos, los humanos nos hemos vestido.

Las ropas liberan de la carga de la apariencia corporal inmediata y por eso son el fundamento principal del transgénero. Vestir de mujer o vestir de hombre se convierte en el criterio práctico fundamental para definir la pertenencia a uno de los dos conjuntos binarios clasificados como mujeres y hombres.

Por eso, el Código de Género binarista ha extremado la diferenciación de lo que pueden llevar las personas clasificadas como mujeres y las personas clasificadas como hombres. En el siglo XIX, momento de mayor auge del binarismo, las diferencias eran máximas, desde los complejos vestidos de falda larga y polisón hasta los austeros ternos o los vistosos uniformes. Esto ha sido tan fundamental, que el Código de Género pasó en este punto en muchas naciones de lo consuetudinario a lo escrito, castigando con la cárcel a quien fuera lo bastante valiente como para infringir la norma.

En el siglo XX y lo que llevamos del XXI la ropa de las personas clasificadas como mujeres se ha transformado espectacularmente abandonando de hecho cualquier binarismo, a la vez que se han extendido las ropas unisex, especialmente las deportivas. Por las mañanas, al ver la entrada y salida de los institutos de enseñanza es sorprendente ver la proporción de las personas que llegan o salen con ropas indiferenciadas como los chándales. O en cualquier competición deportiva.

Naturalmente, el efecto de estos cambios ha sido disminuir mucho la fuerza como significante de género de mucha de la ropa que llevamos. Una persona que quiera expresar su situación intergenérica, deberá usar otras señales para hacerlos. Entre ellas, las más fuertes actualmente son las cosméticas y de su arreglo. El Código de Género sigue siendo inflexible en cuanto a la pintura facial, que es para las personas clasificadas como mujeres y no como hombres. La longitud del pelo es ambigua, pero hay ciertos peinados inequívocamente femeninos (no hay inequívocamente masculinos) Quien quiera expresar su transición de género, o su situación intergenérica, tendrá que recurrir a estas señales.

Hay una única prenda que se mantiene fuera del sistema unisex: la falda (fuera de los kilt escoceses o de las largas túnicas usuales para los hombres en algunos pueblos africanos y asiáticos) Una persona XY que se pone falda, se sitúa sólo con ello en el ámbito feminizante.

Pero no; todas estas consideraciones no deben oscurecer el hecho de que sigue habiendo ropa de hombre y ropa de mujer, que ambas estás suficientemente diferenciadas, aunque más sutilmente que en tiempos anteriores, por lo que constituyen buenos ejemplos de conjuntos difusos, más identificables en el centro, más indefinidos en los bordes, como se puede comprobar con sólo mirar a nuestro alrededor.

La razón de que exista y siga existiendo esta diferenciación es que no sólo tiene que ver con la identidad, sino con el deseo. Nos vestimos como hombres o como mujeres también para definir mejor nuestro atractivo, para amar nuestra propia imagen y para ganar el amor o el deseo de otras personas.

Estoy entrando así en uno de los motivos más profundos de la transexualidad: no poder amarse a sí misma o sí mismo dentro del sexo de origen, no querer ser amada o amado dentro de ese sexo, ansiar ser amada o amado dentro del otro.

Para conseguir todo esto, recurrimos a la ropa. Es verdad que, en líneas generales, hay ropa de hombre y ropa de mujer, y que ésta tiene que parecernos grata a cada cual y también ser atractiva para los demás. La ropa de hombre suele enfatizar la seriedad, la autoridad, con sus colores sobrios; algunas prendas subrayan la musculatura; la ropa de mujer juega con los colores llamativos, el ceñido de las líneas, lo que se descubre y lo que se cubre. Todo ello, en unos y otras, está diciendo en el fondo: “¡Deséame!”

Cuando un hombre, cuando una mujer se viste para salir a la calle, cuando elige su ropa en la tienda, está pensando casi sin pensarlo en ser atractivo.

Cuando hace esto una persona transexual, está pensando en lo mismo, porque ya sabemos que su motivación primera está en ser deseado o deseada como quiere serlo. Para una mujer trans, salir a la calle y ser mirada con admiración y deseo, es lo que nos hace soñar; al menos soñar y sentir que vivimos. Sentimos que nos ajustamos a la realidad, no sólo a la realidad que es sino a la que puede ser.



Por eso, vestirse por primera vez de mujer, para una persona feminizante, y salir a la calle como mujer, suele ser un momento de conmoción y verdaderamente transcendental, en el que hace falta recurrir a todo el valor de que se disponga, pero todas las fuerzas de la vida empujan para tener ese valor.

Pero hace falta asumir que muchas personas feminizantes tenemos problemas con nuestra imagen como mujeres y sin embargo deseamos con todas nuestras fuerzas ser por lo menos atractivas. Hay muchas maneras de conseguirlo, a partir de nuestra propia realidad, no intentando negar los hechos. La estética más fuerte es audacia y no convencionalidad. La percepción, la creación pueden llevar a mil formas agradables o brillantes, que supongan para nosotras la materialización por fin de nuestra imagen, el hallazgo de la forma en la que reconocernos, que exprese lo que sentimos y vivimos desde nuestra niñez, adolescencia, juventud, esa suma de visiones y aspiraciones personales que ahora podemos hacer visible para nosotras y para los demás. La expresión de nuestros sentimientos y sensaciones, no la expresión de ninguna otra persona.


El equivalente para una persona masculinizante no está en las prendas de la vida diaria, dada la intensa masculinización de la ropa válida para las personas clasificadas como mujeres, sino en el punto de llegada que todas estas prendas confirman. Verse a sí mismo, admirarse a sí mismo entre los hombres, en el lugar de los hombres, en el espacio de poder y respeto conseguido por los hombres, en la consideración como hombre, es lo que puede despertar su sentido del aprecio de sí mismo.

La frecuente aspiración de los hombres trans a ser “un hombre gris”, mencionada en la escuela de Lacan, un hombre indistinguible de cualquier otro, puede indicar esa valoración del estatus masculino colectivo, del que cualquier varón participa, por contraposición al estatus tradicional de la mujer, claramente devaluado y por tanto no valorado.

Ésa es la contraparte del deseo feminizante: mientras que aquí predomina el ansia de ser valorada personalmente, en el deseo masculinizante se observa el ansia de la integración en el colectivo masculino.

Pero en muchos hombres trans cuenta también el deseo. Quieren ser atractivos, y precisamente como hombres, para las mujeres o los hombres que ellos mismos desean, y saben lo que tienen que hacer con su indumento para serlo.

Pretenden una impresión de conjunto, que entre claramente en el centro del actual conjunto difuso de la ropa masculina. Lo masculino es la insistencia en ciertos temas cuya acumulación sea inequívoca. Pantalones, camisas, chaquetas, corte de pelo, etc cuyo resultado final transmita claramente lo que se quiere transmitir.


Todo ello, junto, tiene carácter de declaración pública y requerir igualmente valor y decisión.

El efecto formal parece a primera vista de un binarismo extremo, muy semejante al de los varones más conservadores, pero bajo las apariencias, la realidad material es no-binarista. Permite la comprensión de que existe una masculinidad cultural o una intersexualidad masculinizante que entran plenamente en el conjunto difuso de la masculinidad.

En este esfuerzo por la transición, es preciso reconocer todo el mérito de las personas feminizantes, porque al vestir como mujeres se enfrentan en mayor medida al estigma infligido por el Código de Género. Es sabido que esto se debe a que el Código de Género vigente no sólo es binarista, sino que de hecho sigue jerarquizando el binario. Para una persona XY, la consideración binarista supone un descenso; para una persona XX, un ascenso. La mujer suele ser más baja y menos musculosa; que una trans feminizante sea alta y fuerte, parece un desperdicio; que un trans masculinizante haga pesas, resulta natural y encomiable.

Estos cambios son entendidos como voluntarios, y por tanto, la feminización se considera humillante o ridícula, mientras que la masculinización es meritoria. “¡Cómo se puede querer ser mujer!”, o “No quiere ser mujer, como es natural”, son los juicios que están sin decirse detrás de estas actitudes automáticas. Sólo tener claro este contexto social, puede liberar a la persona feminizante del peso de un estigma creado por el Código de Género.

Que sigue siendo también real: acoso en la calle, burlas y sarcasmos, miradas desaprobatorias, insultos, agresiones, que en algunos pueblos pueden llegar al asesinato, es lo que forma la experiencia de cualquier persona feminizante. Acostumbrarse a ir soportando miradas fijas y hostiles por la calle, a ver a un padre señalándote con irrisión ante sus hijos, a esquivar los grupos de adolescentes o de hombres solos, a mirar a izquierda y derecha en según qué calles, a soportar las burlas de los chiquillos, y en circunstancias más duras, habituarte a los arrestos policiales, cuando no a las violaciones u otros abusos, o a salir a la calle con miedo a morir por ese sólo hecho y rogar, como es el caso real, sólo por perderle el miedo a esa muerte, todo eso forma parte del heroísmo diario e insospechado con el que tenemos que vivir las personas feminizantes.

Su causa denuncia claramente que la población en general sigue siendo binarista y hasta fanáticamente binarista. Cualquier transición se sigue viendo como una transgresión del orden natural (y no del cultural) que merece por lo menos la burla, el ostracismo y la marginación y en la práctica, en ciertas condiciones sociales, hasta la muerte.

Sólo cabe pensar, y quizá decir, cuando es preciso enfrentarse a tales valentones: “Soy más valiente que tú”.

Pero ante esta realidad social, todavía vigente con fuerza, es comprensible que quienes pueden, quieran vestir de mujer de la manera más convencional y definida que les sea posible. Pasar desapercibida por la calle, no digamos ser atractiva, se convierte en una garantía de tranquilidad. Hace tiempo que observé que el binarismo más intenso, el machismo más consciente, se rendía ante el atractivo de Bibiana Fernández, incluso antes de operarse.

Pero para quienes no tenemos la suerte de tener una apariencia definidamente femenina, es más conveniente también definir nuestra ropa que dejarla indefinida.

O seguimos vistiendo con ropa de hombres, atenuando más o menos las convenciones, o si llegamos a cruzar la raya dando alguna señal significativa, más vale que las demos todas, si lo que pretendemos es una relativa tranquilidad.

Quiero decir que, si nos pintamos, más vale que pasemos inmediatamente por la sección de mujer de una gran superficie para elegir la ropa que nos vamos a poner, y que a la vez nos hayamos dejado el cabello largo y vayamos a una peluquería de señoras –incluso para comprar postizos, si fuere necesario.

Hay alguna experiencia de quien ha pasado por una fase más o menos unisex y después por otra más definida y convencional, de que se tuvo que enfrentar con un máximo de hostilidad durante la fase ambigua o unisex, hallando más comprensión o benevolencia cuando definió su ropa. No se acabaron burlas ni insultos, pero fueron mucho menores, hasta alcanzar un punto perfectamente excepcional y por tanto soportable.

La razón, de nuevo, está sorprendentemente en el binarismo. La población mayoritaria sigue impregnada por él, de manera que entiende que haya dos categorías o dos casillas, pero no entiende que haya más. Entonces, en presencia de una persona que desafíe las convenciones de género, opera el miedo a lo desconocido, mientras que ante una que por lo menos las respete en parte, surge la satisfacción de que puede entenderla.

Dicho de otra manera, según el Código de Género binarista, ser feminizante es malo, pero parecer una mujer como otra cualquiera, o querer parecerlo, es menos malo. Es aceptar el orden de género, es someterse –algo que se considera tan adecuado para una mujer- y se puede pasar así de un insulto a una transigencia, con lo que se gana en consideración y tranquilidad, desde luego.

Pero si se decide hacer frente al binarismo (algo que siempre ha sido posible, pero ahora es más posible), las formas de expresión mediante la ropa se multiplican.

Es posible que sean convencionales. Basta con que se explicite que quien las lleva no es una mujer como otra cualquiera. Es suficiente con que se diga y no se oculte que se es una mujer trans, o una intersex. Si tu cuerpo te permite llevar vestidos vaporosos, ¿por qué vas a renunciar a ellos? Si puedes ponerte una mini y lucir tus piernas, ¿vas a perder esta oportunidad?

El premio de la sinceridad será ganar en atractivo, aunque sea con un punto de morbo, y en tranquilidad. Lo tienes dicho todo; nadie se puede enfadar contigo; quienes te deseen, te desearán tal como eres, y quienes no te deseen, te harán sentir la verdad de que nadie es universalmente deseado.

Pero puede ser que, por tu voluntad, o por necesidad, porque tu apariencia no entre dentro de lo más generalmente femenino, tengas que asumir modos de vestir no convencionales.

Todas las formas son posibles en este caso. Lo no convencional admite incluso lo intermitente, vestir más femeninamente en unas ocasiones y más masculinamente en otras, pero, como en el caso anterior, dejando claro que es la misma persona la que asume las dos formas de expresión (lo convencional sería asumir dos identidades distintas, lo que puede llegar a ser esquizoide y no permite el desarrollo de la personalidad)

También puede ser no convencional el estilo o la combinación de las prendas elegidas, junto con las otras formas de expresión complementarias. Es no convencional el estilo drag, que extrema la vistosidad; se puede concebir un estilo drag de noche y un estilo drag de día, arrollador.

O es no convencional ponerse dos coletas a los lados, un corpiño y unos minipantalones, y salir a la calle de una manera que ninguna mujer formal osaría.

O por el contrario, ponerse un chaquetón militar y una falda recta, verdosa o kaki.

O llevar un vestido clásico, y no disimular la voz.

Todo ello supone hacer frente al Código de Género binarista y desafiarlo en nombre de sí mismo o sí misma.

Tal desafío, no todas las personas se sienten capaces de plantearlo. Pero llamar a él es llamar también a la valentía y al sentido común.

Cuando no se puede tener un aspecto no convencional, es mejor asumirlo, y si este hecho permite un avance cultural, es mejor todavía.

En algunas naciones hemos llegado al punto de que esto sea posible (con reservas todavía y en según qué medios) y por esto mismo, se puede esperar que estas posiciones se vayan generalizando y dando lugar a una cultura de género nueva, expresada en una estética nueva.

EL LLAMADO TEST DE LA VIDA REAL

En los protocolos basados en Harry Benjamin se llama test de la vida real al cambio permanente de vestuario, considerándolo una prueba para determinar si puede ser acertada la operación.

El esquema del protocolo queda así: evaluación psicológica  test de la vida real hormonación  cirugía.

Pero en este planteamiento hay varios errores.

Entrar en la vida real no es una prueba, se entiende que reversible, sino lo más fuerte y difícil de la transición, incluso la culminación de la transición en sí.

Es el propósito que se persigue, y no un simple test, realizado imcluso en fechas tempranas de la transición.

Salir a la calle con la ropa del otro género cambia por definición todos los parámetros de la vida social. A no ser que se pueda cambiar de residencia, puede provocar enfrentamientos familiares y ruptura de relaciones, crisis y despidos laborales, choques con el vecindario, etcétera. La decisión de enfrentarse con todo ello es la más valiente y difícil que puede haber en la transición.

Mucho más que las decisiones quirúrgicas, que en la práctica, quedan en la intimidad de cada cual.

Pero todo ello, como se pretende al definirlo como test o prueba, al principio de la transición, cuando la persona transexual no está segura de sí misma o no sabe arreglarse con naturalidad o cualquier problema supone una fuerte conmoción.

En tales condiciones, esto no es un test, es una explosión incontrolada. Es natural que tal protocolo provoque angustias e incluso fracasos que no se hubieran dado si se planteara sin exigencias o con mayor paciencia.

Más racional resulta por tanto que la persona pueda determinar el momento de su acceso transgenérico a la vida real según sus circunstancias, y cuando le convenga. Hacerlo, puede ser un dato favorable a tener en cuenta por el psicólogo, pero no una imposición protocolizada, es decir, impersonal.

Esto es tan así, que incluso se presentan con cierta frecuencia personas que quieren llegar a la cirugía, sabiendo que no pueden acceder a la vida real. Hipotecas, responsabilidades familiares razonables, etcétera, pueden estar en el origen de una decisión perfectamente lógica, en la que la cirugía se plantee como la sola esperanza personal.

Pero además, en un contexto no-binarista, se puede entender esta decisión no como una limitación, sino como expresión perfectamente coherente de los equilibrios personales. Se puede sentir una disforia genital intensa y al mismo tiempo una aceptación fundamental del género, como también se puede sentir lo contrario, disforia de género sí, disforia genital, no. Puede ser que la persona que ha llegado a la consulta no desee en absoluto una vida transgenérica.

Es binarista todo esquema que presuponga que se quiera ser sólo hombre o mujer, y que no querer ser una de las dos opciones, suponga querer ser la otra.

Esto se comprende mejor cuando se advierte que la definición de un “test de la vida real” está unida al poder, y más concretamente, a la cuestión de quién paga el tratamiento.

El llamado test de la vida real puede estar impuesto por la Seguridad Social, en la que pacientes con ingresos modestos tienen que aceptar las condiciones leoninas que se les imponen como única oportunidad.

En cuanto los ingresos son suficientes y se puede pagar la atención médica privada, el requerimiento de un llamado test de la vida real se disuelve.

Hay un segundo error en todo este planteamiento que consiste en ver toda la transición como unidireccional, un recorrido con estaciones predeterminadas, como el de un metro, con un recorrido único que culmina en la cirugía.

Es también más ajustado a las realidades observables y, por tanto, más racional, saber que los recorridos de las diversas transiciones son múltiples, que sus puntos de salida y de llegada pueden ser distintos, por lo que cada transición es un hecho personal, que puede o no requerir atención psicológica y médica.

De esto me quiero ocupar a continuación.



FORMAS DE EXPRESIÓN MÉDICAS Y QUIRÚRGICAS

GUIÓN. Las formas de expresión médicas y quirúrgicas son equivalentes a las demás. No son garantía de mayor feminidad o masculinidad. Personas XY con identidad femenina y no operación. Personas XY con identidad masculina y operación. Protocolo de autorización. Protocolo de reconocimiento. Condicionamiento histórico del primero: los criterios de los años cincuenta. El binarismo extremo. Criterios no binaristas: conjuntos difusos. No unidades de trastornos de la identidad de género, sino unidades de expresión de la identidad de género.

Quiero señalar que la medicina y la cirugía pueden prestar formar de expresión que son equivalentes a las que hemos visto como conductuales, cosméticas, ornamentales e indumentarias.

En realidad, no tienen un estatuto privilegiado sobre ellas, como haré ver. No suponen la culminación del camino. No son una garantía de feminidad o masculinidad, aunque lo parezca a primera vista. Son formas de expresión que deben exteriorizar sentimientos interiores, pero éstos pueden no ser más profundos que otros, simplemente distintos.

Me baso en la observación, en la vida real, de que algunas personas XY que se operan, no son más femeninas que las que no se operan (y para las personas XX se podría decir lo mismo, aunque conviene dedicar más atención a las condiciones específicas de su existencia)

Ni que decir tiene que otras personas XY bastante femeninas y con identidad profunda femenina requieren una operación como medio para ajustar sus sentimientos y su cuerpo, pero la paradoja que acabo de formular es bastante frecuente y llama mucho la atención porque incita a no generalizar.

En efecto, parece que las personas XY que tienen más hondamente arraigado el sentimiento de una identidad femenina son aquéllas que lo sienten desde los tres o cuatro años, que han soñado en esas edades que crecerían como niñas y luego como mujeres. Son las que siguieron así un proceso de identificación primaria (que describo más extensamente en “Identificación, desidentificación, identidad”), de quienes se puede decir, con Kohlberg, que por tanto su identidad profunda es femenina.

En esas edades, la identidad es compatible con cualquier forma del cuerpo, de la que no se es muy consciente. Puede decirse que la identidad está separada de la corporalidad.

Pues bien, la experiencia muestra que la mayor parte de esas personas, al llegar a la socialización extrafamiliar, suelen sentir un gran deseo de “ser como los demás”, lo que hace que la mayor parte evolucionen como homosexuales, una parte menor como heterosexuales y una parte todavía menor como transexuales (ver los estudios de seguimiento)

Por tanto, muchas de estas personas que tienen una identidad femenina profunda no se plantean siquiera seguir un proceso transexual y las pocas que se lo plantean pueden o no obviar la cuestión de la operación. Puede ser que si han entendido siempre su cuerpo compatible con su identidad, puedan seguir sintiéndolo así. Por tanto, pueden no necesitar operación alguna y sin embargo tienen una identidad femenina profunda, que puede estar revestida por una identidad masculina práctica. Como decía un muchacho gay, reivindicativamente: “Yo me siento mujer y no necesito operarme” (ni hormonarse, ni vestir como mujer)

Sin embargo, otras personas XY que formaron una identidad masculina, pueden verse arrastradas por diversos procesos traumáticos (lo traumático no es patológico, es biográfico; una herida no es una patología, sino una historia), que pueden llevar a una profunda desadaptación a las normas binaristas y con ello a la desidentificación a que me refería antes. En ellas, la identidad primaria masculina subsiste, pero es necesario un proceso de readaptación, en la que se puede reclamar una operación cuando los genitales son el símbolo del trauma.

Paradójicamente, entonces, una persona XY con identidad femenina puede no necesitar la operación y una persona XY con identidad masculina puede necesitarla para conseguir sus equilibrios personales, por lo que no se puede decir que “son más femeninas las personas que se operan”. También es posible desde luego que se den las situaciones contrarias, más lineales, en las que una persona XY con identidad femenina requiere una operación para mejor ajustar su identidad y su cuerpo, pero la sola existencia de esta paradoja de la operación muestra que se debe considerar sobre todo como una forma de expresión de realidades complejas como otra cualquiera.

Es verdad que el recurso a la Medicina y la Cirugía tiene caracteres más sólidos que otros. Requiere la asistencia de profesionales, actos médicos o quirúrgicos muy complejos, es irreversible y elimina la fecundidad.

En primer lugar, hay que plantearse el estatuto de este recurso. ¿Es necesario clínicamente? ¿Quién decide su necesidad? ¿Somete a las personas transexuales a las decisiones de médicos y cirujanos o pone a unos y otros al servicio de las personas transexuales?

Este debate se profundiza con el que se desarrolla actualmente entre las personas transexuales sobre las cuestiones de la despatologización de la transexualidad (salida del DSM) y la más radical de la desmedicalización (que supondría renunciar voluntariamente a hormonas y cirugías)

Las profesiones psicológica, médica y quirúrgica han protocolizado hasta ahora, siguiendo los criterios de la Harry Benjamin Association, la asistencia a las personas transexuales de la siguiente manera:

Parten de que la transexualidad “produce un malestar clínicamente significativo” (DSM), lo que legitima la asistencia, tanto más cuanto que se ha constatado que el único tratamiento efectivo del malestar de las personas transexuales es la cirugía.

A partir de estas dos constataciones previas, se diseña un tratamiento compuesto de evaluación y seguimiento psicológico, que incluye el llamado test de la vida real, tratamiento endocrinológico y por fin cirugía. Es un esquema que se puede comparar con una línea de metro, predeterminada y con tres estaciones fijas.

Este tratamiento tripartito se basa en un régimen jurídico de autorización. El visto bueno inicial tiene que darlo el psicólogo, puesto que sin él, el endocrinólogo no está autorizado a actuar. Éste da el siguiente permiso, y entonces actúa el cirujano.

La experiencia, especialmente la americana, más extensa, muestra que el régimen de autorización no es funcional. Al ponerse la decisión sobre una cuestión tan profundamente personal como la identidad en manos de otras personas, éstas se convierten en enemigas potenciales del considerado paciente. Éste comprende con nitidez que su futuro depende de profesionales convertidos en jueces, a quienes el Derecho dota de potestad omnímoda sobre aspectos centrales de su vida.

Este poder indebido es el que los convierte en nuestros enemigos potenciales, porque no hay garantía de su formación, ni de su equidad, ni de su equilibrio personal. Al considerado paciente no le queda más que el sometimiento, ninguna alegación.

En esas condiciones, es natural que las personas transexuales se defiendan de estos sobrevenidos enemigos, indagando lo que deben hacer para conseguir el ansiado visto bueno. Puede ser que averigüen lo que a los profesionales les gusta oir y lo que no les gusta. En este sentido, reajustarán sus relatos para contar sólo lo que les puede abrir las puertas y se callarán lo que les pueda perjudicar.

Estas informaciones se pueden hallar en las mismas salas de espera o en los foros de internet. Si hubiere profesionales que quisieran ponerles coto, hay que advertirles de que sería como querer poner puertas al campo.

Pero en estas condiciones, no puede dejar de nacer una moral penitenciaria, carcelaria, marcada por la desconfianza mutua, que entre otros efectos colaterales, invalida muchos de los estudios de investigación realizados por los profesionales sobre “sus” considerados “pacientes”, como ya se ha constatado en los Estados Unidos.

Frente a esta lamentable equivocación, que todavía hoy prevalece, se puede plantear un régimen jurídico de autonomía.

Este régimen parte del derecho del usuario a disponer de su propio cuerpo y a ser reconocido como el único que sabe las razones por las que lo hace.

Actualmente, hay quien (yo misma) reconoce filosóficamente la naturaleza singular de la subjetividad. No sólo yo soy la única persona conoce los sentimientos que hay en mí, su intensidad, sus correlaciones, sino que esta subjetividad es inaccesible para cualquier otro e incluso tengo dificultades para expresarla exacta y plenamente (una exposición más detallada de este tema puede verse en mi blog “Filosofía dentro”)

Puesto que es así, es inútil que cualquier psicólogo pretenda hacer una evaluación objetiva de lo que hay en mí. Lo subjetivo es por definición no objetivo, no está abierto al análisis objetivo de la realidad. Nadie puede saber qué siento exactamente ante una música o ante un cuadro; el arte ofrece valoraciones subjetivas. Cualquier sentimiento sólo es valorable subjetivamente, esto es, por quien lo experimenta. La disforia, la transexualidad, son sentimientos y como tales deben ser considerados: inaccesibles a otros.

Sobre este fundamento, sólo queda confiar en mi capacidad de decisión, para que se reconozca mi derecho a la libre expresión de mi personalidad, reconocido en España y exigible constitucionalmente.

Para llegar a esta confianza y reconocimiento, es natural que los profesionales que deban ayudarme se cercioren primero de que mi capacidad de decisión racional existe. Un análisis psiquiátrico que certifique que no existe –o que si existe, ha sido superada- cualquier psicopatología que disminuya gravemente o anule mi libertad de decisión, será suficiente.

También será natural que, para prevenir cualquier error, el protocolo prevea un tiempo de información psicológica que culmine, al cabo de un tiempo predeterminado, que puede ser de uno o dos años, en la libre decisión del usuario y sólo del usuario.

En ese tiempo, en esas condiciones, el psicólogo se convierte en un amigo cualificado del usuario. Obligado al secreto profesional, el usuario puede comunicarle sin miedo sus dudas, sus vacilaciones, sus temores. Ël podrá comunicarle y reiterarle sus consejos, sus sugerencias, también sus opiniones o sus dudas, y todo ello será útil. La confianza mutua se habrá restablecido.

Dicho sea de paso, los estudios que emprenda el psicólogo con los usuarios con quienes trabaja, podrán ser plenamente válidos, a este respecto.

Al final del proceso, el psicólogo podrá hacer constar sus valoraciones, pero el usuario ya estará en condiciones de tomar una decisión informada.

A partir de ese momento, los aciertos o los errores de esta decisión serán únicamente de la responsabilidad del usuario, teniendo en cuenta que conoce mejor que nadie las razones que le llevan a su decisión. Nadie puede pretender conocerlas mejor.

Pero se puede ir más lejos. Todos los protocolos vigentes proceden de la Harry Benjamin Association, y ésta, antes de cambiar su nombre, rendía homenaje al Doctor Harry Benjamin, que llegó a una visión sistemática de la transexualidad en los años cincuentas del siglo XX.

Para entender sus referencias, es útil ver una película americana de aquellos años. En ellas aparecen varones de chaqueta, corbata y pantalón, tocados con sombrero, y mujeres de vestidos vaporosos. Lo que sorprende en ambos géneros es la uniformidad de los modelos de ropa y conducta. Todos y todas siguen modelos muy bien definidos. Los varones suelen ser administrativos o negociantes y las mujeres, amas de casa.

En aquellos decenios inmediatos a la Segunda Guerra Mundial, los de la mayor intensidad de la Guerra Fría, se extendió por los Estados Unidos un profundo conservadurismo social y cultural. Y hoy vemos con nitidez que era un conservadurismo binarista.

Fue en ese clima en el que el Doctor Harry Benjamin definió sus concepciones, que fueron por tanto extremadamente binaristas. Si no se podía ser hombre, se tenía que ser mujer, en esas definiciones cerradas y extremadas. Christine Jorgensen, la segunda persona que cambió de sexo, después de Lili Elbe, lo expresó perfectamente, vistiendo con vestidos vaporosos, perfumándose y maquillándose como se esperaba que lo hiciera.

Esa herencia histórica se advierte todavía en los protocolos derivados de Harry Benjamin y en el ejercicio de los profesionales.

En primer lugar, se trata de averiguar si la persona que se tiene delante, como paciente subordinado a sus decisiones, es un verdadero transexual, para lo cual se han elaborado diversas categorías como TV, TG o TS (y el paciente debe aprender a demostrar que no pertenece a las dos primeras) transexual primario (o joven; fiable, autorizable) o secundario (maduro, desconfiable), etcétera.

Para definir a una persona como transexual verdadero, se siguen criterios binaristas que respondan a una división entre hombres y mujeres tan nítida como la que se suponía que existía en los años cincuenta: se puede valorar por ejemplo positivamente que la persona muestre labilidad emocional (por ejemplo, que llore), o que vaya bien maquillada, o que sus posturas y gestos sean muy femeninos. En caso de que la persona no se haya dado cuenta de que ésos son los criterios de admisión, y muestre entereza (que no llore), o vaya a la consulta sin maquillar, o no intente disimular su voz de varón, o se siente con las piernas abiertas (todo ello pecados contra la imagen de la mujer de los años cincuenta) podrá producirse por ejemplo un tenaz trato en masculino por parte del terapeuta o una extensión de la evaluación por ejemplo a lo largo de siete años (se trata de casos reales)

Por supuesto esto lleva a que el llamado test de la vida real se deba cumplir con criterios binaristas. También en la práctica esta exigencia puede llevar a un travestimiento ad hoc que dure lo que dura la consulta, pero que haga ganar cuantos más puntos mejor en el permiso final.

En cuanto entramos mentalmente en el siglo XXI, en los criterios no-binaristas y queer, toda esa rigidez binarista se desvanece.

Nos damos cuenta de que pertenecemos a conjuntos difusos de género, y entonces, no querer pertenecer al conjunto de los varones no plantea como única opción pertenecer al conjunto de las mujeres de manera lo más integral posible; y si se quiere huir de este conjunto, tampoco el de los varones clásicos es la única opción.

En primer lugar, los mismos conjuntos de los varones y las mujeres son difusos. En realidad, si aplicamos un criterio de más o menos en lugar de sí o no, nos encontramos con que se puede integrarse en estos conjuntos de manera difusa.

En el conjunto de los varones pueden entrar por ejemplo distintas personas intersexuales pero que más o menos se reconocen como varones. Lo mismo resulta en el caso del conjunto de las mujeres. En rigor, la noción de difuso puede incluir en estas categorías a las personas transexuales que lo quieran así, calificadas como hombres o mujeres trans.

Pero a su vez, otros conjuntos difusos se abren y se forman al lado del de los hombres o las mujeres. Entre ellos pueden estar el de las personas transexuales que se identifican como transexuales o el de las intersexuales que prefieren identificarse como intersexuales (unas y otras “ni hombres ni mujeres”), el de las personas que prefieren definirse como queer o raras, etc

Esta pluralidad de opciones tiene como efecto desdibujar la necesidad de la hormonación y de la operación, que como hemos visto tienden a acercar a la persona a la imagen binarista.

Es posible vivir como hombre, como mujer, como transexual, como intersexual, como queer, con arreglo a los nuevos parámetros, sin necesidad de hormonarse ni de operarse. Es posible seguir siendo fecundo o fecunda sin que se alteren las referencias legales de género. Thomas Beattie en los Estados Unidos o Rubén Noé en España lo han mostrado con total desenvoltura. En el caso de España, pueblo más avanzado hoy día en las cuestiones de género, la noción legal de progenitor ha sustituido a las de padre o madre, sin que importe legalmente la forma en la que se llega a la generación.

En estas circunstancias, cabe pensar que las demandas de hormonación o cirugía irán disminuyendo, puesto que será posible vivir públicamente la propia diferencia, más matizadamente, y sin recurrir a ellas.

Pero si hablamos de la hormonación o la cirugía como formas de expresión del sujeto, también hay que contar con que determinadas personas las requieran como expresión propia, y aun como forma de equilibrio personal.

Puede ser que se sigan sintiendo, por algunas o muchas personas, como una necesidad irrenunciable, como un apremio frente a una situación que rompe la misma estructura de su ser.

Ser amada como mujer por un hombre hetero o una mujer lesbiana, ser amado como varón por una mujer hetero o un hombre gay, pueden ser deseos tan profundos, que no se pueda soportar que el cabello caiga, que la barba pinche, o que unas mamas estén presentes, o que los genitales sean entendidos por la persona como incoherentes, o que sean rechazados directamente.

Esto conduce a la hormonación, a la cirugía plástica, a la de cuerdas vocales o a la de reasignación genital, sentidas como liberadoras, como experiencias maravilladoras, como felicidad pura y simple frente a la desgracia anterior.

La alternativa suele ser, como se ha visto, entre adaptación y desadaptación, y también, como hemos visto, sólo cada persona puede decidir si está adaptada o desadaptada; nadie puede decidirlo por ella, y por tanto, sólo a ella corresponde el derecho a acertar o equivocarse.

Ningún paternalismo puede hacer que nadie decida sobre mi vida mejor que yo. Y si me equivoco, el error será mío.

Entonces, el fundamento teórico y legal del servicio médico deja de ponerse en una supuesta necesidad terapéutica para situarse en la libertad de expresión y en su correlativo derecho a la libre expresión de la propia personalidad, reconocido constitucionalmente en España.

Las necesidades de esta expresión, las frustraciones y las angustias que pueden producir, sabemos que son tan graves, que está justificado que el Estado intervenga para liberarlas y que sea legítima una atención médica y quirúrgica, en la medida en que sea racionalmente necesaria, y dependiendo de la decisión informada del usuario.

Las Unidades de Identidad de Género deben seguir abiertas, pero sus fundamentos y su funcionamiento deben asimilar lo que hemos aprendido desde hace cincuenta años. No ha lugar ya a que se llamen unidades de trastornos de la identidad de género. Deben llamarse unidades de expresión de la identidad de género.

En la próxima entrega quiero hablar de los recursos médicos, como la hormonación masculinizante y feminizante, así como de las operaciones quirúrgicas, tanto plásticas como de reasignación genital, que usamos como forma de expresión de nuestra identidad y valorarlas desde el punto de vista de su eficacia comunicativa.



RECURSOS EXPRESIVOS MÉDICOS Y QUIRÚRGICOS


GUIÓN. El derecho de libre expresión de la personalidad. La asistencia médica y quirúrgica para eliminar obstáculos a la libre expresión. La despatologización. Una hipotética desmedicalización. El respeto a las formas personales de expresión y su extrema necesidad: las jairas. El valor expresivo de la hormonación. Sus límites. La hormonación como ensayo general, por delante del llamado test de la vida real. Valoración de las cirugías de reasignación disponibles. Las fantasías de jerarquización. La cirugía estética. Cuidado con el “síndrome de Michael Jackson”. La superación del qué dirán.


Puede llamar la atención este título, pero corresponde exactamente a la convicción del movimiento transexual más reciente, en el momento de escribirlo, de que la atención médica y quirúrgica no se debe hacer para la cura de una patología, sino como asistencia al derecho de libre expresión de la personalidad, que en España es constitucional.

Esto es precisamente lo que está requiriendo el actual activismo por la despatologización del hecho transexual. No requerimos que se nos atienda porque suframos de ninguna patología o trastorno, puesto que nuestra transexualidad es sólo una variante natural de la sexualidad entre tantas otras, sino por los obstáculos sociales que encontramos en nuestro derecho a la libre expresión humana, y en el dolor y la angustia con que estas dificultades han llenado nuestras vidas.

Es verdad por una parte que la naturaleza (sí, la naturaleza) está continuamente produciendo variantes, y en nuestro caso cada variante es un ser humano con su historia, y por otra parte es también verdad que el Código de Género vigente, con su idealización binarista, se niega a ver estas variantes; simplificándolas, las despacha como errores de la naturaleza, enfermedades o pecados contra la naturaleza.

En la medida en que el Código de Género configura la vida social con rigor penal (yendo las penas desde la marginación hasta la de muerte), las personas cuya expresión no se ajusta a él, podemos sufrir toda clase de represiones y opresiones, y en este sentido, la actual conciencia del Código de Género como artefacto, puede aconsejar asistencia médica y quirúrgica con el fin de paliar el verdadero “sufrimiento clínicamente significativo”, pero socialmente inducido. Está bien que una sociedad más avanzada en conciencia crítica palie los daños producidos por una sociedad más primitiva.

En este sentido, las personas que hoy vivimos la transexualidad en un contexto social todavía primitivo, todavía sometido al Código de Género binarista –no hay más que salir a la calle desde nuestros bares protegidos para sentir todavía tanta hostilidad-, no podemos casi imaginar cómo hubiera sido la evolución de nuestra experiencia y nuestros sentimientos de vivir ya en un contexto no binarista.

Ver las actuales opciones de algunas personas transexuales muy jóvenes, que pueden prescindir de la hormonación y la operación, lo mismo que de una expresión personal binarista (o bien como hombre o bien como mujer y punto), permite pensar hipotéticamente en un futuro social en el que la expresión médica o quirúrgica ya no sea requerida. Pero sólo hipotéticamente. No hay que dejarse llevar por la belleza de las formas conceptuales, todas simplificadoras.

Podemos pensar, es verdad, que si las variantes de expresión de género son admitidas y reconocidas desde la niñez, la persona pueda habituarse a expresarlas sin necesidad de recurrir a la hormonación y la operación, por lo menos en mayor proporción de lo que ocurre actualmente, cuando, dentro del esquema binarista, se considera necesario llegar a la mayor asimilación dentro del binario. “Si no soy A, seré B”. Cuando esté visualizada la aceptación social de una pluralidad de conjuntos difusos de género, cabe pensar que la adaptación personal sea menos cortante, no binaria, como ya empieza a serlo. Pero hay que ser prudente con esta hipótesis y no convertirla en dogma ni imposición-

La realidad, siempre compleja, es que muchas personas transexuales encontramos nuestra forma de expresión, adaptada a las circunstancias actuales, por medio de la hormonación y de la cirugía. Y estamos hablando de formas de expresión personales. Esto sucede, en especial, cuando no conseguimos adaptarnos a los genitales de nacimiento, cuando nos producen una profunda extrañeza y desagrado, como si fueran ajenos, hasta el punto de que sea razonable pensar en una incompatibilidad entre ellos y ciertas estructuras cerebrales, es decir, en una intersexualidad.

No debe excluirse un diálogo informativo con los profesionales, previo a la decisión, pero finalmente la decisión será personal, basada en el principio de que sólo cada cual puede decidir lo que le conviene.

Un precedente histórico de esta necesidad personal puede verse en la práctica premoderna de las jairas (grafía inglesa: hijras) de la India. Durante siglos, ha ofrecido una salida social, aunque marginal, a las transexuales, requiriendo como condición previa una emasculación total y traumática. La emasculación se realiza (o realizaba) ligando los genitales y cortándolos de un tajo, sin anestesia ni asepsia, por lo que se producen (o producían) cierta proporción de infecciones y muertes. Pero, aun en esas durísimas circunstancias, eran (son) muchas las personas que emprendían ese procedimiento, movidas por la fuerza de su expresión, que sólo encontraba esa forma.

No se puede relativizar la necesidad de expresión personal cuando estos hechos prueban su fuerza. Las autoamputaciones aparecen con cierta frecuencia en noticias de naciones donde no parece haber otra salida. Incluso donde la hay, las dificultades sociales siguen empujando hacia la autoamputación, las patologías psicosomáticas, como el infarto, y a veces, hasta el suicidio, por contar historias que conozco en España, desde 1993.

La hormonación y la cirugía son recursos expresivos que la persona transexual puede requerir y reclamar. Veremos ahora su valor.

La hormonación adecua el aspecto corporal de la persona a los de los conjuntos difusos de hombres y mujeres, y por tanto la alinea difusamente con las mayorías sociales, hecho que para muchos constituye el valor pretendido.

Esto resulta especialmente válido para los transexuales masculinos. La hormonación por andrógenos cambia la voz, desarrolla la musculatura, forma la barba y transforma el resto de la pilosidad corporal, aumentándola mucho o reduciéndola por la formación de una calva androgénica, que puede ser bienvenida.

En general, el aspecto corporal cambia radicalmente, lo que favorece la inserción social en la mayoría, incluido el trabajo.

(Otra cosa, que queda a la discreción de cada cual, es si eso es lo que desea personalmente, o una estrategia frente a la realidad social)

Por otra parte, la hormonación androgénica puede requerir el acompañamiento estético (y binarista) de una mastectomía, de la que después hablaré, y el preventivo de una histerectomía, puesto que parece que facilita la formación de quistes. Como en general el uso de los andrógenos es delicado, requiere en España receta médica, lo que lleva de nuevo a la cuestión del régimen de autorización o de autonomía, ya discutido, para el proceso transexual.

Por otra parte la hormonación androgénica puede producir en los primeros meses alguna tendencia a una fuerte irritabilidad y agresividad, hasta que se aprende a controlarla, y un aumento de la libido muy considerable.

La hormonación feminizante puede resultar menos espectacular. Se realiza con antiandrógenos en una primera fase y con estrógenos a continuación. Sus efectos dependen de la edad con que se emprenda, lo que aconseja tratamientos de detención de la pubertad, durante la adolescencia, de los que luego quiero hablar. Cuando se emprende ya avanzada la juventud o en la edad madura, produce redondeamiento de las facciones, forma las mamas, con mayor o menor desarrollo personal, disminuye la pilosidad corporal, disminuye la musculatura y redistribuye un tanto la grasa. En la vejez vuelve a ser menos necesaria, dado el retorno a una apariencia ambigua de todas las personas.

Pero la limitación de sus efectos en cuanto a la apariencia personal está en que no suprime la barba, ni corrige las calvas ya formadas (aunque detiene su formación y refuerza el cabello), ni altera la voz, lo que si se pretende mejorar la transformación de la apariencia corporal, puede requerir que la hormonación sea seguida por depilación, atención del logopeda o el foniatra, repoblación del cabello o uso de pelucas, etcétera.

Muchas personas transexuales aceptan de buena gana que acompañe a los antiandrógenos y los estrógenos una mengua de la libido, mayor o menor, pero no disminuye la afectividad, que incluso se desbloquea y se intensifica, generando unas formas nuevas de libido, más ligadas a los afectos.

Este hecho puede ser aprovechado incluso en la toma de la decisión personal. Si el proceso de transición empieza por la hormonación, a título experimental, y no por el llamado “test de la vida real”, como se pedía en anteriores protocolos, se consiguen varios efectos positivos:

=La transición empieza como un hecho privado y no como un hecho público y comprometidísimo, prácticamente irreversible en sus efectos sociales.
=La hormonación es durante muchos meses prácticamente reversible, y puede ser considerada como un ensayo general.
=Si la disminución de la libido resulta inaceptable, la misma persona usuaria renunciará a ella; si le es agradable, seguirá adelante.

En cuanto a las cirugías de reasignación hoy disponibles, voy a hacer un breve repaso, sin entrar en valoraciones técnicas:

Los trans masculinizantes suelen ver la mastectomía como la esencial, porque es la que les permite entrar en la práctica en el conjunto difuso de los hombres.

La entienden como una liberación. Siempre recuerdo a mi amigo N en bañador, ante el mar, mirando hacia el horizonte, puesto en jarras, callado y sintiendo que empezaba para él una nueva vida.

Elimina el uso de las molestas fajas que apretaban las mamas y el torso. Con frecuencia, el resultado estético afronta diversas cicatrices, pero se asumen de buena gana.

La histerectomía dije ya que parece que es aconsejable para evitar quistes.

La tercera operación es la faloplastia. Para ella, hay dos caminos diferentes:

=o bien se trabaja sobre el clítoris, que es de hecho un pene sin desarrollar (como las tetillas del varón son verdaderas mamas), que puede haber crecido algo gracias a la hormonación; se consigue un órgano completamente natural, plenamente sensible, aunque muy pequeño, que suele ser incapaz para la penetración.

=o bien se crea un órgano mayor, aprovechando diferentes partes del cuerpo, tales como músculos trasplantados desde los brazos o desde el vientre, o usando una prótesis de plástico que se reviste de la propia piel natural; el resultado puede ser evaluado en general como mediano: el órgano resultante puede deformarse, resultando poco estético y por tanto, problemático; no es sensible; y suele necesitar otra prótesis para la erección y penetración.

Se pueden unir, en ambas técnicas, dificultades para situar el conducto urinario.

Todos estos inconvenientes hacen que, con realismo, muchos transexuales masculinos estén renunciando hoy a la tercera operación, en espera de que el desarrollo de la medicina provea de mejores soluciones; podrían esperarse, por ejemplo, del uso de las células madre, para convertir los clítoris en penes completamente desarrollados y crear a la vez verdaderos testículos.

Pero hay otra solución más profunda, que consiste en insistir en el no-binarismo. La tercera operación puede corresponder a una representación según la cual hay que llegar a ser un hombre como otro cualquiera, y para ello sobre todo hay que tener un pene completamente funcional; pero esta representación corresponde a los dos conjuntos cerrados del binarismo, que son completamente irreales.

Puede ser que la expresión personal requiera que el cuerpo exista un pene desarrollado; pero puede ser también que el trans masculinizante se contente con estar en el conjunto difuso de los varones y que en él consiga su realización, en los grados parciales que suelen ser comunes en la humana experiencia, que aspira a la perfección pero siempre es más o menos frustrante.

En las trans feminizantes, el pecho se desarrolla de forma natural con la hormonación, aunque puede ser pequeño y se puede desear una operación plástica de aumento.

La vaginoplastia se puede realizar con varias técnicas: tomando piel de la misma zona genital o de los muslos o del intestino. Los resultados estéticos pueden variar desde un diez sobre diez hasta un uno o un dos. Excluyo el cero, por cuanto la intención más fuerte de la usuaria suele ser desprenderse de unos genitales en los que no se reconoce y esto se consigue incluso en los casos en que el resultado es más penoso.

La sensibilidad de la zona neovaginal puede ser poco intensa, pero las reacciones emocionales y afectivas la compensan. El orgasmo queda dificultado, pero no es imposible, y puede producirse a veces con igual intensidad que antes.

En general, parece que la operación está indicada sólo para las personas para quienes la sexualidad es secundaria y están motivadas de manera primaria por las cuestiones identitarias. Las personas para quienes la sexualidad es más importante, suelen renunciar espontáneamente a esta operación con esta sencilla reflexión: “Es que no se siente”, lo que no es verdad en términos absolutos, pero lo es en términos relativos: se siente menos.

Debe llamarse la atención sobre el hecho de que una cultura binarista de género, como es la nuestra, jerarquiza a las personas transexuales feminizantes según su cercanía a un modelo femenino cerrado. Según esta jerarquización, se supone que son más femeninas o más mujeres las personas operadas, un poco menos las hormonadas, y menos todavía las ni operadas ni hormonadas. Repetiré aquí que muchas de las personas XY más profundamente femeninas, desde su niñez, se desarrollan como gays, es decir, ni quieren vestir como mujeres, ni se hormonan, ni se operan, según muestran revolucionariamente los estudios de seguimiento, algunas siguen su vida como heteros, y sólo una minoría como transvestistas, transgéneros o transexuales.

No hay semejante jerarquización en la vida real. Pero como las personas y los animales amamos estar en los puntos más altos de las jerarquías, si se habla de ellas en el caso de la transexualidad, nos encanta situarnos en lo más alto, y si nuestra cultura nos dice que el punto más elevado se alcanza con la operación de genitales, puede ser que la pretendamos, no por atención a lo que deseamos de verdad, sino por razones sociales, generales y de la sociedad transexual, para situarnos en la cima del monte a donde se puede llegar.

No quiero decir que este sentido de una supuesta jerarquía sea el dominante en todas las decisiones referidas a la transición; de hecho, me parece mucho más fuerte el sentimiento de inadaptación, de extrañeza íntima y de rechazo. Pero quiero avisar, a las propias personas trans, en la búsqueda de su decisión, que estén prevenidas y no hagan caso de cualquier fantasía de jerarquía, si se presenta, porque puede desviar la atención de sus motivaciones personales más profundas.

Algunas personas transexuales feminizantes recurren a la cirugía estética para mejorar su aspecto: reducción de la nuez, de las mandíbulas, etcétera

Puede ser razonable, a condición de que no caigan en el que se puede llamar síndrome de Michael Jackson, búsqueda obsesiva de una perfección estética a través de tantas y tan minuciosas cirugías , que acaba siendo contraproducente.

También la reflexión no-binarista entra en esta práctica con la fuerza arrolladora de un vendaval. Las respuestas pueden varias, pero las preguntas son fuertes e incisivas puesto que nos confrontan con nuestra intimidad o nuestra autenticidad ¿Verdaderamente necesito yo esta operación o la quiero por razones sociales?

La verdad interior de la persona es lo único que merece ser expresado; lo que merece correr los riesgos de la operación y lo que puede superar incluso los fracasos estéticos.

O lo que se puede expresar incluso sin hormonación ni operación, superando el qué dirán para poder afirmarse como se es.


EVALUACIÓN EXTERNA


GUIÓN. Conveniencia de un aconsejamiento psicológico, en las duras condiciones binaristas. Las dificultades de la comunicación intersubjetiva. Las conjeturas y las analogías son necesarias, aunque inseguras. La empatía es conveniente. Nadie puede entrar en mi interior. Esto invalida en profundidad el régimen de autorización. Las líneas generales del aconsejamiento: la aportación y discusión de elementos conceptuales. La evaluación de los menores de edad. Una tutela compartida. La fluidez de las variaciones de género en la niñez y la adolescencia. La reversibilidad de las decisiones. Una historia personal.


Una evaluación externa, profesional, un buen consejo, informado e informador, en un régimen de autonomía de las decisiones de género, será muchas veces conveniente y hasta deseado y solicitado. Las duras condiciones en las que hemos de vivir en una cultura binarista, que por principio no tiene sitio para nosotros, lo hace conveniente mientras no se consiga extender con naturalidad una cultura no binarista.

Es lo acostumbrado ahora, cuando el usuario puede pagarlo y desea aclarar sus dudas y entender sus vacilaciones; en cambio, en el régimen de autorización que imponen nuestros actuales protocolos, no es casi posible. La función del policía y el juez es mandar, no aconsejar, aunque lo hagan excepcionalmente.

Quiero empezar por mostrar algunas de las dificultades que encuentra el asesoramiento psicológico; después mostraré algunas de las técnicas que se pueden usar.

La mayor dificultad es la comunicación intersubjetiva. Se trata de comunicar sentimientos, puesto que las decisiones de género se basan en sentimientos, y los sentimientos son no conceptuales, y por tanto no verbalizables y casi incomunicables.

Los humanos disponemos de dos formas de pensamiento, conceptual y no conceptual, racional e intuitivo, objetivo y subjetivo.

Puedo comunicar un razonamiento, que es pensamiento conceptual, objetivo, compartible por todos; puedo explicar Matemáticas, y seré comprendida; no puedo comunicar lo que siento al oir a Bach; lo sé yo, pero no tengo palabras para decirlo, porque no es pensamiento conceptual.

Únicamente puedo comunicarme esperando que mi interlocutor pueda entenderme por conjeturas y analogías con otras experiencias suyas y que así pueda valorar aquello por lo que sonrío o por lo que lloro. Aunque conjeturas y analogías son inseguras y hay que ser humilde para saberlo. Más fuerte puede ser la empatía, la identificación de lo que veo con los propios sentimientos del profesional, pero aun así se quedará fuera de ellos y también puede ser insegura; aunque es bueno sentirla.

Pero mis intuiciones y mis emociones constituyen un espacio interior realísimo, pero que sólo yo veo. Nadie puede entrar en él ni yo puedo casi sacar lo que hay en él. Tenemos telescopios para ver el gran espacio exterior, microscopios para mirar las minucias infinitas, pero no tenemos introscopios para ver el espacio interior de cada persona.

Ésta es la razón que objeta e invalida radicalmente el régimen de autorización. ¿Cómo va a decidir sobre mis sentimientos quien no puede entrar en ellos?

Pero queda el margen del entendimiento por analogía, por conjetura, por empatía, para que una persona que conozca conceptualmente el entorno de mis sentimientos, que haya razonado sobre sus posibles causas, sobre su estructura social y sus fundamentos biológicos, pueda hablarme sobre todo ello, profundizando mis propios conceptos y proponiendo ideas y proyectos de vida, con la esperanza de que despierten mis propias emociones, pero sin la seguridad de acertar. Éste es el régimen de autonomía en el que ineludiblemente, yo quedo como único juez y soberano sobre mis propias decisiones, mis aciertos y mis errores, porque así está hecho el ser humano. Cualquier intento de tutela es inadecuado y finalmente imposible.

Hasta aquí he expuesto la limitación más fundamental que define a la evaluación externa, por el hecho de serlo.

Pero a la vez he definido las líneas generales de lo que puede ser. Una aportación de recursos conceptuales al usuario, y su discusión natural, para que pueda entender objetivamente los aspectos externos de su decisión de género con más extensión y precisión. Una opinión –sólo una opinión- sobre el aspecto externo de sus sentimientos, que sólo el usuario podrá valorar.

La aportación de recursos conceptuales dependerá de los que el propio profesional disponga, incluso condicionados por la propia evolución histórica del conocimiento humano. En el siglo XX, un profesional sólo hablaría en términos binaristas de género, porque la cultura general era binarista: “Si no quieres ser hombre, tendrás que ser mujer (y mejor cuanto más mujer seas)”. En el siglo XXI, puede hablar en términos no binaristas, y si el usuario no los conoce, puede explicárselos plenamente, porque son conceptuales, referidos a la historia cultural, y de este modo abrirle perspectivas.

Esta aportación conceptual puede tratar de otros muchos aspectos: información sobre las expectativas relacionadas con la hormonación y la cirugía, sobre sus límites y sus posibilidades, sobre la realización del cambio social de género en las mejores condiciones prácticas, sobre la conveniencia del apoyo mutuo, sobre las posibilidades familiares, sobre los derechos laborales y la prevención de abusos sobre ellos, etcétera

Todo ello es competencia del profesional que aconseja, porque todo ello es conveniente para que el usuario pueda realizar su transición de género con paso firme, todo ello son campos en los que puede recabar consejo y el consejo puede reforzar su seguridad emocional.

Pero también el profesional puede prestar su consejo fundándose en su propia emocionalidad, en las analogías (parecidos en la diferencia) que pueda establecer entre la historia que oye y su propia historia, y la empatía que pueda sentir hacia la persona que tiene delante.

Como estos sentimientos no se pueden impedir, no se puede prohibir deontológicamente que se sientan; tampoco sus contrarios, ni la eventual antipatía personal; en este caso, sólo se puede exigir que el profesional tome nota de ella y que evalúe en casos extremos que le desborden si debe derivar al usuario a otro profesional.

Tampoco se puede pedir que exista la conciencia de analogías vitales ni empatía; todo ello es imprevisible, porque es emocional; pero sin existe, incluso si sólo se intenta que exista, el aconsejamiento será más profundo y eficaz.


El único caso en que parece inevitable el régimen de autorización es en la evaluación de los menores de edad.

Son personas que, por sentido común, no saben disponer de sí mismas, y por definición legal, no pueden hacerlo. Están sometidas a una tutela por sus mayores, que deben ejercerla con moderación objetivable. Es lógico que esta tutela sea ejercida principalmente por los padres, que son quienes deben tomar las decisiones que crean mejores para su hijo, pero también es lógico que en casos extraordinarios, como las decisiones de género, esta tutela sea compartida por profesionales como los psicólogos..

Esto confiere una gran responsabilidad deontológica a la tarea profesional, que va a concretarse en dar directrices a la familia usuaria que serán seguidas y configurarán la vida del menor para el resto de su vida.

Dado el inmenso déficit de formación reglada en Transexología que se sufre todavía en la Universidad española, me limito a proponer algunos principios generales de la evaluación externa de menores que puede ser útil recordar.

En primer lugar, que un menor no puede ser calificado como transexual, dada la extrema fluencia de las actitudes en la niñez y la adolescencia.

Se puede constatar que muestra conductas variantes de género, pero no se puede considerar que sean irreversibles, por bien definidas que parezcan.

En 2000, en el Coloquio Transiti, de Bolonia, el Doctor Domenico di Ceglie, especialista en estas conductas juveniles, resumió la historia de un muchachillo que llegó a su consulta mostrando una conducta muy feminizante.

Después de la natural evaluación, acordó con los padres que se dirigieran a las autoridades educativas para que permitieran que fuera a clase con ropa femenina y un nombre adecuado. Así se hizo, y la adaptación fue un éxito, permitiéndole que concluyera el Bachillerato sin problemas.

Acordaron también que, simultáneamente, recibiría un tratamiento médico de detención de la pubertad, que simplemente retrasa el momento de los cambios corporales, incluido el vello facial y el timbre de la voz, que eventualmente pudieran dificultar su inserción social como mujer. Este tratamiento es reversible, y puede ser seguido, bien de una renuncia, que devuelve la espontaneidad corporal, bien de una hormonación cruzada, al llegar a la edad de decidir.

Así llegó el muchacho a su mayoría de edad, y al tiempo de entrar en la Universidad. En ese momento, dio las gracias a todos cuantos le habían ayudado, y renunció a seguir el proceso transexual.

Un análisis de los hechos muestra que parece que se actuó correctamente salvo en un punto que luego se verá. Unos años atrás, su comportamiento muy femenino le hubiera costado muchos problemas de seguir entre los varones, y una adolescencia probablemente traumática que luego hubiera condicionado sus decisiones.

Por otra parte, el tratamiento de detención de la pubertad, dejaba abiertas todas las opciones para cuando llegase a la mayoría de edad.

Eso fue lo que ocurrió concretamente, aunque fuera en un sentido inesperado. Pero el desarrollo seguiría normalmente, y el muchacho pudo probar a integrarse como varón.

Carecemos de un estudio de seguimiento. Se plantea la posibilidad de que su decisión fuera la negación que muchas personas identificadas cruzadamente de manera temprana suelen experimentar precisamente en la pubertad, al percibir racionalmente las dificultades que pueden encontrar y querer ser “uno más”.

Esta negación suele plantearse en forma de un intento de hipermasculinidad en conducta, arreglo y elección de profesión, que puede desorientar a los no avisados.

Pero, finalmente, la hipermasculinidad aparente no puede resistir la fuerza de las estructuras cerebrales y da paso a una negación de la negación en la que se decide volver a la identidad de partida, que era femenina, aunque cruzada, teniendo que enfrentarse ahora a una feminización con muchas dificultades.

En este punto, parece que hubo una falta de conocimiento de que esto podría suceder, y que esto impidió darle al muchacho una información exhaustiva sobre esa posibilidad, recomendándole prudencia y realismo en sus decisiones (es notable comprobar que la decisión de no transexualidad hay que dejarla naturalmente en manos del usuario, preferiblemente informada, aunque suponga un riesgo de error, mientras que la de transexualidad se quiere asumir por parte del profesional, que asume indebidamente por su parte ese riesgo de error)

Desde luego, cabe pensar que el muchacho acertara y que siguiera su vida felizmente como varón. También se debe pensar que sólo él podía medir sus sentimientos y sus expectativas tanto para tomar la decisión como para evaluarla al cabo de algún tiempo.

Había probado la experiencia de la vida como mujer, lo que eliminó también sin duda muchas fantasías; tenía un consentimiento de su familia y un apoyo social que le facilitaba seguir en ese camino, que ya era en cierto modo el natural para él.

Sin embargo, debido a un conjunto de sentimientos, muchas veces inexpresables, y de cálculos más o menos racionales, decidió renunciar a todo lo que tenía y empezar un proceso lleno de incertidumbres. En cierto sentido, inició un proceso transexual al revés. Y nadie podría decidir por él, ni pretender saber mejor que él lo que sintiera, dadas las grandes dificultades de la comunicación sentimental intersubjetiva.

La manera de respetar su decisión para no seguir el proceso transexual fue correcta, pese a sus riesgos, y la única deontológicamente posible, aunque faltara la conveniente información para que fuese una decisión informada; esta historia plantea por tanto por qué, de haber decidido seguir el proceso, habría necesitado, en según qué protocolos, un informe psicológico favorable que también hubiera podido ser denegado.


PERSPECTIVAS NO BINARIAS

GUIÓN. Qué es el binarismo y por qué es un error. El binarismo en nuestro sistema legal. Un millón de afectados por el sistema legal binarista en España. Las excepciones no confirman la regla, obligan a transformarla. La crítica científica del binarismo. El feminismo no-binarista. La transexualidad no-binarista. Una persona, un género; pero agrupación de las afinidades. Conjuntos difusos de sexo/sexualidad/género. La práctica queer. La práctica histórica amerindia. La práctica de las tribus urbanas. La formación de una masa crítica.

En el momento en que escribo estas líneas, estoy participando en uno de los primeros grupos interesados por el no-binarismo, en el que nos reunimos en Granada personas transexuales y variantes de género y feministas, con vistas a proponer este punto de vista como uno de los temas estrella de las próximas Jornadas Estatales Feministas.

El binarismo es la suposición de que existen sólo dos sexos. Hay que comprender que es un gran error. No es verdad que haya sólo dos sexos, aunque nos lo parezca, porque estamos acostumbrados a pensar así. Por ejemplo, no existen sólo personas XX y XY, también viven personas X0, XXY, etcétera, una variedad sorprendente de sexos cromosómicos. Si tenemos en cuenta que el sexo se estructura en varios planos –genético, cromosómico, endocrino, etc- la realidad es que no vivimos en un sistema de dos bien definidos, sino en un sistema de múltiples realidades.

Por tanto, las poblaciones humanas no pueden ser descritas científicamente en términos binaristas. Hay distintas variantes sexuales, algunas de ellas intersexuales (entre los dos más numerosos) y otras simples variantes (X0 no está entre XX y XY)

Más bien hay que observar que el binarismo es una ideología, entendiendo por tal una construcción que no sea completamente racional, que no corresponde a la realidad.

Pero el binarismo ha constituido hasta ahora la cultura sexual de Occidente, inspirando hasta nuestro sistema legal, que divide a todos los ciudadanos, a todos, en hombres y mujeres, de manera que hasta los antes llamados hermafroditas tienen que ser asignados, por voluntad propia o ajena, en una de esas dos categorías. Ligas deportivas, hospitales, cárceles, aseos, están divididos en dos, y nada más que en dos, produciendo desajustes que afectan, como mínimo, a un dos por ciento de la población (casi un millón de personas en el pueblo español, lo que obliga democráticamente a una reevaluación)

Al empapar nuestra cultura, nos hemos quedado ciegos a las realidades no binarias, sin poder entenderlas más que como excepciones que confirman la regla –frase usual completamente anticientífica; las excepciones anulan las pretendidas reglas- o como errores de la naturaleza, lo que supone que sabemos mejor que la propia naturaleza cuál es su funcionamiento- o patologías que hace falta curar o vicios que hay que erradicar –lo que es sólo una versión más sofisticada de los errores binaristas.

También es cierto que la cultura de Occidente incluye también la crítica científica, que somete continuamente a revisión los planteamientos vigentes, plantea así la crítica del binarismo y descubre que la realidad del sistema sexo/sexualidad/género no es binaria.

Este descubrimiento es muy reciente. Afecta profundamente a ideologías renovadoras, que han nacido sin embargo en una cultura binarista y ahora deben desprenderse y liberarse de sus adherencias.

Afecta en primer lugar al feminismo, que se creó cuando sólo se podían concebir dos sexos y por tanto una sola relación de opresión entre el hombre y la mujer. Ahora, al reconocer la multiplicidad de sexos, sexualidades y géneros, se pueden reconocer también varias formas de opresión, por ejemplo la del hombre heterosexual sobre el hombre homosexual o la negación a una existencia variante de género para quienes somos variantes de sexo.

El feminismo, cuando integre el no-binarismo, se entenderá mejor a si mismo no como una controversia mujer-hombre, sino como una lucha contra toda opresión de género. No feminismo contra masculinismo, como suelen decir sus contrarios, sino feminismo contra sexismo.

También el no-binarismo afecta a la transexualidad, que hasta ahora ha sido concebida como el tránsito de una de las dos realidades sexuales reconocidas a la otra. Si no se es hombre, se será mujer; y si no se es mujer, se será hombre. Ahora que el no-binarismo descubte la realidad de múltiples variantes sexuales y múltiples identidades posibles, se ensanchan las formas de expresión personal.

Cuando la transexualidad integre el no-binarismo, se entenderá también a sí misma no sólo como una transición entre dos sexos o dos géneros, sino como la transición entre un sexo, sexualidad o género asignado y otra de las múltiples realidades de sexo, sexualidad o género.

Como ésta es la realidad, debemos pensar en ella y crear en particular las formas de género que la expresen.

El género se convierte por tanto en la expresión cultural de las diferencias de sexo y sexualidad. No hay dos géneros, masculino y femenino, sino una multitud, tendente a infinito y al principio de “una persona, un género”.

Sin embargo, existe una tendencia intelectual a agrupar las afinidades, con lo que se simplifica esa inmensa variedad y su comprensión y manejo en la práctica, tanto por parte de los afines como por los que están fuera de esa afinidad.

En nuestro grupo de Granada estamos llamando conjuntos difusos a las afinidades e identidades, entendidas éstas como los conceptos con que se entienden las afinidades. Conjuntos difusos es un concepto lógico y matemático, creado por Lotfi A. Zadeh, azerbaiyano, en 1965, que sigue una lógica del “más o menos” en vez de la del “sí o no”, pero que permite operar con ella y formalizar el lenguaje de la realidad no-binaria, que corresponde a la llegada a la madurez de cualquier ciencia.

(La lógica del sí o no se aplica en cambio perfectamente a realidades binarias, como las de la informática)

Llegados a este punto, ¿podemos imaginar las formas de expresión transexual no-binaristas?

Podemos imaginarlas y verlas. Están ya en la práctica, porque a veces, la práctica, movida por intuiciones, puede preceder a la teoría conceptual. Es la práctica queer, más amplia y todavía más flexible que la Teoría Queer, en la que la aceptación de la identidad de “raro” permite una explosión de “rarezas” de género. No hace falta definirse como hombre ni como mujer, binaristamente, ni siquiera (teoría) como persona distinta de las “straight” o convencionales (toda identidad supone una contraidentidad por lo menos, pero también puede enfrentarse a muchas identidades)

También es la práctica de las culturas amerindias, que hoy resultan muy potentes en este campo como en otros. En ellas está generalizada la admisión de que hay hombres, mujeres y otros, definiéndose la alteridad en términos más o menos distintos en cada cultura, pero siempre con total respeto. Un/una muxe de Zapotecas, por ejemplo, no es ni un hombre ni una mujer ni un homosexual ni un heterosexual: es muxe, y debe ser respetado o respetada como muxe, lo mismo que otras personas son respetadas como hombres o como mujeres. Otras culturas, como la polinesia, practican conceptos semejantes.

Por eso es tan interesante la actual alianza entre el movimiento trans y el movimiento indígena en pueblos como el Ecuador. Es, sencillamente, el futuro.

En nuestra cultura no-binarista sería concebible que algunas personas trans prefieran asimilarse en las formas de género femeninas o masculinas, a las que correspondería su identidad/afinidad, pero a la vez sería concebible que otras adopten formas distintas, entendiéndose por ejemplo como varones ambiguos o como viragos o cualquier otra identidad que pueda expresarse con la creatividad con que hoy se expresan las tribus urbanas. Se trata sólo de llegar a la edad adulta estilizando la identidad de género como hoy lo hacen desde los pijos a los góticos, y eso será posible en la medida en que se alcancen masas críticas, concepto numérico que hace alusión a un cambio cuantitativo que llega a producir cambios cualitativos, es decir, suficientes adultos como para ganar el respeto social y ocupar todas las formas de vida, incluso las profesionales, con una expresión renovada. Ni que decir tiene que esto se convierte en una llamada para que quienes podamos, vayamos ocupando espacios y preparando la conformación de esa masa crítica.




LA FAMILIA DE LAS PERSONAS TRANS

Vamos a hablar de parejas; pero también de otras formas de vida familiar.

Empecemos por las parejas.

En la práctica, debemos distinguir entre las parejas formadas antes de la transición y las formadas después de la transición.

Las primeras, las formadas antes de la transición, suelen constituirse por dos malentendidos de buena fe. La persona trans, especialmente cuando es joven e inexperta en sí misma, suele decirse: “Esto son tonterías. Me caso y se me pasa”. Como está tan convencida de su intención, suele incluso no advertir a su pareja, por el miedo de perderla.

Pero si le advierte, también es frecuente otro malentendido de buena fe por parte de la pareja: “Con mi amor se le pasará”.

Las dos personas emprenden con amor y esperanza una vida en común, pero con el tiempo la persona trans comprende que no se le pasa, porque la transexualidad es un elemento estructural de su personalidad. Pero en ese momento, ya hay otra persona, la pareja, tan envuelta como ella en las cuestiones de la transexualidad, y probablemente otras personas más, los hijos.

A la persona transexual se le presenta el durísimo dilema entre renunciar a su transición o seguir adelante. Lo primero estará lleno de tensiones para sí misma, que, con espíritu de sacrificio por amor, conseguirá evitar que tengan que sufrirlas las demás, pero a un precio quizá terrible para su propio equilibrio.

Lo segundo estará lleno de tensiones, para todas, la persona transexual que deberá afrontar sentimientos de culpa, ruptura u otros, y para las otras personas que sufrirán por la imagen de la persona querida, por el qué dirán, etcétera.

Todas estas situaciones de sufrimiento se agravan en una perspectiva binarista y se atenúan en una no-binarista.

En una perspectiva binarista, la persona transexual aspirará a pasar del todo (si posible fuera) de A a B, hormonándose, operándose, tomando actitudes de género muy definidas como B.

En este sentido, la represión actúa como estimulante del binarismo. Una persona cuya fantasía (y sólo su fantasía) está llena de imágenes de B, sueña literalmente con una transmutación total. Una persona que haya superado la represión absoluta y exprese su transexualidad habitualmente y en alguna medida –salidas ocasionales, etcétera- podrá relativizar sus perspectivas con el sentido de la realidad.


También en una perspectiva binarista, la persona que sea la pareja de otra transexual, se planteará su situación probablemente en términos de heterosexualidad/homosexualidad. Se dirá a sí misma que es heterosexual y que ahora se ve obligada a vivir como homosexual, porque se plantearán en ese momento las cuestiones de atracción física y rechazo e incluso las del qué dirán.

Planteado incluso así, hay algunas posibilidades de solución. Algunas parejas, especialmente bien avenidas, especialmente encariñadas, han decidido pasar a vivir como hermanas (o hermanos) y ha dado buen resultado, especialmente a partir de cierta edad, cuando la vida sexual se puede obviar.

Pero creo que una solución más profunda está en la asunción plena del significado del no-binarismo.

No-binarismo quiere decir que, entre A y B, se descubre la existencia de C , o la de AB, o cualquier otra forma concebible.

Si el binarismo pretende que sólo existen A y B, la realidad prueba que existen a su lado otras muchas formas. Si yo creía que, dejando de ser A, tenía que ser B, un conocimiento más profundo de mí puede mostrarme que estaba influido por esa simplificación y que en realidad mi identidad estaba en esas formas no-binarias.

Puede ser entonces que pueda emprender una negociación conmigo mismo y con mi pareja. ¿Hasta dónde puedo ceder? ¿Hasta dónde necesito llegar? ¿Hasta dónde puedes ceder?

Es cierto que, en cuanto se adopta una visión no-binarista, la transexualidad toma una forma muy distinta. No se trata de encontrar la propia posición entre las solas dos opciones A o B, sino saber que junto con ellas hay una gran variedad, infinitamente matizada según las historias personales.

Puede ser que algunas personas, después de una larga reflexión, insistan en que su posición debe ser B, incondicionalmente, o lo más cerca que sea posible de B. Puede ser que otras comprendan que sólo necesitan una reasignación genital y, en el fondo, sólo una reasignación genital, que pueden seguir viviendo conforme al género de origen. Puede ser que otras sólo necesiten en rigor afirmar su adhesión al género B, no al sexo, y que puedan prescindir de hormonación o de cirugía. Puede ser que algunas otras comprendan que lo que quieren expresar es su diferencia con A y que cierto grado de ambigüedad les es para ello suficiente.

En todas estas formas de expresión, a la vez que tiene lugar un cuidadoso estudio de la historia personal, una introspección tranquila y sincera, hay posibilidades de negociación consigo mismo y con la pareja.

Es verdad que no se pueden hacer en circunstancias de represión/fantasía sino de expresión/realismo. Se puede pensar que es precisa una expresión, incluso alocada, durante algún tiempo, una rotura del dique, una fluencia torrencial, hasta que el río pueda recuperar su tranquilidad. Sólo es preciso, durante ese tiempo de prueba, que la persona transexual y su pareja asuman que es un período de prueba en el que la expresión en condiciones de realidad normalmente producirá cambios en lo que se quiere expresar. Sin embargo, quiero avisar de que el estallido y el torrente requieren tiempo para agotar su energía, un tiempo que puede ser fácilmente de un año, dos o más. No se resuelven las grandes cuestiones de la vida en cuatro días.

En esta misma situación, hay que plantearse también la actitud hacia los hijos.

Se puede distinguir en primer lugar su edad.

Y a continuación si son hijos o hijas.

En cuanto a la edad, parece que una transición emprendida antes de sus tres años, aproximadamente, será plenamente asimilada. Crecerán con ella y los problemas que puedan encontrar más adelante serán sociales, externos, asimilables a los de racismo y afrontables con los mismos criterios: denuncia, lucha social, solicitud de apoyos, etcétera. Incluso puede ser beneficioso para el o la adolescente combatir por la justicia.

Entre los ¿tres? y los ¿dieciocho? años se abre una ventana en la que es distinta la reacción previsible según el sexo. Mientras que un niño que tiene a su padre como modelo de masculinidad puede verse profundamente alterado por una transición que no puede comprender, una niña puede encontrar alternativas de relación que lleguen incluso a la complicidad, a la protección mutua, y al orgullo. Tengo que decir que no sé cuál pueden ser la reacción de una niña ante la transición de su madre.

Teniendo en cuenta que las reacciones de los niños y adolescentes varones pueden desequilibrarlos fuertemente, es aconsejable que la persona transexual se aleje físicamente, si decide llevar adelante su transición, o que asuma, como hacen muchas, que tiene que posponerla hasta que crezcan y maduren.

Se puede decir que, a partir de los dieciocho años aproximadamente, se llega a una edad en la que, aunque sea con dificultades, se puede hacer frente a la realidad. La caída del modelo paterno se puede compensar con la vigencia de un modelo moral basado en el sacrificio y en el amor, y en el respeto correspondiente, unido al cariño y al agradecimiento.

A partir de esa edad, en líneas generales, cualquier incomprensión e intransigencia debe ser puesta en la carga del hijo, que ya debe haber aprendido la complejidad de la vida humana y que no todo debe estar a su servicio. Hablamos, en esa edad, de seres humanos maduros, que deben respetarse mutuamente, y expresar una temática de género no es una falta de respeto para nadie.

Decía al principio que dividiría este texto en parejas y familias formadas antes de la transición y después. Sin embargo, el apartado reservado a éstas últimas es mucho más corto, porque en ellas, la persona transexual y su pareja saben a lo que atenerse.

Lo más importante es que se forman. Pese a las dificultades que se pueden concebir, hay personas dispuestas a compartir nuestras vidas. Podemos ser atractivos y atractivas. Cuando una persona transexual que ya ha hecho su transición aparece ante otra, funcionan los mismos complejos sistemas de atracción que en cualquier otra pareja, con una forma más específica.

Cuenta el encanto físico singular de la persona transexual, que puede ser muy intenso y nada morboso. Puede ser la dureza del transexual masculinizante unido a un margen de sensibilidad y capacidad de diálogo lo que lo haga irresistible. En una transexual feminizante no operada puede ser el componente de “mujer fálica” lo que la haga profundamente tranquilizante para angustias subconscientes que ven en la mujer un abismo.

Nos lleva esta observación a la dinámica entre percepciones subconscientes, muy intensas, pero difíciles de justificar racionalmente, y percepciones conscientes, racionales, convencionales, limitadas, por ejemplo las del qué dirán.

Aventuro que muchas de las parejas incluso heterosexuales que han encontrado las personas transexuales antes de su transición, se basan en estas percepciones subconscientes de una ambigüedad agradable por algún motivo, intenso, personal, pero confuso para uno mismo, difícilmente verbalizable. La convivencia en estos casos estaría amenazada por la aparente racionalidad de lo consciente, muy verbalizada por toda nuesta cultura, muy conveniente en la práctica a corto plazo, pero destructora a largo plaza.

Tengo la impresión de que cuando tomamos en cuenta los factores psicoanalíticos, creemos avanzar por un paisaje en rayos X, donde vemos la realidad en unos blancos y negros insólitos, donde los objetos se transparentan y adoptan formas nunca vistas, que son más verdaderas sin embargo que las de la percepción normal. Cuando nos acostumbramos a lo que vemos y le damos sus nombres, nos entendemos mejor y entendemos mejor nuestros motivos.

¿Cuáles son las razones, entonces, que han traído a determinadas personas a nuestro lado antes de la transición? Las profundas, no las aparentes. ¿Cuáles de ellas seguirían vigentes aún después de la transición? ¿Cuáles pueden ser amenazadas por el convencionalismo, especialmente el qué dirán, que llevaría a lamentarse tiempo después de las decisiones superficialmente tomadas?

El amor es una aventura en la selva que no es fácil de entender ni de valorar. Si una persona te ha amado, puede preguntarse si ese amor se debe a la presencia de unos genitales y de unas funciones de género o a algo que no tiene que ver con los genitales ni con las funciones de género.

Por lo menos, las personas que forman parejas con nosotras, las personas transexuales, después de la transición, saben que nuestra realidad genital o de género es con frecuencia inusual y, sin embargo, si se lanzan a convivir con un o una transexual, es porque encuentran en nuestras personas algo que les atrae o les tranquiliza profundamente.

Con frecuencia estas parejas son heterosexuales y, sin embargo, encuentran la manera de vivir a gusto a nuestro lado.

Esto los transexuales masculinizantes lo tienen más fácil, compartan sus vidas con mujeres, hombres u otros transexuales. De hecho, forman pareja con facilidad y sus parejas suelen ser bastante estables. No sé por qué, pero constato los hechos.

Las transexuales feminizantes lo tienen más difícil, aunque no es imposible. Por lo que he podido ver, pueden formar parejas con hombres, con mujeres y con otras personas trans, masculinizantes o feminizantes, incluso muy estables, aunque sometidas a la precariedad que encuentran hoy todas las parejas, con mujeres y con otras personas transexuales.

También constato hechos; pienso en las parejas que conozco con una persona trans feminizante, y constato su estabilidad en las historias en que se han formado, aunque es menos frecuente que se formen.

Pero no hay todavía suficientes estudios sobre las parejas trans, por qué se forman y por qué subsisten. Ya los habrá.

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