lunes, octubre 05, 2009

Cuarta parte


LA EXPRESIÓN INTEGRADA


GUIÓN. La integración en la sociedad. Integración de género e integración laboral. Atractivo de la integración de género e inconvenientes. Dificultad de la integración laboral y ventajas. Lo conseguido y lo por conseguir. La transformación práctica del Código de Género binarista: el trabajo de las personas transexuales como agente de cambio cultural y social.


La expresión integrada es la voluntad de integrar el propio proceso transexual en las estructuras sociales y culturales existentes.

Pueden distinguirse dos formas de expresión integrada: aquélla en la que la persona ansía integrarse como una mujer o un hombre en el sentido pleno de estas palabras, es decir, respetando el Código de Género binarista, y aquélla en que se trata sólo de respetar las estructuras laborales en que se tiene que vivir y se acepta ser vista como una persona transexual.

Muchas veces son las circunstancias las que instan a tomar una u otra. No se encuentra en las mismas condiciones una persona que puede ir por la calle como mujer o como hombre, entrar en una tienda y ser saludada como tal, estar en un vestuario o unos aseos sin problemas, que una persona que en todas esas ocasiones va diciendo en voz alta, aunque sin palabras: “Soy transexual”.

Sin embargo, la reflexión nos incita a considerar muy seriamente las posibilidades que se abren ante cada una de esas clases de circunstancias.Adelantaré que, a mi entender, es mejor decir que se es transexual, casi de entrada, aunque pareciere que no fuera necesario. Llamaré a estas dos formas expresión integrada de género y expresión integrada laboral.


En la expresión integrada de género, puede anotarse que es natural como deseo, porque parece menos conflictiva a primera vista, pero supone la sumisión al Código de Género vigente, que por no comprender el hecho transexual, plantea otros problemas a plazo medio.

En la integración de género prevalece el respeto a lo existente por delante de la propia expresión, que se hará en la medida en que no dañe mucho la estructura existente.

Como el Código de Género vigente es binarista, se respetará el binarismo, y por tanto, si hubiera aspectos no binarios, ambiguos, de la propia personalidad, no se expresarán.

Esto significa y ratifica la aceptación del Código de Género binarista a toda costa, incluso enfatizando a menudo su binarismo y yendo más lejos que las mujeres y hombres genéticos. Es conocido, por ejemplo, que muchas mujeres genéticas construyen su personalidad sobre sus diferencias con la mayoría de las mujeres. Opiniones entre ellas como “soy mujer pero no soy como las otras mujeres”, son frecuentes y enunciadas alegremente y con seguridad.

En nuestros casos, se asumirá por el contrario el ideal equivocado de que “soy una mujer como otra cualquiera” o “soy un hombre como otro cualquiera”, una voluntad de asimilación rayana en la imitación, con lo que se perderá la oportunidad de hacer valer la propia especificidad, pretendiendo introducirnos así en un terreno en el que siempre tendremos las de perder, pues es evidente, con un criterio realista, que no somos mujeres u hombres como otros cualquiera; en cambio, podríamos decir, y ahí tenemos las de ganar, que somos “transexuales como otros cualquiera”.

En este ámbito, cuando hay dificultades sobre todo para ser vista como una “mujer como otra cualquiera” (estatura, voz, conocimiento por los otros de nuestra historia) son vistas como dificultades insalvables o deprimentes, dada la conformidad con el Código de Género binarista. Lo que más se teme es dar la nota, ser visible como trans, y lo más valorado es pasar desapercibida.

Llegando al máximo en esta línea, se puede producir una “entrada en el armario inversa”. La persona que no tiene esas dificultades, puede decidir entrar en el mundo de las mujeres o de los hombres y ocultar su pasado. Desde ese momento, procurará alejarse físicamente de los lugares de su vida anterior y hasta romper con sus amistades y mostrará una gran ansiedad por la posibilidad de que se descubra que es transexual. Intentará borrar rastros y estará siempre alerta ante la posibilidad de que alguien la saque de su misterio voluntario.

Lo que voy a decir es duro, pero verdadero, y lo digo por si puede servir para que no se tome ese camino. Vivirá con miedo. No podrá comentar con nadie sus sentimientos ni sus experiencias reales, a no ser con un nick en internet. Tendrá que oir confidencias de otras mujeres u otros hombres sobre experiencias que desconoce (desarrollo, menstruación, gatillazos) y fingir que las comparte o las entiende. Podrá hasta tener la sensación en los momentos bajos de que su forma de vida es una mentira, y no lo será, porque expresa los sentimientos tan profundos que conocemos, pero lo parecerá.

Es cierto que el bienestar de la integración puede compensar gran parte de los inconvenientes. Ser una mujer joven y guapa, andando por la calle como tal, consciente de la propia belleza, gracia y atractivo, mirada con admiración y deseo por los hombres, debe de ser una maravilla que está lejos de las posibilidades de quien escribe esto.

No sentir ni rastro de la hostilidad que se suele percibir todavía cuando se sabe que se es transexual, o mejor todavía, no saber siquiera que esa hostilidad existe, verse arrolladora en cualquier espejo y saber que es verdad que se arrolla. Sin embargo, todo lo que digo vale sólo a media distancia.

¿Qué se hace, en el caso de que se esté operada, cuando surge un novio? ¿Se le dice la verdad o se oculta? (Porque en el caso de que se diga la verdad y de que se fracase, el novio frustrado puede ser un propagador de lo que no se quiere que se sepa) ¿Cómo se afrontan las diferencias que pueden quedar entre el propio cuerpo y un cuerpo genético? ¿Se fingen las menstruaciones? ¿Si la pareja llega a saber la realidad y se siente engañado, qué se le responde?

La respuesta a todo esto está clara: es mejor que se sepa la verdadera condición de transexual, aunque cree dificultades que siempre serán menores que su ocultamiento.

En el caso de los hombres transexuales, es verdad también que el binarismo les crea especiales dificultades.

Vivir entre hombres, como hombre, es participar de un medio a veces muy rudo, de interacciones y jactancias, de complicidades y rivalidades, en las que un transexual masculino como tal no tendría sitio. Si quiere compartir chistes y groserías, si quiere tener posibilidades de ser respetado y de no ser acosado por las guasas, parece mejor que sea un hombre “como otro cualquiera”.

Y sin embargo, ¿no está expuesto a que, en cualquier momento, por cualquier circunstancia, alguien que lo sepa lo haga público, arruinándole su esfuerzo de años? ¿No es mejor ser respetado como varón transexual, precisamente en cuanto varón transexual, como diferente pero como afín, y especialmente por su sinceridad y por la audacia de su sinceridad?

Hay otra forma de expresión integrada que no mira a la integración plena como mujer u hombre sino a la integración laboral y social en general.

En ésta, en cambio, se puede decir que la simple presencia de la persona transexual, reconocida como persona transexual, en los distintos ámbitos de la vida social, en el funcionariado del Estado, en el Ejército, en los centros de estudios, en el comercio, en la industria, en los hospitales, es un potentísimo motor de cambio del Código de Género.

No se puede minimizar la dificultad del acceso a esas profesiones. Sólo un hondo cambio cultural y social, actuando quizás desde 1968, lo ha posibilitado. Pero aun así, en esta generación, todos y todas conocemos las batallas particulares que hemos tenido que desarrollar para alcanzar un empleo o para mantenerlo. A veces se ha vencido y con frecuencia se ha conocido la derrota. Estar en la enseñanza secundaria o universitaria, como profesor o profesora o como estudiante, conservar el empleo o el trabajo como militar, guardia civil, peluquera, actriz, comerciante, pintor de brocha gorda, funcionaria de hacienda, funcionaria de prisiones, funcionaria municipal, funcionaria de ministerio, empleada de emisora pública, empleada de sindicato, ingeniera, empresaria, abogada, informática, empleada de ferrocarriles (por decir historias concretas que conozco y otras que olvido y que añadiré según las recuerde), han sido en España y fuera batallas individuales cuyos protagonistas conocemos con nombres y apellidos.

Aunque en todos estos terrenos hemos conocido la victoria, queda todavía otro, mayor, en el que se acumulan todavía hoy día las derrotas: el trabajo por cuenta ajena, que simplemente no existe o tiende a cero para las personas transexuales. Ningún empleador, en la práctica, contrata a una persona transexual (sea cual sea su apariencia, en cuanto sepa que es transexual) Las aprensiones y los prejuicios se multiplican, y el resultado es que se elige a otra persona que pueda no parecer conflictiva. Es verdad que esta situación es común a otros conjuntos de personas, más o menos insospechados y minoritarios, por ejemplo los obesos, y que esto insta a las administraciones públicas a establecer ventajas fiscales a nuestra contratación que superen los prejuicios.

Pero, cueste más o menos llegar a esto, ver a una persona transexual, trabajando con normalidad en cada uno de esos ámbitos, mereciendo respeto y exigiéndolo como es natural, se convierte en una profunda experiencia tanto para el compañero como para el cliente o el usuario, que rompe todos los esquemas binaristas.

Las burlas y chanzas se disuelven por sí mismas en la seriedad del trabajo, no digamos cuando la persona transexual ocupa una posición de autoridad y sabe ejercerla. Es un fenómeno análogo al de la incorporación de la mujer al trabajo y a la vida pública, pero debe recordarse que su valor específico está en incorporarse como transexual a esas funciones sociales.

La simple conciencia de que es una persona transexual quien está en ese puesto, abre por lo menos tres posibilidades a quien no está habituado a pensarlo: hay hombres, mujeres y transexuales trabajando en igualdad.

Se deduce que si hay por lo menos tres posibilidades de género, es que el género no es binario.

La fuerza de esta lección práctica es mucho más evidente que cualquier trabajo teórico. Un cliente que ve a otro consultando con normalidad con una vendedora visiblemente transexual, un novato que ve en su colegio que pasa una profesora transexual, tratada con respeto por los otros alumnos y por sus compañeros, un soldado que debe cuadrarse por primera vez ante un mando transexual y que quizás puede comprobar su valor en el peligro, aprenden en pocos segundos más que en horas y en cursos de lecciones teóricas.

El Código de Género binarista se resquebraja ante estas experiencias, multiplicadas por mil por el número de amigos, compañeros, clientes y usuarios que tienen la oportunidad de compartirlas, y gradualmente va siendo sustituido por uno nuevo, más humano y más real.

Pero conviene insistir en que la fuerza de este motor de cambio consiste en que las personas transexuales sean vistas o conocidas como transexuales. Independientemente de su aspecto o incluso, con más eficacia cuanto más su aspecto como transexuales se acerca a su género de origen.


FRENTE A LA REPRESIÓN, EXPRESIÓN


GUIÓN. Necesidad de expresión. Angustia por la represión de la transexualidad. Nueva definición de disforia. Hacia un entendimiento religioso de la expresión. El servicio al ser humano. Freud: expresión racionalmente canalizada o neurosis. La represión en Europa durante milenios. La expresión en América durante milenios. Hacia una síntesis actual: liberacionismo occidental y tradición indígena.


Hablando de expresión de la transexualidad es preciso recordar la necesidad de la expresión.

Porque el respeto al estado de cosas en la sociedad y a su Código de Género puede ser tan grande que incluso la persona transexual se niegue a sí misma cualquier forma de expresión.

No hace falta poner ejemplos. Todas y todos los que conocemos esta experiencia hemos vivido tiempos más cortos o más largos de armario. Algunos nos quedamos en él toda nuestra vida o casi. La angustia del secreto la conocemos muy bien, sólo que en algunas personas se le suma la de que sea o parezca inacabable.

La consecuencia de esta angustia es sin duda una gran tristeza. Puede ir acompañada de deseo de automutilación, de intentos de automutilación o de suicidio. Es una situación grave que merece toda nuestra atención, tanto personal como de las instituciones sociales.

Sin embargo, obsérvese que lo que produce la angustia no es la transexualidad, sino el secreto de la transexualidad.

Llegamos de nuevo a lo social, pues la problemática de la transexualidad es social.

En algunos casos, se trata de que, en conciencia, no puede ser expresada. Un caso característico de esto son las responsabilidades familiares.

Puede ser que la situación laboral sea tal que de su continuidad dependa por ejemplo el bienestar de unos padres ancianos.

O que la persona transexual haya tenido hijos y tema o bien el impacto que pueda producirles su expresión hasta la adolescencia, o bien la situación económica en que quedarían dada una situación laboral precaria.

En ambos casos, la persona transexual tendría al menos conciencia del valor de su sacrificio. Pero es aconsejable que lo atenúe con formas relativas de expresión y comunicación, cada cual en lo que le sea posible: travestimiento ocasional, internet, participación en grupos de apoyo mutuo.

En otros casos el respeto al Código de Género no está justificado, sólo explicado por el miedo a la ruptura o a la pérdida del status o la comodidad.

Habría que entender por tanto que la disforia es un dolor provocado por la represión, consolidado por los años durante los que ésta puede haberse prolongado. Esta extraordinaria fuente de angustia, sería en último análisis de origen cultural, represivo, lo que explicaría su apariencia patológica, su parecido a las fobias, sus salidas parafílicas, como la autoginefilia, etcétera. Cuando y donde no hay represión, no hay disforia. Hay simplemente constatación de diferencias y de preferencias, y una decisión rápida comprendida y ayudada en el medio social, como ya empieza a existir.

Pero puede haber en algunas personas una motivación más profunda, religiosa, el miedo a romper no códigos humanos, sino la voluntad de Dios.

En este caso es precisa una profunda reflexión personal sobre la voluntad de Dios. Mencionaré sólo, en cuanto al valor de la norma religiosa, el dictamen de Jesús Nazareno: “El Sábado está hecho para el hombre y no el hombre para el Sábado” (y la observancia del Sábado es la primera norma para un judío)

En este terreno del pensamiento hay que entender cuál puede ser la voluntad de Dios sobre la transexualidad. ¿No cambiar la naturaleza? Pero el hombre viene cambiando la naturaleza desde que es hombre y por ser hombre, usando herramientas que multiplican sus medios naturales, cambiando bosques en campos, etcétera. No puede ser ese el criterio de lo que sea conforme a la voluntad de Dios. Sí puede serlo, conforme a lo que dijo Jesús, el servicio al ser humano. Si lo que hacemos es bueno para los seres humanos será bueno; si fuera malo, sería malo; no puede haber criterio más simple y más general, más compartido por creyentes y ateos, más lógico y hasta más santo. Y si partimos de la realidad de la disforia y sus sufrimientos, de la base que puede tener, incluso natural, no se puede llamar malo aliviar o evitar nuestro sufrimiento como personas transexuales.

En todo caso, cuando existe una pulsión, es preciso encontrar la forma de expresarla, aunque sea simbólicamente. Desde Freud se sabe que las pulsiones humanas deben ser expresadas o más precisamente canalizadas. El hombre es un ser de comunicación y por tanto de expresión. La represión (de la expresión) es causa de neurosis o agresividad o autoagresión o síntomas psicosomáticos graves, infartos, úlceras, depresiones, todas ellas formas de expresión simbólica e involuntaria.

Otra cosa es que la expresión no quiere decir manifestación incontrolada de lo que se siente. Quiere decir comunicación canalizada, no torrencial. El fútbol es una forma controlada de expresión de pulsiones combativas, de ira, de asociación y de enfrentamiento que, si carecieran de esa válvula de escape, serían mucho más peligrosas.

En la experiencia de la mayor parte de las personas transexuales está en una pulsión muy intensa, seguida por una represión, interior o exterior, el silencio obligado, que ha podido durar años y decenios. La dureza extrema de esta situación necesita una expresión y esta debe ser canalizada racionalmente.

Sin embargo, la represión ha sido la única norma vigente en Europa, durante siglos y milenios, desde la implantación de un cristianismo poco cristiano.

A lo largo de ese tiempo inmenso, en determinadas culturas, cuántas han sido las personas directamente quemadas o matadas de otras formas por los organismos oficiales represivos o por los particulares que se arrogan la representación de la moral o de la masculinidad y la feminidad. Cuántas han sido y son obligadas al silencio completo durante su niñez, su adolescencia, su juventud, su madurez y su vejez, o a los travestimientos solitarios y desesperados. Cuántas, por muchas circunstancias y consideraciones, sufren todavía esta represión. Tenemos memoria viva de lo que es la falta de expresión, sus consecuencias –incluidas automutilaciones y suicidios, como el de una querida amiga en 1993- y podemos lamentar que ésta haya sido la suerte de tantas personas desconocidas a lo largo de los siglos.

Su alternativa para expresarse –y podían darse por afortunadas quienes podían o se atrevían a ella- era entrar en la marginalidad total. Todavía en nuestros días, Sylvia Rivera, más joven que yo, la conoció por ejemplo cuando tuvo que dormir en las calles de Nueva York para poder expresar su transexualidad (lo que le dio fuerzas morales para iniciar Stonewall) Es imposible recordar a los miles y miles de personas, antes y ahora, que han tenido que entrar en la marginalidad más completa para vivir como transexuales, muchas de ellas amigas cuyas caras veo en mi memoria o todavía la viven como su presente. Marginalidad en la que se han encontrado las drogas o las enfermedades, las detenciones arbitrarias, el menosprecio de los satisfechos, lo mismo que hasta hace poco, en nuestra misma generación, se encontraban con la cárcel, y antes y ahora, en otras sociedades, con la pena de muerte.

No, no es ninguna trivialidad la represión de la transexualidad, y se puede considerar heroica la decisión de muchas transexuales de expresar sus sentimientos a cualquier costa, especialmente hoy día en el caso de las travestis de América Latina, que afrontan la durísima vida en aquellas calles, el miedo constante a la muerte y una esperanza de vida media de treinta años, que debiera indignar y llamar a la acción a todas las organizaciones humanitarias; y no es el caso.

La expresión es tan necesaria, cualquier avance, por pequeño que fuere, es tan ansiado, la represión es tan grave, que ante ella palidece cualquier crítica por los defectos de la expresión integrada. Que todas y todos hagan lo que puedan y lo que les dejen. Pero sencillamente, que extraigan de estas reflexiones la conclusión de que el Código de Género binario puede ser temido, pero no debe ser respetado. No debe obligarnos por dentro como nos obliga por fuerza. Sólo esta convicción, abre muchas posibidades.

En este punto, tenemos que recordar por su inesperada actualidad, la aceptación de las conductas variantes de género por todas las culturas indígenas de América durante milenios. Tanto las personas XX masculinizantes como las personas XY feminizantes encontraron legítimo expresarse como tales y vivir respetadamente en su pueblo, y las modalidades fueron distintas en cada cual. Podía pensarse que esta tradición había muerto, y no de muerte natural, sino por la agresión binarista de los conquistadores, pero al llegar el siglo XXI, la confluencia del liberacionismo occidental con el no binarismo indígena, está llevando a importantes innovaciones políticas por ejemplo en Ecuador.



LAS FORMAS DE EXPRESIÓN


GUIÓN. El ansis de expresión. El binarismo como represión. El no-binarismo es creativismo. Los conjuntos difusos de género como base de distintas expresiones. La primera transexualidad fue binarista: distinción entre TV, TG, TS. La transexualidad no binarista: los estilos de expresión. Expresión profunda, más allá de los estilos. Formas de expresión conductuales, cosméticas, indumentarias, ornamentales, endocrinológicas y quirúrgicas.


Siempre hemos ansiado expresarnos. Cuanto más fuerte ha sido la represión, más fuerte ha sido el ansia de expresión, aunque haya tenido que ser callada.

El binarismo mismo ha sido una forma de represión, previa, situada en las mentes. No olvidemos que ha existido y todavía existe configurando nuestro Código de Género. Pretendía que la realidad era así y que era obligatorio respetarla, so pena de castigo social que podía llegar hasta la muerte.

En la medida en que nos lo hemos creído, nos hemos reprimido a nosotros mismos con sentimientos de culpa, porque nuestras ansias no se ajustaban al esquema “dos sexos, dos géneros, dos orientaciones”, según el cual nada existía fuera de él, y si existía, no tenía derecho a existir.

Apuntaré aquí, para que se entienda lo que sigue, que lo contrario del binarismo no es el no-binarismo. Al pensarlo, nos damos cuenta de que ésta es sólo una expresión negativa, una forma lógica pero vacía, que indica que hay algo, pero no lo especifica.

¿Qué hay en el no-binarismo? Está la intersexualidad, por supuesto, pero la intersexualidad sola no es suficiente, porque como veremos, muchas conductas binaristas no son intersexuales o no quieren ser intersexuales.

Nos acercamos más a la respuesta cuando nos damos cuenta de que el binarismo supone la sumisión de la conducta humana a un esquema binario de la naturaleza sexual –y el ser humano debe someterse sólo a la razón, no a ningún hecho natural.

Si fundamentáramos el no-binarismo en otro hecho natural, por ejemplo la misma intersexualidad, estaríamos sometiendo nuestra conducta a otro esquema de la naturaleza, fuera ternario, cuaternario, secuencial u otro.

Entonces, lo verdaderamente contrario del binarismo sexual es el creativismo, la afirmación del derecho a crear formas de expresión de género que sean creativas, libres, personales, variadas, la insumisión del sujeto a formas de expresión sexual prefijadas.

Puede elegir las formas más acostumbradas, éstas pueden ser las mayoritarias, pero ya no como únicas, sino como unas entre otras muchas, aunque éstas sean minoritarias, e incluso personales.

Quien se sienta muy viril puede elegir formas de género muy viriles; quien se sienta muy femenina, puede elegir otras muy femeninas, y quien no se reconozca en las formas muy definidas, o ni en unas ni otras, podrá elegir sus propias formas de género personales.

Como ya observó Judith Butler (con quien no suelo estar de acuerdo), no es cuestión de definir cuántos géneros hay, si tres, o cinco (se han dado estas cifras), porque son innumerables, en el fondo, tantos como personas.

Siguen una estructura de conjuntos difusos, cada uno con sus reglas de conjunto, pero reglas amplias, definidas según un “más o menos” y no según un “sí o no” binario. Puede aventurarse que estos conjuntos están estadísticamente polarizados en ciertas reglas de adscripción, que hacen que en algunos entren millones y en otros sólo miles y que algunos sean hasta individuales, por lo que quizá no haya dos polos, sino más de dos, pero con reglas más o menos fluctuantes.

Sabemos, en efecto, que las reglas del conjunto Mujer han fluctuado y se han abierto inmensamente desde el principio de la Revolución Industrial y que práctica de género de las personas identificadas hoy como mujeres se parece poco a la del siglo XIX. Sin embargo, la práctica de género de las personas identificadas como Varones está mucho más bloqueada, por su unión histórica con la voluntad de poder. Pero el ejemplo de fluctuación en el conjunto Mujer hace previsible que esta práctica se desbloquee y que otras aparezcan-

Comprendemos así que la transexualidad, tal como se ha vivido hasta ahora, se ha expresado de forma binarista (“si no soy hombre, seré mujer”, o al contrario), es decir, convencional, sumisa, impersonal, no creativa. Ahora es posible expresarla de forma creativa.



Para llegar a ella, es preciso empezar por revisar conceptos que tenemos tan asentados que ya los damos por verdaderos. En la transexualidad feminizante, la Transexología clásica, iniciada por Harry Benjamin en los años cincuentas, ha distinguido hasta ahora tres clases a las que ha llamado transvestismo, transgenerismo y transexualismo (TV, TG, TS)

El criterio para definirlas ha sido la menor o mayor permanencia de los cambios y la menor o mayor profundidad de las transformaciones.

Así, el transvestismo consistiría en vestir de mujer ocasionalmente y usando medios cosméticos (maquillaje, pelucas)

El transgenerismo, en cambiar de género permanentemente, usando medios cosméticos o bien hormonación o bien cirugías plásticas (de configuración de mamas, de feminización facial, etc)

El transexualismo consistiría en cambiar de género y de sexo, usando los medios anteriores y la cirugía de reasignación de sexo.

Por tanto, se clasificaría a las personas que transitan en el sistema sexogénero en transvestistas, transgéneros y transexuales. Este sistema supone además causas distintas y separadas de cada clase, como la parafilia, o la disforia, o la intersexualidad cerebral, por lo que tiene además una desagradable consecuencia al jerarquizar a nuestra población de menos a más, en menos femeninas o más femeninas, En la práctica, la jerarquización empezaria por los designados como travestistas fetichistas, considerados varones heterosexuales digamos en un 95% y llegaría a su cumbre en las transexuales desde la niñez, amantes de los hombres y hermosas.

Sin embargo, la práctica muestra que esta clasificación no es real; ha estado en la mente pero no en la realidad. Es un sistema de tres armarios, en el que se quiere meter todas las variaciones existentes, desconociendo que son inclasificables al menos dentro de esas solas tres categorias.

¿Cómo clasificaríamos por ejemplo a una persona que ha deseado cambiar de sexo, pero por razones familiares se contenta con actuar cada día en un espectáculo, lavándose la cara al terminar y yéndose a casa en camisa y pantalón?

¿Y a las personas que siguen una cirugía de reasignación de sexo a la vez que son parafílicas o fetichistas?

¿Y a quienes practican una orquidectomía o amputaciónn de los testículos?

¿Y a las personas que se reasignan de sexo pero no cambian de género, porque no lo desean o porque su medio social se lo impide?

¿Y a quienes ansían una emasculación o eliminación total de los genitales masculinos, pero no desean una vaginoplastia?

¿Y a quien se considera transvestista pero evoluciona hacia transexual, o quien se considera transexual pero evoluciona hacia transgénero?

¿Y a quien sigue una o varias de estas experiencias TV, TG o TS, y al cabo de algún tiempo, por evolución personal renuncia a ellas?

¿Y a las drags, que siguen una estética feminizante, pero muy libre, en la que se puede decir que no visten como mujeres, sino como drags?

El problema se resuelve si no consideramos las tres categorías como formas de ser de las personas trans, sino como formas de expresión, añadiéndoles otras nuevas, como la transgresión de género, y todas las que descubriéramos en la inmensa variabilidad de la realidad.

Las más frecuentes formas de expresión del hecho trans serían entonces la transvestista, la transgénero, la transexual, pero también la transgresora de género, siguiendo los estilos drag o fuckgender, la intergénero, que no sería tan rompedora y etcétera. Hablamos de estilos, como en todas las formas de expresión.

Al hablar de estilo, hablamos de arte. En la historia ha habido estilos arcaicos, clásicos, barrocos, románticos, impresionistas, expresionistas, funcionales, vanguardistas y habrá otros. Las actuales tribus urbanas juveniles han practicado los estilos rockero, pop, punky, pijo, gótico, etcétera. Todas son formas de expresión en las que algunas personas se reconocen y otras no. En la práctica trans, el estilo transvestista, el transgénero y el transexual serían más clásicos, respetando más las convenciones del Código de Género binarista: transformar la apariencia, el cuerpo o los genitales lo más parecidamente posible a los femeninos. Los otros estilos lo romperían más o menos, desde la drag que se pone todas las noches supermaquillada y con hiperpeluconas, llevando un vestido de raso liso sobre su torso sin preocuparse de simular pechos hasta las todavía muy escasas manifestaciones en que un muchacho radical que se pone sobre sus músculos y su vello un vestido camisero expresando su desdén por el binarismo. El estilo intergénero, discreto, exploraría todas las posibilidades que pusieran en duda a quien lo viese si estaba ante una mujer o un hombre: pelo largo, ligero maquillaje, pendientes, ropa unisex, posturas ambiguas.

Pero como veremos en la práctica trans masculinizante, la expresión sobrepasa los estilos estéticos (o es estética en sí misma)

Recuerdo una fotografía de Leslie Ferinberg en la que aparecía con su físico de culturista, en una pose standard, en la que no se preocupaba de que el tanga mostrase un vientre liso, que contribuía sin embargo a la fuerza del conjunto. Conviene analizarla. Más allá de su belleza, en este caso situada en la estética de las revistas culturistas, lo que está diciendo es más simple y profundo: “Soy trans masculinizante y no me avergüenzo de ello”.

Entre ellos, muchas de sus expresiones pasan casi desapercibidas, entendidas como simple estética, por lo que paradójicamente pierden fuerza expresiva, dado el amplio margen que el Código de Género vigente concede a la expresión de género del conjunto Mujer. Autoriza al uso de pantalón y chaqueta definidamente masculinos, al cabello cortado a cepillo con toda naturalidad. Sin embargo, la norma del Código de Género incluye una cláusula, clave para esta tolerancia, que diría algo así: “siempre que quede claro que se trata de una mujer” (es decir, que por voz o presencia de mamas, la persona pueda ser clasificada binaristamente)

Conforme se acentúa la inclasificabilidad binaria, aumenta la intransigencia social. Una persona no clasificable como hombre o mujer despierta inquietud en nuestra cultura, que no tiene nombre para ella. Pongamos que sube al autobús una persona en chandal, de pelo muy corto, lampiña, sin pecho visible, de facciones suaves. Nos sentimos inquietos ante ella no por lo que es, sino porque carecemos en la práctica del concepto “intersexual” para comprenderla y quedarnos tranquilos.

Sólo a partir de esa inclasificabilidad binarista podemos hablar de manifestaciones trans masculinizantes. Puede ser transvestista (un simple juego con el fondo de armario), transgenérica, si es permanente, incluyendo por ejemplo un nombre ambiguo o masculino.

Cuando se usan formas de expresión más radicales, llegamos a la transexualidad. En la masculinizante, es posible a veces usar los recursos conductuales e indumentarios para expresar esa radicalidad. Otras veces se recurre a la hormonación para producir efectos más inequívocos (barba, musculación, vello, cambio de la voz) y las posibles cirugías tienen un estatuto distinto de las feminizantes. La más valorada es la mastectomía o eliminación de las mamas, la histerectomía o vaciado es médicamente aconsejable y la faloplastia admite una discusión que espero explicar más adelante.

En general, todas estas formas de expresión masculinizantes llevan a una clasificación binarista como varón. No se duda de lo que sea la persona que sube al autobús con barba y quizá algo calva. El deseo de pasar desapercibido es tan fuerte, como que el trans masculinizante suele aspirar a ser “un hombre gris”, un hombre como cualquier otro.

Las dificultades sociales que encontraría en otro caso aconsejan respetar este deseo por lo que se refiere a lo público. Sin embargo, por lo que se refiere a la vida privada, como ya he explicado antes, es aconsejable e incluso necesaria la sinceridad respecto a la propia historia.

Voy ahora a considerar cada una de estas formas de expresión, o significantes, que se ajustan a las necesidades o posibilidades del medio social de cada cual, a su carácter y a sus pulsiones, y que pueden variar con el tiempo, según todos estos factores cambien. Pero no voy a clasificarlas según las categorías identitarias del transvestismo, el transgenerismo y el transexualismo, sino según las formas de expresión puestas en juego, y abiertas al libre uso de cada cual. Distinguiré por tanto entre formas de expresión conductuales, cosméticas, indumentarias, ornamentales, endocrinológicas y quirúrgicas, preguntándome lingüisticamente cuál es el significado de tales significantes.


FORMAS DE EXPRESIÓN CONDUCTUALES



GUIÓN. Una sociedad desnuda y no diferenciada económicamente. Las diferencias sexuales, las corporales y las espirituales. Señales conductuales y cosméticas. La expresión conductual en nuestra sociedad: la pluma feminizante o masculinizante y su defensa. Pluma inconsciente y pluma consciente. El abandono contemporáneo de la pluma consciente, salvo para el ligue. La continuidad de la pluma inconsciente.



Surgido de la animalidad, el ser humano ha vivido protegido sólo por su piel casi toda su existencia como especie, comose comprueba hoy en la Antropología. Han sido claramente visibles sus diferencias como varones, como mujeres y algunas de las que nos hacen intersexos.

Ha sido perceptible la penetración y la preñez-parto-lactancia. Seguramente se ha observado igualmente que algunos varones se negaban a la penetración activa o preferían la pasiva. También se podría observar que algunas mujeres se negaban o eran reacias a ser penetradas o preferían jugar sexualmente con otras mujeres.

Quien tuviera esas preferencias, emplearía señales para asumirse como diferente a la mayoría e incluso para expresar su deseo.

De hecho, la economía diferencial del deseo y de la reproducción, la de las variedades corporales y la de la visión extrasensorial eran las únicas causas de diferencias en unas pequeñísimas sociedades que durante cientos de milenios tuvieron una infraestructura económica no-diferenciada.

La presencia tangible de hombres, mujeres e intersexos, la de preferencias hetero-, homo- y bisexuales, la de albinos –no asimilada todavía en África-, Down y otras realidades genéticas y la de personas con dones para ver más allá de la vista, para sanar, para entrar en trance, eran de lo poco que podía diferenciar socialmente.

Porque en lo propiamente económico, la recogida de vegetales y la captura de pequeños animales, y entre ellos insectos, mamíferos, batracios, reptiles, o peces, o el hallazgo de carroña, podían ser hecha por todos por igual (excepto por los niños de pecho) y por tanto producía superestructuras no-diferenciadas: ni división sexual del trabajo, ni jerarquización, ni separación de clases.

En esas condiciones, las diferencias del deseo generarían diferentes señales, como en el cortejo animal. Unas serían conductuales, relativas a las maneras de actuar y de moverse, y otras cosméticas, porque donde abundaran por ejemplo los pigmentos, podrían dar lugar a formas de adorno diferenciadas.

No se puede descartar que personas con fenotipo masculino o femenino expresaran sus diferencias respecto al deseo mostrando conductas de expresión del deseo parecidas a las del otro sexo e incluso pintándose como él. Y esto en unas condiciones de vida en que los genitales eran siempre visibles y contradictorios. Y sin embargo, la pujanza del deseo superaba a la propia corporalidad.

En esas pequeñísimas sociedades, de niveles familiares, las actitudes ante estas diferenciaciones dependerían de los temperamentos personales. En unas se pueden recibir con comprensión, en otras con humor, en otras con agresividad.

Pero las respuestas también pueden ser respondidas. Es un hecho antropológico que las diferencias en la economía del deseo suelen relacionarse con la otra gran fuente de diferenciación, la economía de la visión. En pueblos primitivos, los chamanes suelen ser personas feminizantes (¿o las personas feminizantes suelen ser chamanes?) Es frecuente que su singularidad les lleve a la soledad, donde encuentran la introspección y con ella la valoración de los sueños y las alucinaciones. Y la de dones poco habituales, como la capacidad de sanar o dañar. La condición visionaria genera respeto e incluso miedo,

He usado la sociedad recolectora como referencia externa máximamente diferente de nuestra actual sociedad informática, para mostrar que las intersexualidades y las homosexualidades han podido tener desde siempre sus propias formas de expresión o verse reprimidas desde siempre, así como para hacer ver que esas primeras formas de expresión han sido conductuales o cosméticas.

Saltando por encima de otras formas antiguas, como la sociedad cazadora organizada de grandes animales, en la que eclosiona la división sexual del trabajo, y con ella una diferenciaciónn fuerte de los roles masculino y femenino, me parece más conveniente en un Manual llegar ahora a las formas de expresión conductuales en nuestra sociedad contemporánea, cuya infraestructura es informática, y en la que coexisten con otra multitud de formas posibles de la identidad sexogenérica.

Las formas de expresión conductuales se llaman en nuestra sociedad pluma y, como es natural, quiero defenderlas con energía. Esta defensa es necesaria, por cuanto la pluma es la fuente de todos los ataques transhomófobos a las personas más o menos feminizantes. A algunos gays les horroriza tenerla, porque puede conducir al ostracismo en su propio ambiente, por razones eróticas o temores sociales (“Plumas, abstenerse”)

Empezaré por definirla, aunque todos lo sabemos de manera intuitiva: la pluma es una expresión de tendencias feminizantes en personas XY o masculinizantes en personas XX.

A veces es tan sutil, que es inconsciente e imprecisable. La persona es vagamente femenina o masculina y resulta difícil concretar por qué. Otras veces consiste en una exageración consciente y voluntaria de las maneras de hablar y de expresión corporal que se asocian con el otro sexo, que permita fácilmente reconocer la identidad propia y hasta estimular el deseo ajeno.

Puede imaginarse, en los pueblos primitivos a que me he referido, personas sin otro recurso de expresión que la pluma, inconsciente y consciente. Es fácil imaginar a hombres desnudos, incluso con grandes barbas en los pueblos no lampiños, o con visibles calvas androgénicas, manifestándose mediante esa pluma, porque justo así son algunos gays en estos tiempos, incluso activos: barbudos, calvos y dotados de esa pluma inconsciente e indefinible: una forma de mirar, un deje al hablar, una preferencias vitales, sexuales y estéticas, no compartidas por los otros hombres pero sí por las mujeres.

También es fácil imaginar a mujeres de aquellas sociedades, igualmente desnudas, quizá igualmente hasta con grandes pechos, mostrando sin embargo tenazmente y contra toda evidencia visible su pluma masculina en la forma de mirar con decisión, de hablar con energía, de sentarse como casualmente y sólo por un momento, bien espatarradas, en sus preferencias vitales y estéticas, en su negativa decidida a ser penetradas.

La pluma inconsciente parece deberse a la impregnación formativa o ser pulsional.
Puede expresar tanto imitaciones de personas del otro sexo que han sido profundamente admiradas, como la madre, las tías o una hermana mayor, como diferencias en la sexualidad y en el temperamento derivadas de la mayor o menor presencia de andrógenos en el metabolismo personal: es decir, actividad frente a pasividad y penetratividad frente a receptividad, lo que se traduce en lenguaje corporal en actitudes más acometedoras o más prudentes, más expansivas o más resguardadas, más enérgicas o más dulces, más objetivas o más subjetivas.

Todo esto se puede expresar con la manera de mirar, con la postura de los brazos, los movimientos de las manos, delicados o decididos, con la posición de las piernas y las maneras de andar.

La pluma consciente puede asumir esas tendencias y afinar su expresión al usar una multitud de recursos expresivos, lo que hace de ella un verdadero lenguaje, y hasta un arte performativo, según la claridad y belleza de los mensajes que consiga.

Que es un lenguaje, se afirma también por un hecho paradójico: puede callarse. La pluma consciente puede expresarse o suprimirse según las circunstancias, conscientemente. Es verdad que un pájaro puede cantar o callar según se sienta seguro o no, pero lo hace pulsionalmente.

Aunque la base sea biológica, para confirmar su carácter de lenguaje, culturalmente determinado, convencional, será suficiente con hacer ver que en una sociedad muy sexista, como era la andaluza, las mujeres mostraban hasta los años cincuenta del siglo XX una especie de pluma muy intensa (definible como estímulo del deseo) que luego ha desaparecido en las generaciones siguientes. Era muy sugerente la intensa feminización de la expresión corporal. Las muchachas hablaban marcando las eses intervocálicas de una manera muy alargada, que ningún varón se atrevería a usar (salvo los feminizantes), con muchos suspiros y muchos ay, los gestos de sus manos se hacían dejando laxa la muñeca y juntando el codo al cuerpo, apoyaban frecuentemente la cara en las manos o los dedos, y andaban con pasos ligeros y pequeños y contoneando las caderas.

Ese lenguaje estaba tan generalizado, que sus formas parecían naturales, una forma de expresión femenina predeterminada, biológica no sólo en su origen mediato, sino incluso en esas formas particulares. Se podía atribuir que las nórdicas europeas no lo usaran a uma menor feminidad. Sin embargo, medio siglo después no quedan entre las mismas mujeres españolas ni rastro de aquel lenguaje.

Las personas XY feminizantes lo copiaban fielmente, y éste es el origen de la pluma en sentido estricto. La revista “Página Abierta” publicó hace tiempo una fotografía de homosexuales detenidos en una redada en México hacia 1940, en la que sorprende que todos muestran mucha pluma, visible a simple vista. Hoy día, la estadística mostraría que quienes tuviesen una pluma tan visible serían una pequeña minoría.

Pero entonces la pluma extrema era la única forma de expresión relativamente viable tanto de las identidades feminizantes como del deseo andrófilo. Si no era posible el arreglo con ropas de mujer, sin correr un riesgo de cárcel y golpes mucho más inmediato, se podía por lo menos feminizar la palabra y la expresión corporal. Para buscar compañeros, era una señal inequívoca.

Era cierto que podía llevar inmediatamente al estigma; pero también era cierto que se podía administrar como cualquier otro lenguaje, usándolo o callándolo según qué medios.

¿Sobrevive en la práctica en nuestra sociedad el uso del lenguaje de la pluma consciente, extremada?

No, por lo menos con un código lingüístico tan rico y matizado como el que he descrito. Entre los gays, se usa con rasgos teatrales en los ambientes festivos, incluso empleando sistemáticamente el género femenino, pero es para reír. La sobreactuación culmina cuando se usa el femenino para designar a cualquier varón, preferiblemente cuanto más respetable sea.

Paradójicamente, es más visible hoy entre personas XX masculinizantes, aunque debe sobresalir, para ser efectiva como señal, por una acumulación de efectos, que uno por uno son admitidos por el actual Código de Género, sin llegar a denotar: “soy masculino”.

Está claro que se pueden llevar camisas rudas, pantalones, el cabello corto o rapado, sin dejar de parecer mujer. Es cuando se une todo ello y se suma a actitudes conductuales hipermasculinas, explícitamente llamadas de camionero, cuando las señales comienzan a funcionar como tales significantes.


Pero subsiste la pluma pulsional, muchas veces sutil e inconsciente, en la que he visto un origen en las diferencias androgénicas.

Al ser tan sutil, pierde mucha fuerza su capacidad como señal, aunque a veces también la acumulación de señales la hace perceptible. Pero encuentra su estímulo en la sexualidad.

No es lo mismo la jornada laboral, en la que la pluma es innecesaria, que los tiempos de discoteca, en los que se va a ligar.

Los chándales unisex se convierten en ropas ajustadas, masculinas o femeninas, y escasas, minifaldas o camisetas. Conductualmente, reaparece el contoneo femenino de las caderas y el masculino de andar moviendo los hombros. Las señales de deseo se multiplican. La seducción en la mirada o la insolencia.

También entre quienes rompemos más cualquier esquema binario. También puede multiplicarse nuestra pluma y también puede llegar a formas específicas, no binarias. Un gay puede combinar su estética feminizante con una acometividad sexual masculina y hallar en esa fórmula su fuerza erótica personal. Una trans puede encontrar sus propias fórmulas, que no describo para que cada cual las halle.

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FORMAS DE EXPRESIÓN COSMÉTICAS Y ORNAMENTALES


GUIÓN. Las pinturas y adornos en el Código de Género. Su variabidad. Su uso como significante de género. Su uso como significante contradictorio. Opción radical y opción integrada. Posibilidades. Necesidades. Realismo. Adaptaciones. Opciones morales: lo radical es lo moral, aunque haya que transigir.


Cada Código de Género, si es binarista como lo son casi todos, formula reglas sobre las pinturas que pueden usar o no las personas clasificadas como mujeres y hombres, así como sobre los adornos respectivos.

Repasaremos primero la Historia y veremos que estas normas admiten cierta variación.

En nuestras sociedades sabemos perfectamente (porque está en nuestro Código de Género) que las personas definidas como mujeres pueden usar pintura de labios, maquillaje y sombra o rímel de ojos. Pueden también admitirse los adornos con alheña en la cara o en las manos.

En el siglo XVIII, las damas de la Corte añadían a su arreglo los lunares postizos y los varones de la Corte podían empolvarse y pintarse. Pero la norma más reciente para las personas asignadas como varones era hasta hace poco un no rotundo a todo ello. Recientemente se ha atenuado con un relativo permiso, ¡siempre que no sea muy visible!

Los tintes del cabello están fuera del Código de Género; pueden teñirse por igual hombres y mujeres, es decir, no constituyen significantes del género.

También los y las jóvenes góticos pueden usar maquillaje blanco en la cara y pintarse muy rojos los labios y muy negro el contorno de los ojos, pero es una moda muy minoritaria, muy juvenil y pasajera y, como vemos, no tiene significado de género.

En cuanto a adornos, las diferencias de género más notables eran las relacionadas con el arreglo del cabello. También en el siglo XVIII varones y mujeres usaban pelucas, pero había pelucas de varón y pelucas de mujer.

Luego, quedó sólo la manera de cortárselo y de peinarlo. Se llegó a un extremo cuando, en el siglo XX, el Código de Género prescribía que los varones debían llevar el cabello corto y las mujeres largo (excepto en la moda “à la garçonne” de los años veinte) En el siglo XXI, de nuevo esta norma se ha retirado y mujeres y hombres pueden llevar el cabello corto o largo.

En cuanto a las joyas, baste con recordar que hasta hace poco las normas del Código de Género eran permisivas con el uso común de sortijas, pulseras y cadenas (aunque había alhajas de mujer y alhajas de hombre), pero curiosamente intransigentes con los pendientes. Recientemente los hombres empezaron, como sabemos, a usar un pendiente (de forma sobria, un botón, un brillante o un arete), y ahora empiezan a usar dos, por lo que es previsible que salgan del Código de Género.

El piercing, como los tatuajes, están ya fuera en general del Código de Género, por lo que tampoco pueden ser usados como significantes.

Lo que hemos recordado quiere responder a esta pregunta: ¿qué pinturas o adornos puedo usar como significante de género para expresar que soy transexual o intergénero?

La respuesta la sabemos todos: si soy transexual feminizante me pintaré como una mujer. Si soy transexual masculinizante, me lavaré la cara.

¿Pero se pueden lanzar mensajes contradictorios, por ejemplo ir sólo arreglada, pintada, con pendientes, con el pelo largo, y a la vez con ropa unisex o inequívoca de varón?

Esto es justamente lo que hicieron, durante los siglos de la Gran Represión, los mariquitas andaluces. Encontraron un espacio de tolerancia, que les permitía expresarse hasta cierto punto, haciendo justamente eso, y sólo eso, y pagándolo al precio de la gracia, de ser graciosos y mirados por eso con condescendencia, de gozar así de la amarga libertad del bufón de la Corte: ”¡Qué gracia tiene!”

(Compatible a veces con una desesperación heroica, como la de la Paca, del Puerto de Santa María, que en plena Dictadura paró una procesión gritando “¡Muera Franco!” y que estuvo tantas veces en la cárcel)

Pero si no se tiene esa gracia, no se puede elegir esa posibilidad y seguir una vida corriente. Mencionaré un error en el que caí personalmente. Queriendo graduar mi transición, habituar poco a poco a los otros a que me vieran así, hice eso y conseguí sólo oir que un niño gritaba: “¡Papá, mira un hombre con pendientes!”

De nuevo volvemos a la opción entre vida radical y vida integrada, vida desobediente al Código de Género y vida obediente, salvo en lo principal, el cambio de género o de sexo.

Si hemos optado por una vida radical o marginal, todo es posible. Esa forma de expresión, digamos la de una albañil desafiante, que va maquillada al trabajo, afrontando lo que haya que afrontar, o la contraria, la de aquella persona que vi en Londres, ¡en 1972!, vestida de zíngara, falda larga violeta, chalequillo y camisa de colores, y barba de cuatro días, fuckgender pura.

Sin embargo hay que tener audacia y disponer de los medios de vida que permitan esa existencia radical, sean un oficio o una fortuna. Miguel de Molina, Ocaña, Rappel, Shangay Lily, Falete en España o Michael Jackson en Estados Unidos pueden o pudieron permitirse jugar con el género libremente. Pero la mayoría no hemos podido, materialmente.

La integración queda muchas veces como nuestra única opción realista, y significa acomodarse al Código de Género en lo posible para salvaguardar nuestra decisión de desobedecerlo en lo principal, que fue no reconocer el binarismo que nos obligaba a vivir como hombres o mujeres sin quererlo.

Hay algo de acomodaticio, de provisional, en esta prudencia, desde luego. Significa caer de nuevo en el binarismo, aunque en la otra posición.

El premio es la aceptación por parte de la sociedad binarista, que ahora sólo desea ver coherencia en el reconocimiento de su entendimiento del Código de Género. Puede ser que yo sea muy alta, que mi voz suene muy grave, que mis facciones sean muy duras, pero si me arreglo y me visto enteramente como se supone que debe arreglarse y vestir una mujer, mejor desde luego con falda, seré aceptada hasta cierto punto porque demuestro mi sumisión a las reglas que sigue la mayoría.

Seré suficientemente aceptada, por lo menos. Continuaré en según qué trabajo. Seré vista como una persona más o menos excéntrica, pero seré tenida en cuenta. Mi opinión pesará. Tendré oportunidades de ser apreciada por mi trabajo, de integrarme por tanto laboral, social y quizá familiarmente.

Como se habrá visto, tendré que demostrar para eso coherencia con la aceptación del Código de Género, no sólo en el arreglo, sino en la ropa, porque esa coherencia es tranquilizadora para los temperamentos conservadores.

Si se pretende una integración en el estado social actual, no se pueden usar sólo las formas de expresión cosméticas y ornamentales, es preciso unirlas con las indumentarias.

Deberé emplear maneras discretas. Quizá usar maquillaje en barra, una crema fuerte, para disimular los brotes de la barba, si los tengo. Elegir pinturas de labios y sombras de ojos que entren dentro de la gama normalmente aceptada. Puede ser que unos colores intensificados, como los que usan las drags tengan mayor fuerza estética, como la tienen, pero o acepto ser provocativa, vivir provocativamente, o en los medios conservadores no tendré sitio, porque si me paro a hablar con cualquiera de sus integrantes, inmediatamente notaré que mira a izquierda y derecha.

También es verdad que mi estilo provocativo puede tomar muchas formas, y algunas precisamente con “la cara lavá” y hasta dejando ver los puntos negros de la barba o las formas del pecho.

Se trata de una opción moral entre lo provocativo y lo integrado, en la que lo moral está en lo más radical, aunque a la vez haya que ser realista. Es como la moral del preso, que tiene que someterse, pero no deja de pensar en escapar, hasta que a lo mejor al final lo consigue. Lo radical o provocativo tiene el valor de que nos convertimos en modelo vivo de la ruptura de las ligaduras materiales que nos agobian. Lo integrado, rompe lo imprescindible, pero muestra una sumisión en lo demás, para ganarse la benevolencia ajena.

En el primer caso, la transexualidad o el rompegénero tiene una función social al hacer ver liberación. En el segundo la tiene disminuida; parece que seguiría el lema “¿No veis que es posible ser transexual y vivir con normalidad?” Para muchas de nuestras angustiadas vidas, este lema, que corresponde a la realidad, tiene una fuerza de seducción irresistible. No negaré el derecho de muchas y muchos de mis compañeros a descansar un poco e incluso a sobrevivir, pero en cuanto se sintieran lo suficientemente fuertes, les animaría a provocar la novedad liberadora.

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