lunes, octubre 05, 2009

Tercera parte


ELEMENTOS DE LA TRANSEXUALIDAD






I . INTERSEXUALIDAD CEREBRAL POR HIPO- O HIPERANDROGENIA


GUIÓN. La intersexualidad en los conjuntos difusos sexuales. Flujo variable de andrógenos en la edad prenatal. Efectos en algunos casos: intersexualidad fenotípica; intersexualidad cerebral. Definición biológica más que médica.


Hemos visto hasta este momento algunas de las diferentes formas que puede tomar la experiencia transexual en su conjunto, como historias de vida.

Ahora vamos a aplicar al microscopio un punto más de potencia de aumento, para examinar por separado con mayor detalle los hechos que hemos ido señalando.

En primer lugar, la intersexualidad. En casi todas las historias descritas, he mencionado una intersexualidad como base de las mismas.

Entiendo la intersexualidad como el hecho central de la concepción suprabinarista de la sexualidad y tengo que explicarla con arreglo al concepto de los conjuntos difusos o borrosos. No se puede definir exactamente, no se puede señalar un límite definido entre ella y la masculinidad o la feminidad, porque tal límite definido no existe. Es una cuestión de más o menos.

Para comprender esta idea, es preciso partir de la edad prenatal. Los embriones aparecen cromosómicamente diferenciados, hay embriones XX, embriones XY y embriones XO, XXY, etcétera, en una asombrosa variedad de realidades.

Existe por tanto una intersexualidad cromosómica, aunque muy escasa en número. La mayoría de los embriones son XY o XX, pero la realidad cromosómica no es binaria.

La forma del embrión y del feto es al principio única; no hay diferenciación sexual en su fenotipo; existe en todos el germen de un órgano que más adelante se diferenciará en clítoris o pene y el de unas mamas que luego se desarrollarán o no. Hay por tanto una edad en la que el fenotipo o apariencia externa tampoco es binario.

A continuación, llega un flujo de andrógenos; la presencia diferencial del cromosoma Y hace que sea mayor en los fetos que lo contienen, aunque también se da en menor cantidad en los que no lo contienen.

Es un chorro de andrógenos y como todos los chorros, puede ser mayor o menor, más persistente o más corto. Al decir mayor o menor, estamos hablando del más o menos que es la base del concepto de conjuntos difusos. Por tanto, la androgenización tampoco es binaria.

Existen en ella varios puntos decisivos, desde luego. Una determinada cantidad provocará la formación de gónadas funcionales masculinas, otra cantidad formará gónadas funcionales femeninos, y en medio de ambas, otras cantidades no formarán gónadas funcionales, con una gran variedad de hechos. Igual se puede decir de la formación de otros órganos, como los conductos internos y el cerebro. El resultado es que la mayoría de los fetos siguen desarrollándose como definidamente masculinos o femeninos en su fenotipo, pero hay una parte que no lo está. Los fenotipos tampoco son binarios.

Estos fenotipos no definidos son los que son clasificados como intersexuales por los médicos a primera vista, porque son los que se ven en en el momento del parto, cuando no se llevan a la práctica otros análisis, por razones prácticas. Otros serán comprendidos como intersexuales más adelante, cuando la evolución en el tiempo haga que se lleven a la práctica otras pruebas como las cromosómicas, radiológicas, etcétera.

La indefinición cerebral resulta imposible de observar directamente con nuestros métodos actuales, y más porque es, más que cualquier otra, una cuestión de conjuntos difusos. Podemos observarla indirectamente en sus efectos conductuales, y siempre como un más o menos. No podemos señalar límites definidos; siempre parece una cuestión en la que no existe un día ni una noche, sino una amplia gama de crepúsculos, en la que la luz es variadísima y toma diferentísimos colores. Y como se ha dicho con razón, el cerebro es un órgano sexual, en cuanto coordinador de la sexualidad o conducta sexual y organizador de la conducta de género; y este órgano sexual, más que cualquier otro, no es binario.

Describir la variedad de las formas cerebrales, requiere recurrir a un más o menos. En la vida diaria recurrimos continuamente a los más o menos para entenderla, en muchísimos de sus aspectos, éticos, estéticos, económicos, etcétera. Científicamente, se aplican mediante la Teoría de los Conjuntos Difusos.

El efecto de los andrógenos es la mayor o menor virilización del cuerpo y la mayor o menor acometividad o agresividad en la conducta. Es evidente que, en un universo donde hay un amplio lugar para la agresión, incluso para la subsistencia –los carnívoros necesitan agredir para comer- cierto grado de acometividad o agresividad es funcional para la especie humana, lo mismo que otro cierto grado llega a ser perjudicial. Estamos hablando por tanto de grados, de más o menos en la conducta.

Por tanto, indirectamente, el grado de acometividad o agresividad, permite evaluar la hiper- o hipoandrogenia cerebral.

Un grado máximo, será visible mediante formas externas de conducta como su canalización en juegos más o menos violentos físicamente o mentalmente –el ajedrez-, que simbolizan y ritualizan el combate, por el desarrollo muscular gracias al ejercicio físico, por actitudes como la valentía o la audacia, etcétera.

Es evidente que todo ello es cuestión de más o menos. Conforme nos alejamos de la arrogancia hiperandrogénica, nos encontramos con formas de conducta en las que prevalece la sensibilidad, la solidaridad, el sentido del cuidado mutuo, que van unidas a cierta hipoandrogenia, y que también son cuestión de más o menos.

Lo más notable es que esta diferencia no está alineada con los sexos fenotípicos. Hay mujeres fenotípicas muy hiperandrogénicas y varones fenotípicos muy hipoandrogénicos, aunque la mayoría de las mujeres manifiesten conductas más o menos hipoandrogénicas y la mayoría de los varones manifiesten conductas más o menos hiperandrogénicas.

Esto habla indirectamente, por tanto, de la impregnación androgénica diferenciada en la edad prenatal y de la formación de estructuras o pautas de origen androgénico diferencial. El estudio de las diferencias cerebrales está empezando. Probablemente, su resultado dé origen al dibujo de dos campanas de Gauss, una representando la hiperandrogenia definida en más o menos, masiva, unida por la indefinición, minoritaria, a otra que representa la hipoandrogenia más o menos definida, más o menos masiva, pero todo ello ligeramente diferente de la repartición por sexos.

Estamos hablando, por tanto, de una intersexualidad generalizada entre los extremos, probablemente imposibles, de androgenia 100 % y androgenia 0.

Esta definición de intersexualidad es biológica y no es la médica, pero expresa la realidad natural, más allá de la Medicina. En la inmensa mayoría de los casos, no se es consciente de ella, probablemente porque se está en las zonas altas de las dos campanas de Gauss, pero en algunos casos se es muy consciente de la posición personal intermedia o hasta claramente cruzada (varones que están en las zonas altas de hipoandrogenia, mujeres en las zonas altas de hiperandrogenia), y entonces esta posición da lugar a una cuestión de identidad.

El concepto de la intersexualidad cerebral como base de muchas de las formas de la transexualidad se funda en un amplísimo trabajo previo de muchos investigadores. Empecé a tener en cuenta esta posibilidad al leer "Las intersexualidades", ¿Qué sé?, Barcelona, 1973, de Gilbert-Dreyfus, el mayor especialista francés, en la que clasificaba como comportamiento intersexual la transexualidad.

Fui confirmándola con "Prenatal Stress Feminizes and Demasculinizes the Behavior of Males", de Ingeborg L. Ward, de la Villanova University, de Pennsylvania, en Science, 175, 1972; "Adult Erotosexual Status and Fetal Hormonal Masculinization and Demasculinization (...)", de John Money, Mark Schwartz y Viola G. Lewis, de la John Hopkins University, en Psychoneuroendocrinology, 9, 4, 1984; y en "Prenatal Exposure to Female Hormones, Effect on Psychosexual Development in Boys", de Irving D. Yalom, Richard Green y Norman Fisk, de la Stanford University, en "Archives of General Psychiatry", vol 28, April 1973, artículos que conseguí en 1993 mediante la Biblioteca Universitaria de Granada.

Obtuve una visión de conjunto en Anne Moir y David Jessel, "El sexo en el cerebro", Planeta, Barcelona, 1991, excelente obra de divulgación de la que extraigo otras referencias:

La feminización hormonal prenatal del cerebro XY y su relación con la conducta fue estudiada por June M. Rheinisch, desde 1976 a 1984, en diversos capítulos de obras colectivas como "Hormones and Behaviour" o "Sex Related Differences in Cognitive Functioning", y artículos en Nature y Science.

La masculinización hormonal prenatal del cerebro XX y también la feminización del cerebro XY y su relación con la conducta han sido estudiadas por A.A.Ehrhardt, entre 1979 y 1987, en un capítulo de "Sex Differences and Behaviour" y artículos en Science, Archives of Sexual Behaviour, Psychology and Gender y Annual Review of Medicine.




VACÍO DE HOMOAFECTIVIDAD

GUIÓN. La fase homoafectiva en la preadolescencia. Función de la homoafectividad: la valoración de la identidad. Barrera de identidad frente al deseo de fusión. El proceso mayoritario de la homoafectividad a la heterosexualidad. De la homoafectividad muy intensa a la homosexualidad. El Vacío de Homoafectividad: la transexualidad. El vacío de homoafectividad puede ser reversible, pero subsiste la intersexualidad de base. Validez de este esquema en la Transexualidad por Identificación, Desidentificación y Traumatismo, pero no en la Transexualidad por Orientación. La homoafectividad cruzada.

Por tanto la intersexualidad (hipo- o hiperandrogenia) por sí sola no explica la transexualidad. Hay muchos varones hipoandrogénicos y mujeres hiperandrogénicas que mantienen de forma natural una identidad lineal.

Hay que pensar en algo más, que es el vacío de homoafectividad.

Ya Freud comprendió que en el desarrollo de todo ser humano, lo corriente es pasar por lo que llamó una fase homosexual, entre los ocho y los doce a catorce años, que es la edad que ahora se llama preadolescencia.

El nombre no es exacto, porque en esa fase no suelen darse contenidos sexuales. Más aún, la preadolescencia es una edad en que la sexualidad queda en un estado de latencia, no manifestándose hasta el punto de parecer que falta por completo.

Por eso, es más correcto hablar de homoafectividad, porque en tal edad suele ser en cambio muy intensa afectivamente la relación afectiva con las personas del mismo sexo.

Es la edad de “los niños con los niños y las niñas con las niñas”, en la que se crean fuertes lazos de compañerismo y aun de admiración por algunos o algunas que resultan modelos de vida y a los que se imita. Esta admiración e imitación es particularmente intensa hacia quienes parecen ejemplos perfectos de masculinidad o feminidad: deportistas, actores, profesoras, actrices, generalmente.

Los y las preadolescentes intentan imitar a sus modelos hasta en sus gestos o su manera de andar. Los preadolescentes valoran jugar con muñecos duros y musculados, en los que se ven a sí mismos en el futuro, y las preadolescentes con muñecas atractivas, de largos cabellos y vestuario glamuroso, en las que proyectan sus propias perspectivas.

La función de la homoafectividad es valorar positivamente la propia identidad de género. Hasta ese momento, se puede decir que la identidad es un simple dato; se sabe que se es varón o mujer y nada más; desde entonces es un valor.

Este valor, profundamente arraigado, configura incluso una barrera de identidad que impide que, en la fase siguiente, la pubertad, cuando por fin se desarrolla la sexualidad, y la admiración se dirige volcánicamente hacia las personas del otro sexo, haya un deseo de imitación y aun de fusión con ellas. Tal barrera de identidad, en pocas palabras, permite amarlas y amarse a sí mismo o sí misma.

Puede haber un sentimiento de unidad y fusión total en el momento más fuerte de la unión sexual (que ha sido expresado con fórmulas como “Yo soy Tú”), pero cesa inmediatamente después.

Este proceso que va de la homoafectividad a la heterosexualidad puede ser mayoritario, pero hay que observar que no es general, porque hay importantes minorías en las que no se da.

En primer lugar, hay personas que viven una fase homoafectiva tan intensa y duradera que, cuando llegan a la pubertad, simplemente la sexualizan, llegando a ser homosexuales.

Con menos frecuencia, hay personas que no pasan por la fase homoafectiva. Somos las personas transexuales. En nuestras historias, se da por tanto un vacío de identidad, o más bien, de valoración de la identidad lineal que podemos haber tenido, que da lugar va un desarrollo cruzado.

Puede haber habido algunas historias de homoafectividad aisladas, desde luego, pero no dan lugar a una homoafectividad constante y consistente. Más bien se puede dar un rechazo definido hacia las personas del mismo sexo. Este rechazo puede ser mutuo, y sostenerse (pero no necesariamente) en las diferencias de la conducta androgénica; un niño hipoandrogénico tendrá dificultades para comprender y valorar a niños cuya conducta corresponda a las cuantificaciones masculinas medias o altas, y lo mismo les sucederá a estos niños respecto a él; no lo verán como modelo a imitar, no lo verán como aceptable, y la indiferencia dará paso fácilmente a la hostilidad.

La hostilidad mutua es lo contrario de la homoafectividad. No habrá experiencia de compañerismo, de admiración, de imitación. No habrá una valoración de la propia identidad como dato, más bien una desvaloración, seguida de un rechazo mutuo.

En el caso de las niñas se puede dar la misma dinámica, cuando falten modelos a quienes admirar o imitar. Esto se dará especialmente en el caso de las niñas hiperandrogénicas, particularmente activas y turbulentas, que se sentirán expatriadas entre niñas cuyas conductas correspondan a los valores medios o bajos de la androgenia femenina. Ni seguirán sus líneas de acción ni compartirán sus preferencias, encontrándose en una situación de indiferencia mutua que dará lugar fácilmente al rechazo y la hostilidad.

Éste es el papel que puede tener la intersexualidad (hipo-o hiperandrogenia) en la formación de un vacío de identidad; pero aunque esto sea frecuente, no es la única dinámica concebible.

Al fin y al cabo, al hablar de afectividad, hablamos de sentimientos mutuos, y esto depende de las personas concretas que se encuentren o no se encuentren especialmente en la familia y en la escuela. Hablo de situaciones extremadamente circunstanciales. El rechazo mutuo puede surgir de esa relativa intersexualidad, pero también de otras muchísimas variables.

En todo caso, parece que el vacío de homoafectividad puede ser una de las causas de la transexualidad.

En una situación de vacío, de falta de valoración de la identidad lineal, son posibles dos salidas:

O bien se produce una homoafectividad cruzada, una aceptación como modelos a admirar e imitar de personas del otro sexo, incluso desde la preadolescencia, dependiendo de que se encuentren esas personas, de que estén delante y en la vida del o la preadolescente que no encuentra modelos de su sexo.

O bien se pasa directamente y en vacío a la pubertad, cuando la sexualidad se desarrolla, y entonces, la falta de Barrera de Identidad a la que me he referido como consecuencia del Vacío de Homoafectividad hace que la atracción se convierta en deseo de fusión permanente. Entonces es cuando se produce el hecho que se ha llamado Fascinación por la Imagen de la Mujer en el Espejo, que se ha llamado también autoginefilia.

He pensado, en años muy anteriores a la redacción de este Manual, que el Vacío de Homoafectividad, por ser muy temprano, situable en la preadolescencia, debería ser considerado como constitucional de la personalidad y como irreversible.

Sin embargo, en años más recientes, la experiencia me ha mostrado que ese Vacío de Homoafectividad puede ser reversible; es un dato de la memoria y, como tal, puede volver a hacerse efectivo en cualquier momento, pero puede ser colmado por una experiencia homoafectiva intensa y duradera que también puede producirse en cualquier momento. La Homoafectividad produciría su efecto acostumbrado de valoración de la identidad lineal y entraría en conflicto con los procesos de identificación cruzada, aunque éstos siempre mostrarían una solidez arraigada en la memoria.

Sin embargo, aunque el Vacío de Homoafectividad se haya colmado, subsistirá la Intersexualidad, que es una realidad corporal, cerebral, no sólo de pensamiernto. Si la persona es realmente ambigua, ¿con quiénes puede sentirse identificada, sino con otras personas ambiguas? Puede ser que con personas homosexuales, masculinas o femeninas, y que, dentro del sistema de pensamiento binarista, entienda que es con hombres o mujeres con quienes se ha identificado, olvidando que comparte con ellos armarios y salidas del armario, angustias y desafíos, y que de ahí puede venir su identificación, o que además se identifica con los homosexuales más femeninos o las homosexuales más masculinas.

En todo caso, conviene entender estos complejos procesos para no sorprenderse ni culpabilizarse de los cambios que se puedan observar en ellos. A través de ellos, se puede llegar a un entendimiento más perfecto de sí y a una identidad más propia, que muchas veces será de persona intersexual. “No soy hombre ni mujer”, se definía audazmente una amiga transexual.

Estos esquemas corresponden a los procesos de Transexualidad por Identificación y por Desidentificación, y en un grado menos definido, a la Transexualidad por Traumatismo.

Sin embargo, no corresponden a la Transexualidad por Orientación. Recordaré que en ella, a una intersexualidad por hipo- o hiperandrogenia, puede suceder una homoafectividad cruzada, seguida en las transexuales feminizantes por una intensa androfilia y en los transexuales masculinizantes por una no menos intensa ginefilia.

En estas historias de Transexualidad por Orientación puede haber una identidad lineal primaria, pero precaria. La persona se habrá sentido siempre sólo un poco masculina o femenina, o sencillamente distinta. La homoafectividad cruzada puede haber sido intensa, y haber determinado una experiencia significativa, dirigida por ejemplo hacia una hermana mayor o una profesora tomada como modelo, pero no puede decirse que haya habido vacío de afectividad. Es un esquema muy semejante al heterosexual, pero cruzado.

Como ya vimos, el desarrollo transexual en estas historias transexuales por orientación depende más de la intersexualidad (hipo- o hiperandrogenia), como hecho, más que como sentimiento, y de la orientación, que de la identidad.



FASCINACIÓN POR LA IMAGEN DE LA MUJER EN EL ESPEJO


GUIÓN: Fascinación por la Imagen de la Mujer en el Espejo, tras el Vacío de Homoafectividad. Una descripción literaria. Querer ser esa Imagen: Una solución simbólica de un problema real (parafilia) Solución real: aceptación de la propia intersexualidad. Muchas historias transexuales se convertirán en historias intersexuales. Líneas de acción del Movimiento GLTB. Cuatro autopreguntas sobre la Fascinación por la Imagen de la Mujer en el Espejo, y cuatro respuestas. La solución de la cuarta está fuera del binarismo. Una trampa ante la que hay que estar alerta. Pero la intersexualidad y el vacío de identidad son más firmes que la Imagen de la Mujer en el Espejo. Formas rompegéneros.


Voy a tratar en esta sección de una experiencia cuyos recuerdos y renovaciones acompañan con frecuencia a la transexualidad feminizante: la Fascinación por la Imagen de la Mujer en el Espejo. No la acompañan siempre; no son su causa cuando aparecen, como suponen Ray Blanchard y Anne Lawrence, que la llaman autoginefilia, sino que sigue a una causa anterior, más decisiva, el Vacío de Homoafectividad; pero cuando se da, constituye un motor de gran fuerza, que sin embargo puede faltar más adelante.

Leí en mi juventud una novela italiana que guardé y luego perdí y de la que por tanto no sé el autor ni el título, que contaba la historia de un adolescente enamorado de su prima que en un carnaval, no sé por qué, tiene que vestirse con la ropa de ella. Se ve entonces reflejado en el espejo del armario y se queda fascinado al ver la imagen de su prima aparecer en el cristal.

No sé cómo terminaba la novela, pero se puede pensar que continuara de dos formas. Si el adolescente contaba en su memoria con una imagen positiva de sí mismo como varón, conseguida en la convivencia con sus compañeros, esa experiencia, fascinadamente vivida en la tarde de Carnaval, llegada a su cima al encontrar de verdad a su prima, se desharía como una nube de verano, dejando sólo un dulce y misterioso recuerdo que se podría representar por las palabras “tú eres yo”.

Si el adolescente, sentimental y reflexivo, se hubiera encontrado antes solo, si no hubiera llegado a vivir una verdadera amistad con sus compañeros, si no hubiera llegado a valorar positivamente su identidad como varón, aquella experiencia se quedaría insistiendo en su recuerdo como “yo hubiera podido ser ella”.

En esta historia y sus comentarios se recoge lo fundamental de la experiencia de la Fascinación por la Imagen de la Mujer en el Espejo.

Su fuerza es inmensa, porque calma a la vez un vacío afectivo, y cuenta con la intensidad biológica de la libido.

Su efecto es querer ser esa Imagen de Mujer. Llegar a una visión de sí idealizada, en la que la propia persona aparece revestida de la forma perfecta que se ama.

Si esa visión se puede materializar, si la propia forma juvenil puede representar realmente con la ropa y el arreglo la imagen deseada, la intensidad del deseo se vuelve arrolladora.

Si no se puede materializar porque la propia imagen esté alejada de la soñada, seguirá actuando como sueño, tanto más deseado cuanto menos realizable.

El espejo del cuarto de baño, la cámara fotográfica, serán los medios de esa materialización.

La gloria de la experiencia hace sentirla insuficiente, por ser solitaria. Se desea salir a la calle para poder ser vista, para ser admirada preferiblemente por los hombres, pensando que la admiración en sus ojos será el sello de la fusión.

Si se consigue salir, pasear, despertar miradas, ver en ellas el mismo sueño, una admiración absoluta, es que entonces la fusión total se habrá conseguido.

De paso se habrá solucionado la falta de estima propia que ha producido el vacío homoafectivo. Antes se era gris y ahora se resplandece. El muchacho tímido e inseguro da paso a la muchacha luminosa.

Quien no era querido ni valorado, ahora puede ser admirada y deseada.

Se ha conseguido una solución simbólica a un problema real. Es simbólica, porque no se es una muchacha. El problema era real porque la propia naturaleza, probablemente algo intersexual, hipoandrogénica, no era entendida ni valorada como tal por los demás.

He llegado a pensar que esa unión de solución simbólica y problema real es el verdadero contenido de las llamadas parafilias. Quizá excite y produzca placer porque el problema producía una angustia profunda. Tiende a repetirse, porque es solución, pero tiene que repetirse porque no es solución real, sino simbólica.

¿Cuál debe ser la solución real? Creo que consistirá en la aceptación de la propia naturaleza intersexual, tal como es, que será posible en la medida en que se pueda conseguir una homoafectividad con otras personas semejantes.

No se trata de definirse como varón, porque la falta de homoafectividad con los varones ha demostrado que no se lo es; tampoco como mujer, porque la propia dinámica, tal como se ha expuesto, no es una dinámica de mujer. Se trata de definirse no binariamente, como persona más o menos intersexual, que debe encontrar su propio camino en la vida y tiene el derecho de ser reconocida socialmente como lo que es.

Como mantengo, muchas historias transexuales de ahora mismo se convertirán en el futuro en historias intersexuales. El prefijo “trans”, que indica paso, dejará lugar al prefijo “inter”, que indica entre. Puede ser incluso que el prefijo “trans” se mantenga, pero cambiando de significado, pasando de indicar transición completa desde un polo a otro, a señalar la propia situación de transición, de intermediariedad.

Para que todas estas posibilidades se cumplan, hace falta que nuestra cultura pase de ser binarista a ser continuista. Debe señalarse que el binarismo es ideológico, porque representa un desideratum que se confunde con la realidad, mientras que el secuencialismo representa esa realidad, que trae continuamente niños intersexuales a los paritorios, unos visibles y otros invisibles a primera vista.

En tal sentido, este Manual no señala sólo lo que hay, sino lo que debe ser. No es sólo un manual de funcionamiento, sino un manual de instrucciones. No explica sólo nuestras historias personales, sino que trata de aclarar la historia colectiva y de señalar cuál puede y debe ser el futuro.

En particular, pretende hacer énfasis en las líneas futuras de acción del actual movimiento GLTB, señalando que deberá trabajar por la superación del actual binarismo ideológico. El binarismo señala que sólo hay –o que sólo debe haber- dos sexos (varón y mujer), dos géneros (masculino y femenino), y dos orientaciones (ginéfila y andrófila), y que estas tres consideraciones deben de estar en completa correlación unas con otras.

El secuencialismo, siguiendo en esto las grandes aportaciones de la Teoría Queer, observa que entre varón y mujer hay muchas realidades intermedias que, naturalmente, tenemos derecho a la existencia, que entre lo masculino y lo femenino están las innumerables formas de expresión de la realidad personal y que no se puede hablar de heterosexuales y homosexuales, como dos bloques marmóreos, sino de conductas también infinitamente variadas y matizadas.

Con esta perspectiva, se aclaran también algunas de las cuestiones secundarias relacionadas con la Fascinación por la Imagen de la Mujer en el Espejo.

La primera sería la de si quien lee estas líneas la ha sentido. “¿Soy autoginéfila?”, se podría preguntar.

La respuesta sería: Sí, en el caso de que la imagen de la mujer te haya fascinado realmente, es decir, si te ha provocado una inmediata admiración, un deseo de ser como ella, si su figura específica, sus senos, sus nalgas, sus piernas te han provocado a la vez un deseo indecible y un ansia de identificación con ella, si eso te ocurre sólo con mujeres jóvenes y bellas, el arquetipo de la deseabilidad, y no con mujeres fuertes, o sabias, o santas.

La segunda pregunta sería: “Si soy autoginéfila, ¿soy una verdadera transexual?

La respuesta sería: Sí, puesto que la autoginefilia se da después de que se hayan definido otros elementos de la personalidad transexual, tales como la intersexualidad por hipoandrogenia y el vacío de homoafectividad.

La tercera pregunta podría ser: “Si me excito, ¿es señal de que soy una persona masculina?”

La respuesta sería: Es señal de que uno de los elementos de tu personalidad compleja es la ginefilia, compatible con cierto grado de intersexualidad y con el vacío de homoafectividad intermasculina. Y también es señal de que se ha producido una parafilia, entendida como solución simbólica de un problema real.

Otra pregunta, la cuarta, sería: “Pero deseo el amor de los hombres, y por tanto, ¿soy andrófila?

La respuesta sería: La autoginefilia puede dar lugar a una androfilia secundaria. La identificación con la Imagen de la Mujer en el Espejo puede dar lugar a querer:
=ser admirada y deseada como tal por los hombres; el ser atractiva para un hombre será la confirmación de la propia identidad, y por tanto, se desea comprobarla continuamente; los coqueteos y el ligue serán su manifestación usual.
=sentir como una mujer (con arreglo a los esquemas binaristas) y por tanto querer ser andrófila, poniendo todo por tu parte para llegar a sentir así.

La primera salida, permite compensar la falta de estima propia que produce el vacío de identidad y en este caso puede ser positiva.

Pero para llegar a una solución verdadera, hay que advertir que esa atracción por el varón no es inmediata, espontánea, sino que pasa por la mediación de la propia imagen como mujer. Se desea al varón no por sí mismo, sino en la medida en que este deseo es necesario para construir la propia imagen como mujer.

La solución verdadera está fuera del binarismo. Es verse a sí mismo como se es, intersexual por hipoandrogenia y desarrollar una verdadera homoafectividad con las personas que son verdaderamente semejantes, no con los varones definidos ni con las mujeres definidas, sino con las personas más o menos intersexuales, más o menos indefinidas.

De otra manera, se corre el riesgo de utilizar a los amantes que se pueda encontrar, sin amarlos por sí mismos, sino en la medida en que confirman el discurso binarista que nos arrastra; si no soy varón, tendré que ser mujer; si soy mujer, tendré que amar a los varones. No es así. La realidad abre otras perspectivas más amplias, más verdaderas y más seguras.

No se olvide, a este respecto, que la Fascinación por la Imagen de la Mujer en el Espejo oculta una trampa ante la que hay que estar alerta (Pero hay una solución) Está determinada por la libido ginéfila, y cuando la libido ginéfila disminuye como consecuencia de la hormonación y/o de la operación de reasignación genital, la persona transexual se puede encontrar en la situación de que, justo cuando ha alcanzado lo que pretendía, le interesa menos. La depresión puede ser la consecuencia inmediata.

También puede quedar, es cierto, un agrado atenuado por la Imagen de la Mujer. No una fascinación activa y absorbente, sino una satisfacción al pasar casualmente junto a un espejo o un escaparate, que colma ciertas inquietudes, pero que suele ser operativa sólo en ese momento físico.

La solución está en que será preciso que recuerde que lo que la llevó a la autoginefilia pudo ser cierto grado de intersexualidad por hipoandrogenia y/o un vacío de homoafectividad. Estas circunstancias subsisten y son más operantes y firmes que la autoginefilia. Sobre ellas se puede construir una identidad transexual o intersexual sólida y matizada, que reconozca verdadaramente las propias circunstancias personales y las desenvuelva de una manera personal.

Por supuesto, esta evolución transformará la comprensión de sí como transexual. Ya no se pretenderá ser, como al principio, la mujer idealizada que despierte pasión entre los hombres, sino que será suficiente y más verdadero identificarse como una persona intersexual, que por serlo no se ha hallado en el lugar binarista de los varones, y que debe encontrar la manera de expresar su intersexualidad con su manera de vestir y hallar las relaciones afectivas que verdaderamente desea.

Pueden ser con las mujeres, dada su pulsión ginéfila; o con los hombres, dada su necesidad de confirmar su identidad mediante la aceptación por parte de ellos, pero ahora mucho más matizadamente: aceptación como intersexual, más que como mujer; relación afectiva, más que sexual; descubrimiento de la existencia de varones hipoandrogénicos y establecimiento de relaciones homoafectivas con ellos (una parte de los gays son hipoandrogénicos) y no con los demás, etcétera.

El descubrimiento de la intersexualidad por hipoandrogenia como base de la transexualidad y el de la estructura no-binaria de la sexualidad permiten desenvolvimientos inesperados, mucho más variados y flexibles, de la transexualidad, expresándola de formas rompegéneros.







DISFORIA

GUIÓN. Transexualidad con disforia y sin disforia. La disforia como desagrado, disgusto, desajuste o desadaptación, hasta un grado de repugnancia o rechazo radical. Disforia de género, disforia de sexualidad, disforia de fenotipo, disforia genital, juntas o por separado. La disforia de sexo. Las clases de disforia no permiten jerarquizar la masculinidad o feminidad de la persona. Disforia por intersexualidad (hipo- o hiperandrogenia) o por traumatismo. Pero la disforia por intersexualidad es más profunda que un trauma. La disforia por hipoandrogenia en personas XY. La disforia por hiperandrogenia en personas XX. La disforia por traumatismo.


Al Vacío de Homoafectividad suele acompañarle la Disforia, antes o después. Señalaré, de entrada, que no todas las personas transexuales son disfóricas, por lo que no se puede usar esta palabra como sinónimo de transexualidad. No lo son, en un sentido profundo, las personas transexuales por identificación, aunque les desagraden las circunstancias en que los demás esperan que vivan, naturalmente; pero es una incomodidad, más que un rechazo profundo, una repugnancia. Lo son en cambio las personas transexuales por desidentificación; su transexualidad viene de una disforia. No lo son las personas transexuales por orientación, en quienes la transexualidad es sobre todo uns forma de placer o de expectativas de placer. Lo son las personas transexuales por traumatismo, para quienes su trauma produce precisamente una disforia.

Disforia es el sentimiento de desagrado, disgusto, desajuste o desadaptación ante las realidades del género, la sexualidad, el fenotipo o los genitales. Quizá convenga ser hablar con mayor precisión de repugnancia y angustia. No se trata de una mera incomodidad más o menos difusa; se trata de un verdadero y radical rechazo. Puede ser un rechazo de todo ello junto, o de cada una de estas partes por separado.

Se podría hablar de disforia de género, disforia de sexualidad, disforia de fenotipo, disforia genital, o, si fuera por todo ello junto, disforia de sexo.

Sería un uso nuevo de la expresión, pues la forma usual, disforia de género, en realidad se referiría sólo al desagrado por los aspectos culturales del sexo (que es lo que se llama género)

La disforia de género se centra por tanto en esos aspectos culturales; en la expectativas de otras personas respecto a nuestra ropa, nuestro nombre, nuestra manera de vivir; si la clasificación masculina o femenina de todo ello nos resulta desagradable al sernos aplicada, estamos hablando de una inadaptación en los hechos culturales, y por tanto, de género.

También lo que puede sernos insoportable son las expectativas de los demás en cuanto a nuestras funciones sexuales, que es lo que se llama sexualidad; que esperen que seamos penetrativos, por ejemplo, y no lo seamos, o receptivos, y no sea así. Sería una disforia de sexualidad.

O puede ser que podamos aceptar eso, pero nos desagrade la forma general de nuestro cuerpo sexuado, la contextura de nuestra piel, su pilosidad, su musculación o sus desarrollos. Sería una disforia del fenotipo (no limitada a sus aspectos estéticos, sino a su forma sexuada general)

Y la disforia podría centrarse especialmente en los genitales, que parezcan feos y extraños, casi incomprensibles, tanto en sus formas como en sus funciones, hasta el punto de que se desee claramente suprimirlos, con lo que la imagen corporal resultaría más apropiada. Sería la disforia genital.

De hecho, estas distintas clases de disforia pueden darse juntas o por separado. No parecen tener que ver con la mayor o menor feminidad o masculinidad de la persona que las siente, porque de hecho hay por ejemplo personas XY relativamente masculinas que sin embargo sienten una disforia genital muy definida. Y esta disforia puede ser el elemento más intenso de su personalidad transexual, por encima de cualquier disforia de género, por lo que pueden optar por ejemplo por operarse sin que nadie más lo sepa y sin que su forma de vida cambie en ningún otro aspecto.

No se trata, por tanto, de que estas clases de disforia se puedan jerarquizar en un esquema de menor a mayor feminidad o masculinidad. ¿Qué es lo que pueden indicar? Sin duda, como hemos visto en la misma definición de la palabra, un desagrado, desajuste o desadaptación a las realidades sexuales, variable según la biología o las historias personales.

Como sentimiento, la disforia es efecto de alguna causa; yo diría que las causas primeras de este sentimiento pueden ser o bien la intersexualidad (hipo- o hiperandrogénica) o bien un grave trauma afectivo.

Ambas causas pueden producir ese desagrado, disgusto o desajuste. La persona disfórica se encuentra extraña entre quienes parecen los suyos, casi literalmente en país extranjero y hostil y no puede establecer los lazos afectivos, de admiración y reconocimiento propio en los que se funda la homoafectividad y la valoración de la propia identidad. Lo más fácil de pensar es que el sexo asignado responde a criterios binaristas y no corresponde a los muchos matices de la realidad.

Probablemente, es un sentimiento mutuo de la persona disfórica hacia las otras que aparentemente son de su sexo (binario) y viceversa; quien es diferente, teme o rechaza a quienes le son diferentes; por su parte, éstos, en el momento de la socialización, al llegar una persona nueva a su grupo, la observan, la tantean, y si no es conforme a lo que esperan, la rechazan.

Esto es particularmente cierto en la hipoandrogenia y tanto más cuando es una contradicción de la virilidad que otros están aprendiendo y potenciando en esos momentos. Los adolescentes hipoandrogénicas hemos sido por definición más pasivos, menos belicosos que los otros. Éstos nos tantean con mil pequeñas provocaciones y, si no hay la respuesta que esperan –retadora, violenta-, simplemente nos dejan de lado o se acuerdan de nosotros sólo para probar su aparente dominio.

Los años de la preadolescencia y la adolescencia son largos y en ellos hay tiempo a que estos sentimientos se afiancen en la memoria y lleguen a ser constitucionales de la personalidad.

Hay razones para considerarlos objetivos: el adolescente hipoandrogénico, sensible, reflexivo, introvertido, aficionado al dibujo o la lectura, poco o nada deportivo, no tiene nada que hacer entre otros que son todo lo contrario, bulliciosos, peleones, extravertidos, entregados a los deportes y están reconociéndose y aceptándose a sí mismos en la formación de su masculinidad.

Todo ello se instala gradualmente. El día a día de una clase, la rutina de una hostilidad mutua, las miradas poco benevolentes de parte y parte (no hay que suponer que la persona hipoandrogénica no sea capaz de ira), el menosprecio mutuo (son unos brutos, es un maricón) pueden llegar a formar un modo de vida y aun de ser.

Sin embargo, está claro que las relaciones concretas están mediadas por los rasgos personales de unos y otros. Es posible que el adolescente hipoandrogénico encuentre algún compañero con quien establecer lazos de homoafectividad; o que entre unos y otros pueda establecerse un “modus vivendi” más o menos satisfactorio. Todo ello evitaría la disforia. Pero las circunstancias pueden hacer también que todo sea traumático, suficiente para crear un sentimiento de agobio con tan dura compañía, de temor y de rechazo. No es difícil poner todo ello bajo la etiqueta de “masculinidad” y rechazar la masculinidad.

Al mismo tiempo, la persona hipoandrogénica observa que los demás la consideran masculina, por lo que el siguiente paso es el rechazo a ser considerada masculina ella misma.

La disforia de las personas XY puede ser calificada de antimasculinidad, consciente, intensa. Es un sentimiento persistente, que incluso puede desaparecer ocasionalmente, en presencia de un modelo masculino a quien admirar y aceptar, pero que vuelve una y otra vez.

La dinámica de la disforia por intersexualidad se parece a la de los traumas, según el modelo de condicionamiento y refuerzo (Skinner), pero es más profunda. Puede pensarse en un descondicionamiento, pero hay que tener en cuenta que sus causas no son ocasionales, accidentales, como lo son por definición los traumas, sino estructurales, pues parten de una intersexualidad (hipoandrogenia) y del desarrollo en un medio cultural que es binarista y que por tanto reconoce de hecho sólo la masculinidad y la feminidad y no sus formas intermedias.

Por tanto, el condicionamiento no es aleatorio, caprichoso, palvloviano, sino que tiene fundamentos biológicos y culturales. Los primeros, por tener que ver con las estructuras del cerebro, no son reversibles; los segundos se pueden cambiar, pero harán falta esfuerzos y generaciones para cambiar la cultura binarista (recordaré que el actual feminismo es potencialmente antibinarista, pero de hecho sigue todavía los esquemas binaristas en sus planteamientos de una dialéctica mujer-varón, que nos olvida)

Pero aunque esta tarea colectiva sea laboriosa y lenta, la persona hipoandrogénica puede comprender fácilmente, por su propia experiencia, el valor real de la actitud no binarista, y a partir de ella, superar su disforia y encontrar nuevas formas de expresión personal.

Tengo que señalar aquí una limitación de este Manual en borrador. Mientras que conozco bien el proceso que lleva de la hipoandrogenia a la disforia, conozco menos el de la hiperandrogenia a la disforia. Me baso en la historia de un solo amigo al que conozco bien, pero sé que deberá fundar mi estudio en más personas.

Daré sólo unas pinceladas, a la vez que pido a los lectores masculinizantes que me hagan llegar sus propias observaciones. En general, encuentro que los conflictos de los que viene la disforia proceden o bien del medio escolar o bien del medio familiar, según el carácter de las personas y las circunstancias que se den en cada uno de esos medios.


Pero mientras la hipoandrogenia en personas XY suele encontrar los mayores choques en el medio escolar, la hiperandrogenia en personas XX puede encontrar mayores dificultades que en la escuela en la propia familia.

En la escuela, las cualidades hiperandrogénicas que hemos visto –actividad, bulliciosidad, belicosidad, capacidad para los deportes- son un mérito. La adolescente “marimacho” puede ser rechazada por las otras adolescentes, pero desprecia alegremente este rechazo y lo compensa ampliamente por su aceptación entre los varones.

Al participar con energía y convicción en los deportes más duros, se gana su respeto, tan valioso. Puede incluso conseguir el liderazgo de la clase, gracias a su arrojo y a su sentido común. Puede obtener puestos como la delegación de curso. Discute de igual a igual con los más duros. Incluso puede enamorarse de una compañera, protectoramente (“me sentía como Tarzán con Jane”), y ser amada por ella.

Todo ello es tan positivo, que puede no dar lugar a una disforia de género, aunque la persona hiperandrogénica constituya de hecho su propio género, tal como es, se acepte a sí misma y esté orgullosa de ser como es. Podría evolucionar sencillamente en sentido homosexual.

Pero la disforia, la conciencia de disgusto, de desajuste, de desagrado, puede venir de no satisfacer las expectativas creadas en la familia al nacer una niña, cuando el pensamiento convencional, el binarismo, interfiere con la buena voluntad paterna, y las mejores intenciones resultan contraproducentes por lo inexpertas.

Rápidamente, resulta evidente que no es la niña soñada. No es apacible y cuidadosa, sino inquieta y bullanguera como un niño. No hay manera de que se quede en casa, sino que siempre está en la calle, envuelta en mil aventuras.

Pero si los sueños familiares son tenaces, la figura de la niña aparece en ellos revestida literalmente de una forma que a ella le horroriza y le avergüenza. Imaginemos al futbolista, al líder de la clase, a Guillermo el Proscrito, vestido de mininovia para la Primera Comunión para juzgar su espanto y su profunda humillación.

Imaginemos imposiciones paternas y maternas, castigos incluídos, para hacerle aceptar ese disfraz. Imaginemos la presentación en sociedad del joven Tarzán ante compañeros y compañeras teniendo que aceptar como propia esa imagen.

Puede imaginarse la rebeldía, los llantos infantiles de rabia e impotencia, el desgarramiento del vestido enemigo y costoso a la menor oportunidad, los gritos y castigos paternos, porque todo ello sucede.

Esa confrontación entre la propia imagen, real, y la imagen familiar, puede durar toda la niñez y la adolescencia. En cada ocasión más o menos solemne en la que se supone que no se puede dejar a la niña con sus vaqueros y su blusilla, es la lucha amarguísima ante un vestido que se pone y se quita, o se rompe, o el esfuerzo fallido porque feminice sus maneras desenvueltas.

Paralelamente a lo que habíamos visto para las personas hipoandrogénicas, hay en el aitre un modelo de vida que no es aceptable, y ese modelo subsiste a través de los largos años de la niñez y la adolescencia como una amenaza persistente. Es una despersonalización, que obliga a ser como no se es. Se identifica con la “feminidad” y puede provocar un rechazo definitivo a la feminidad.

Es un condicionamiento reforzado una y otra vez a lo largo de esos años, pero tampoco es pavloviano, fácil de descondicionar con la simple extinción del estímulo, sino que tiene fundamentos estructurales, tanto biológicos (la hiperandrogenia) como sociales (el binarismo que sólo entiende que haya varones masculinos y mujeres femeninas, contra toda evidencia real)

Se forma, por tanto, una disforia persistente e intensa. La persona hiperandrogénica que había gozado de su condición en la escuela, puede sufrirla ante los estereotipos familiares.

La disforia llega a su climax con el desarrollo biológico. La formación de las mamas viene a ser la proclamación ante todos de esa feminidad que se ha llegado a aborrecer. No se aborrecerían si en la familia se hubiera vivido la misma aceptación que en la escuela, de mejor o peor gana.

Pero si se ha formado la disforia, las mamas se rechazan con rabia e impotencia. Se entienden como una máscara permanente, como la victoria del disfraz. Se tiende a fajarlas violentamente, a negarlas, y cada transexual masculinizante encuentra la manera de hacerlo a costa de una permanente incomodidad.

(Su victoria final sólo llegará con la mastectomía, una liberación. Sólo entonces podrá ponerse semidesnudo, frente al mar, en la playa)

Cabe pensar que, en el futuro, la extensión a todos de la cultura suprabinarista evite quee los padres caigan en el error de exigir que su hija cumpla con un modelo que no le corresponde. Mientras llega ese momento, es también verdad que el propio transexual masculinizante puede llegar a esa convicción suprabinarista, y seguir viviendo con naturalidad y convicción lo que puede que ya viviera en la escuela, sin necesidad de llegar más lejos.

Es verdad que sólo se puede llegar a eso en la medida en que se haya podido superar la disforia, entendida como un trauma o una fobia más arraigada y profunda que los traumas o fobias ocasionales.

En esa disforia se expresa la rabia de una vida y el horror a un papel social objetivamente extraño. Si se mantiene, será comprensible. Puede ser que, en la práctica, haya llegado a ser una parte de la propia personalidad, orgullosa y rabiosa, una expresión de la propia hiperandrogenia, intransigente, una prueba de la combatividad masculina.

La disforia puede deberse también a un trauma, el estrés, un fracaso afectivo o cualquier otro que sea muy intenso y de efectos duraderos. En este caso sí tienen valor los efectos del condicionamiento, la conducta condicionada, el refuerzo y el borrado del condicionamiento (Pavlov, Skinner) Recuérdese el esquema: el condicionamiento viene de la repetición de un estímulo condicionante (por ejemplo, las situaciones de estrés) y se refuerza mientras se repite. Puede determinar toda una respuesta, una conducta condicionada (por ejemplo, la transexualidad como evasión del estrés)

Un refuerzo muy intenso y duradero, determinará una respuesta intensa y duradera. La disforia puede ser muy fuerte y las aspiraciones a la transexualidad muy radicales.

Pero la otra parte de la realidad, que debe ser muy tenida en cuenta por las personas que estén en este caso, es que si cesa la repetición del estímulo, se borra también la respuesta condicionada.

Terminada la situación estresante, puede terminar la respuesta transexual, y se vuelve apaciblemente a la situación anterior. Conviene ser prudente, por tanto, cuando la persona disfórica observa en sí a la vez un estrés casi insoportable y el deseo de transexualidad como evasión. Por el contrario, se puede decir que, en situaciones de estrés, si éste termina, y pasado un tiempo la persona observa que sigue sosteniendo las esperanzas transexuales, es que no se trata de una transexualidad por traumatismo, sino de algo más profundo.





IV PARTE. EXPRESIÓN DE LA TRANSEXUALIDAD


LA EXPRESIÓN MARGINAL

GUIÓN: La expresión de la transexualidad es un hecho social. La salida del armario es un hecho social. El desafío al antiguo Código de Género y la formación de uno nuevo. Condiciones de marginalidad y de integración. Sufrimiento. Creatividad en las condiciones de marginalidad. El liberacionismo.


Hemos visto las condiciones biológicas, psicológicas o sociales, incluido el binarismo, que explican la transexualidad. Pero al tratar de la expresión de la transexualidad entramos en lo social.

Es social por cuanto significa el encuentro con otras personas. La persona transexual desea, más que nada, compartir su vida con otras personas. Al mirarse en el espejo en la soledad del armario (“en la soledad del ropero”, García Lorca) lo que más puede ansiar es que otras personas la vean como mujer o como hombre.

Mientras no consigue dar ese paso, siente que no vive; está como en la sala de espera. El momento de salir del armario es sublime, porque es el de empezar la vida. Es el momento en que puede hablar de lo que más le interesa y vivir conforme al género deseado a la vista de todos. Se abandona el mundo de los sueños y se entra en la realidad. Podrá haber dificultades, pero se está ya en un lugar cualitativamente diferente: el de la realización como trans.

Por tanto, este momento en que por primera vez otros ojos ven la imagen que se siente dentro, es de socialización; y son sus aspectos sociales lo que debe ser considerado en él.

Es un momento glorioso, que ahora mismo, en España, a principios del siglo XXI, puede ser relativamente fácil, pero muestra sin embargo más o menos dificultades siempre sociales.

La dificultad procede de que la actitud transexual es un desafío que transgrede el Código de Género todavía vigente, no escrito, pero que constituye el mismo centro de la vida social, su constitución más básica y conocida por todos.

La esencia del Código de Género arcaico es el binarismo (“sólo dos sexos, dos géneros, dos orientaciones”) En la actualidad, poco a poco, está formándose otro Código de Género, no-binarista, mucho más distendido, pero la transformación no ha culminado todavía, por lo que rige el antiguo en los medios conservadores y el nuevo en los innovadores.

Esto nos lleva a las condiciones sociales de expresión de la transexualidad. De hecho, se dan dos, las de marginalidad y las de integración.

Y en ambas, se debe considerar por separado las condiciones o bien en sociedades conservadoras o bien en sociedades en fuerte proceso de cambio. Éstas últimas, al escribir este Manual, son las de América Latina. En ellas se da un “cambio sexual en el cambio social” lleno de oportunidades, que me hace tratar de ellas en primer lugar.

El punto de partida es la represión que lleva a la marginalidad más extremada. Pero el Continente entero está hoy en los márgenes postcoloniales del sistema global, en una situación de represión y liberación.

La represión sexual procede de que el Código de Género vigente en esas sociedades es muy patriarcal, sumamente arcaico y binarista. El modelo idealizado de varón lo cualifica como dominante, duro y poligínico, lo que lleva a la descalificación agresiva y violenta de las personas XY que no se ajustan al modelo.

Esto expulsa a muchas de casa incluso en la adolescencia, entregándolas al trabajo sexual obligado como travestis o chaperos, y a la violencia social, incluso policial, que actúa literalmente como representante de la sociedad y aplica el Código de Género bajo la forma de pena de muerte.

El resultado es la prostitución forzada de menores de edad, la delincuencia, las drogas y como consecuencia la muerte de las travestis con frecuencia alrededor de los treinta años.

Esta marginalidad se ha vivido también en España, especialmente en los que fueron sus territorios más subdesarrollados, más coloniales, como Andalucía o Canarias, en los que se creó en otro tiempo la figura del mariquita, que podía ser entendido hoy, a la vez, como homosexual, travestista o transgénero, todo junto (no existía la cirugía), y que conseguía cierta posición social al durísimo precio de hacer reír, la posición del bufón.

Pero cuando aquí se aprendió a ser travesti, se encontró lo mismo que en América Latina: expulsión de la familia, vagabundeo por las calles, prostitución obligada, drogas, delincuencia, acoso policial, sida, muerte prematura, vidas en las que salvarse de alguna de estas amenazas ha podido ser sólo a fuerza de inteligencia y energía, con muy poco o nigún apoyo por parte de nadie o de casi nadie (asociaciones como Transexualia, de Madrid, fueron una excepción)

Las imágenes de transexuales muy jóvenes destrozadas físicamente por la droga, de juventudes consumidas, fueron muy frecuentes aquí, terribles en los detalles, hasta los años noventa y todavía los peligros principales amenazan a quien no vea más solución que la marginalidad. El desarrollo económico y político civilizó la situación, pero las travestis y luego las transexuales no llegamos a plantear aquí una alternativa de civilización.

Muy otra es la situación en América Latina. Las formas de vida derivadas del Código de Género vigente están entre las últimas que corresponden al régimen colonial. Pero recuérdese que América tiene también una profunda tradición liberacionista, gemela y contemporánea por cierto de la española, desde principios del siglo XIX.

El liberacionismo permite ver que en la marginalidad también hay oportunidades, al representar las fisuras donde quiebran las sociedades establecidas. La falta de instrucción formal se traduce en informalidad de las identidades, mostrada en la misma preferencia por la palabra “travesti”, generalizada en América Latina y que incluye un matiz de desafío y combatividad.

Una travesti, un travesti (género gramatical que también se acepta) puede ser homosexual, travestista, transgénero, transgenital (identidades cultas o formales, elaboradas por la cultura dominante, que ignora del todo), lo que le permite pasar despreocupadamente de unas a otras. En el vestuario puede transitar en cambios casi imperceptibles de los vaqueros y la camiseta con la cara lavada al maquillaje, el sostén, los zarcillos, la mini. Su práctica se salta cualquier Código de Género. Incluso el nombre puede personalizarlo hasta tal punto que sea difícil decidir si es masculino o femenino.

Puede trabajar por la mañana en cualquier mercado marginal, convivir por la tarde con mujeres genéticas, arreglándose mutuamente, quizá ir contoneándose por la noche a una zona de trabajo sexual, todo ello en perfecta compatibilidad con su identidad personal, que puede acentuar o menguar cada una de esas actitudes, según le convenga.

Las travestis, acosadas por la Policía establecida, o por los paramilitares ideologizados, o por la violencia cuasi universal, contando sus muertes y sus víctimas casi rutinariamente, han desarrollado en toda América Latina actitudes de militancia política y social que insisten en su autodefensa y en la reivindicación de su derecho a la vida y al respeto social.

En Ecuador, se ha dado un paso más por parte del “Proyecto Transgénero” al aliar el movimiento trans con el de los indígenas, porque son dos marginalidades que pueden entenderse y porque las culturas indias fueron históricamente muy respetuosas de las formas intersexos, en las que veían una misteriosa vocación personal. Frente a aquel respeto hacia los mujerados, los conquistadores patriarcalistas y binaristas respondieron lanzándoles sus perros asesinos. En esta hora de restablecimiento de esas culturas, en sus mayoritarios espacios en muchos de los pueblos indolatinos, esta decisión del movimiento trans es estratégica.

En México, los muxe plantean a los teóricos occidentales problemas por su difícil comprensión. ¿Son travestis, transgéneros, transexuales? La respuesta está en que son no-binaristas y por tanto están libres de las identidades mencionadas, que proceden del binarismo y que muestran su huella, incorporando una jerarquización de lo más masculino a lo más femenino, que no es real: personas que somos más masculinas en muchos lados de nuestra personalidad somos más femeninas en otros, generando un tornasol de posibilidades que, a fin de cuentas, es estrictamente personal y poco clasificable.

En resumen, la marginalidad de las travestis latinoamericanas o indolatinas, abre entendimientos de la transexualidad extraordinariamente versátiles y no-binaristas, que deben ser vistos como el fundamento de la transexualidad futura, mucho más allá de las concepciones vigentes desde Harry Benjamin, meritorias por ser las primeras formulaciones, pero impregnadas de binarismo, del Código de Género vigente en los cincuenta, con sus varones exclusivamente masculinos y sus mujeres exclusivamente femeninas, Código de Género en el que hoy nos ahogaríamos todos.

Sólo la Teoría Queer de los noventas descubrió el no-binarismo y con él la superación de las dualidades tajantes homosexual/heterosexual, varón/mujer, masculino/femenino.

Hoy es posible pensar en un continuo que vaya de la extrema masculinidad a la extrema feminidad pasando por mil formas y grados de intersexualidad, con profundo respeto a todas esas manifestaciones vitales. A esto lleva lo que se debe llamar la Práctica Trans Indolatina.

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