Publicado previamente en http://CarlaAntonelli.com
Agarraré el toro por los cuernos para hablar como tienen que hablar las personas. A primera vista, resulta sensato decir que ser transexual es una desgracia como otra cualquiera.
Una condición en la que, si no te decides o si no puedes, sufres toda la vida de una necesidad irrealizada, de un ansia esencial frustrada, tan fuerte que a algunas las lleva al suicidio o al intento de suicidio y, si te decides en la edad adulta, puede significar la pérdida de un buen empleo (o la renuncia voluntaria) y la subsiguiente subsistencia en una situación precaria; o el alejamiento de la familia; o la rotura de un matrimonio y el distanciamiento de los hijos, y a veces todo eso junto, o por separado en el mejor de los casos, parece desde luego una desgracia.
Y luego puede llevarte también a una mesa de operaciones en la que serán amputados órganos perfectamente sanos, lo que te dejará completamente estéril, aunque contenta.
Y que, en general, dificultará que formes pareja, por lo que en la vejez, como yo, será fácil que te encuentres sola y sin hijos.
Hoy, gracias a nuestra lucha, han desaparecido o se han atenuado muchos de los problemas sociales con que nos encontramos las y los transexuales. Hemos conseguido que los padres de los y las transexuales jóvenes les comprendan y que con su apoyo puedan ser tratadas con consideración en los institutos y las universidades, que puedan vivir como varones o como muchachas en ellos, hacer sus estudios, etcétera. En fin, un paraíso desde nuestro punto de vista de las generaciones anteriores. Pues bien, incluso así surgen los inconvenientes: al haberse acostumbrado a que les traten por igual, no se acostumbran a asumir que tienen limitaciones con relación a otros varones o muchachas y sufren angustiosamente por ello.
Algo de esto, mutatis mutandis, y desde luego atenuado con relación a lo nuestro, lo viven también los homosexuales, que pueden también querer no serlo por considerarlo igualmente una desgracia.
Es posible hacer una distinción fina y verdadera. En nuestro caso, la desgracia es la disforia que te hace sentirte inadaptado a un sexo que social y físicamente te corresponde; la transexualidad es la respuesta adaptativa a esa disforia y en este sentido es buena.
Pero lo único que hemos hecho es trasladar la desgracia un paso atrás. ¿Por qué me ha tocado tener que sufrir esta disforia?
Encima hay que aguantar sentimientos de culpa por las barbaridades reales que podemos haber hecho o imaginado y por el proceso en general, en la medida en que consideremos que hemos cedido y que hubiéramos debido mantenernos firmes; en fin; una desgracia.
(Desde luego, sinceramente lo digo, por todo eso, durante los años en que es posible, los de la niñez y la adolescencia, intentaría prevenir la transexualidad. Si es cierto, como supongo, que procede de problemas en la homoafectividad, que provocan la disforia, haría todo lo posible, al primer indicio, para ayudar al niño o la niña a mantener una homoafectividad equilibrada)
Sin embargo de todo lo dicho, es posible mantener una posición opuesta: la transexualidad es una condición difícil, pero positiva e incluso gloriosa.
Para comprenderlo, es preciso subirse hasta la filosofía, pero una filosofía que está en la calle, aunque no lo sepamos, en el día a día de nuestra cultura.
Para Foucault y los foucaultianos, que hoy inspiran la teoría de género dominante, la homosexualidad y la transexualidad no existen como tales, sino que son una forma extrema de transgresión.
Liberan al individuo de los códigos sociales opresivos, de la temática del poder y la conservación del poder que hay tras ellos, abren nuevas perspectivas humanas, indefinidas pero nuevas. Los y las homosexuales y transexuales no somos personas definidas por una condición y limitadas por ella, sino personas que tenemos una práctica sexual determinada como podríamos tener otra. Somos heraldos de la libertad.
No cabe duda de que se respira al oir esto. El aire fresco entra en nuestros pulmones. Y por otra parte, es real en el sentido de que está por doquier en nuestra cultura, de la GLBT primero, pero también de la general. Vas por Chueca o por cualquiera de las zonas gays de nuestras ciudades y lo ves en la forma de la cultura arcoiris. Lo ves al abrir el “Zero” o la “Shangay” o… Lo ves al entrar en esta Revista Digital. Lo ves el Día de Orgullo Gay y Trans.
Es cierto que todo esto es arriesgado, pues desafía incluso el orden natural de la procreación. Aunque se puede decir que el orden natural es mucho más flexible de lo que suponemos. Hablando de nuestros parientes próximos, los chimpancés y los bonobos, quienes siguen un orden natural estrictamente, los primeros son muy promiscuos y los segundos disuelven las tensiones con prácticas homosexuales y, sin embargo, están organizados de modo que procrean con naturalidad y aseguran la crianza de sus niños.
Por otra parte, sin libertad no hay amor. Quienes creemos que el amor pleno y absoluto es el único futuro que da sentido a nuestra existencia, hemos de ver nuestra disforia como, en efecto, lo que rompe los ataderos de códigos supuestamente naturales pero que no lo son, y al hacerlo nos libera y nos posibilita una vida verdaderamente amante sin constricciones sociales sobre cómo debemos amar.
El amor verdadero es libre y surge como surge, enfrenándose a menudo a todo. Jesús pagó su voluntad de amor enfrentándose con todo el orden legítimo o natural de su sociedad, con reyes, políticos y sacerdotes, códigos civiles y leyes religiosas. Quien no lo vea como Dios, puede verlo como arquetipo de la libertad del amor. Al final fue aplastado, como es lógico, por todos ellos, pero resucitó por lo menos en nuestra memoria. Se puede entender a Jesus Christ Superstar y sólo a él
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