Por Kim Pérez
Un niño callado.
Tímido. Torpe para tratar a otros.
Más absorbido por sus lecturas que por la realidad. Leyendo a todas horas. En la mesa, durante las comidas, cuando tiene la suerte de comer solo.
Viviendo en las novelas de aventuras. Protegido de la realidad.
Fracasado y desdeñado al jugar con sus tíos-primos (de su misma edad). Porque es tímido, reflexivo, nada impulsivo, nada activo, nada alegre, nada seguro, nada arrollador.
Sabor áspero en la boca. Ni piensa en sus tías-primas; un paraje inaccesible, desconocido, inexistente. Consuelo: Isolde, en la dulce cotidianidad de su jardín: la tela metálica de sus gallinas, sus patos y sus conejos. Pero en cuanto llega a su casa, se sume en la lectura.
No hay nadie compartiendo su vida. Bueno, sí: en el cortijo, símbolo de la frustración, de la tierra quieta y gris con cercas fijas, la Mode y él haciendo cortijicos de barro, mulicos de bellota. Todo tierno, pero rudo y él no es rudo. Tampoco desea ir con el Nono a tirar piedras en el campo, ni montar en las yeguas y darse una corrida, ni... nada.
Sólo a veces sube solo a los cerros a mirar el horizonte... Las lomas lejanas, azules como joyas, entre las que quizá se vea, desde alguna parte, el llano del mar...
Pero en ese tiempo, tendría como once o doce años. Se puede ir más atrás.
Su padre empezó a enseñarle a leer desde los tres años, con una cartilla muy sosa y fea.
Pero recuerda su primer libro, la figura de un negrito redondito, de colores vivos, y una sola estrofa en cada página, que recuerda perfectamente:
“Está muy triste/ pobre Pepito/ porque no es blanco/ porque es negrito”.
Y luego, en una tina de madera con espuma:
“Se lava el cuerpo/ con afición/ con estropajo/ y con jabón”.
La conclusión:
“Pero no es blanco/ pobre Pepito/ que sigue siendo/ negro, negrito”.
Y una cantinela de entonces, que le enseñó su madre:
“Señor Don José
¡qué gordo está usted!”
“¿Cómo no voy a estar gordo
si vivo muy bien?
Me fumo mi puro,
me tomo mi té
y por eso me llaman
Señor Don José”.
Pero los recuerdos principales de su madre son otros.
Bella. Como una actriz de cine. Así de sencillo la ha visto siempre.
En el piso. Una mañana de sol, en invierno o primavera. Su madre haciendo la cama de su dormitorio. Cantando:
“Cuando yo te digo adiós en la ventana,
pienso en mañana,
y así es mejor...”
O en la casa de los abuelos, con motivo de una fiesta, él tumbado sobre una cama y su madre inclinándose sobre él:
“¡Mi carita de luna!”
Antes de ser tímido, era contemplativo.
Al despertarse, medio entrando la luz de la mañana por la persiana, contemplaba una modesta colgadura que había en la pared, junto a su cama: era como un mantel blanco, bordado en azul, con aves como asirias, algunas con tres patas, y recuadros.
Él empezaba a pedir que vinieran a vestirlo. Llamaba como si fuera un rito, un día y otro:
“¡Levántame!
¡Vísteme!
¡Ábreme la ventana!”
Analizaba lo que decía, aunque parezca imposible que lo haga un niño de cuatro o cinco años. Le sonaba como
“Levanta-me.
Viste-me.
Ábre-me la ventana”.
Era como un juego de palabras. “Me” es lo que dicen las cabras. Entonces, decir “levanta Me” era como decir a una cabra que se levantase. Estaba bien. Pero con “viste Me”, ya no servía el juego. Y menos con “abre Me la ventana”.
Leía tebeos y disfrutaba de las imágenes en las hojas apaisadas, antes de la contraportada en la que venía la lista de los títulos sugestivos, en tinta azul.
“El Guerrero del Antifaz”.
“Roberto Alcázar y Pedrín”.
El Guerrero era guapo y elegante, su casco de metal, su máscara negra, sus facciones finas y macizas. La musculatura, clave para los otros lectores, dibujada incluso bajo la ceñida cota de malla, más bien le disgustaba. Le interesaban los campos, la vegetación, el aire romántico del Guerrero.
Roberto Alcázar, moderno, prosaico, policial, seguro, protector de Pedrín, que peleaba a sus órdenes.
(No le interesaban las peleas, aunque fueran el verdadero tema del tebeo. Le interesaban los personajes y su ambiente, quizá porque se identificaba con ellos)
Una vez, una sola vez, tomó para analizarlo un solo tebeo de su hermana.
Eran más pequeños que los tebeos para niños, y de las protagonistas se realzaban las grandes melenas rizadas.
Se le caía de las manos. Nunca volvió a querer leer otro. La verdad es que a su hermana tampoco le interesaban mucho, porque tampoco vio nunca otro tebeo de niñas en su casa.
Ahora, al pensar en aquello, piensa que si hubiera estado suficientemente aburrido, lo habría leído, como una vez, con más edad, llegó a absorberse en un muestrario de punto de cruz con casitas de tejados colorados, y ovejitas y arbolitos, todo en colores vivos... O la otra vez que tuvo que leer una novela rosa porque no había otra a su alcance...
Y se habría quedado asombrado al comprobar el carácter indeleble de aquellas impresiones en su imaginación.
Más segura era la dualidad de los juguetes. Su hermana tenía una muñeca Gisela, de dos palmos de estatura, absolutamente ininteresante...
A él le regalaban cochecitos (aburridos) o camioncitos (más interesantes) o una canoa que, en teoría, podía navegar por el baño con un mecanismo ¡a reacción! con aceite de la cocina que olía a quemado... y que nunca funcionó.
Pero maravillosa. Más maravilloso, el avioncito con hélice que vio una vez, en un escaparate, y que nunca le compraron. Le recordaba a los aviones de verdad en que volaba su padre.
O las maquetas de un barrio de verdad que hacían en un sótano, junto a su casa, que vio un día por las ventanitas a ras del suelo, que estaban abiertas ese día y que jamás volvieron a abrirse.
= = = =
Los niños.
Alguien de quien hay que huir.
Niños en pandilla “debajo de los árboles”, el bulevar terroso de Madrid.
Peligrosos. Lejanos. Observadores. Amenazantes.
Un momento, una excepción.
Walter era el hijo de unos alemanes refugiados que vivían en el piso de arriba.
Era mayor; tenía por lo menos seis años. Un día tuvo que subir a su casa.
Walter estaba sentado a la mesa de despacho de su padre, alumbrada por la pantalla de un quinqué, y tenía delante de él un libro de cuentos que, al abrirse, ponía en pie desplegables de vivos colores. Algo maravilloso. Y Walter era el dueño de tales prodigios.
Bajó a su casa con un sentimiento confuso que más tarde entendió como el de que Walter fuera su hermano mayor.
Un hermano mayor sabe más que uno mismo y puede enseñarle las maravillas que domina. Un hermano mayor protege al menor de la hostilidad del mundo. Protege.
Aquel niño no encontró jamás, en la realidad, un hermano mayor, a la vez que lo deseó siempre, profundamente.
Lo soñó. ¿No se parecía, muchos años más tarde, a aquel muchacho de ojos profundos que miraba desde un gran sillón en el que estaba cómodamente sentado, junto a una hogareña lámpara de pie?
Aquel muchacho apareció en las fotos de una revista porque había sido un intersexual cuyo sexo masculino emergió de repente haciendo gimnasia o algún movimiento brusco parecido. Había también una foto de cuando creían que era una niña, sonriente e ingenua.
Ahora, lo que atraía de él era su belleza masculina, de mandíbulas cuadradas pero en un contexto suave, en el que la mirada honda expresaba a la vez una melancolía extraña y más sensibilidad que en cualquier otro muchacho.
La preparación de la Primera Comunión. Desagrado profundo, material, cósmico, por los compañeros. Uno, guapo, rubio, alto (para tener siete años) le parecía muy petulante. Lo veía todo por el lado malo: los ojos le eran desagradables. La boca desagradable.
Otro menudo y muy moreno, gracioso, simpático, pero por alguna razón, incorporable al grupo del anterior.
Sólo el último día llegó un niño agradable. ¿Por qué? No lo sabe. Flequillo despeinado. Sencillo. ¿Amistoso?
Ninguno de los niños que le desagradaban le había hecho nada malo. Era mera repulsión, biológica, yo qué sé. Una sensación de incompatibilidad.
Ese mismo mes de octubre entró en un Colegio de niños, ya empezado el curso.
Tenía algunas esperanzas. Otro niño ingresó el mismo día que él y quedó convencido de que eso sería el fundamento de una amistad que duraría toda la vida, pero nada de eso. El otro niño, un tanto avieso, hizo su vida por su lado desde el primer momento.
Entre clase y clase, solos, un rato en que el profesor no estaba, de conversación general. Las luces encendidas. Espacio entre los alumnos. Faltaban todavía muchos. Debían de ser las ocho de la mañana. Percibió la extraordinaria aspereza masculina, en niños de siete años. Conversaciones duras. Seguridad en sí mismos. Hostilidad. Desdén mutuo. Como hombres adultos.
Por tanto, él no era así. ¿Qué pretendía? Amistad, dulzura, ojos amables, afinidad, compartición de lecturas y de gustos y sentimientos.
No hubo nada de eso. Aislamiento profundo. El profesor de la clase era un hombre menudo y algo zafio que ajustaba perfectamente con aquellos alumnos. Descuidado, la sotana mal abrochada en el cuello, bullanguero.
¿Qué puede hacer un niño de siete años cuando se siente en un medio extraño?
Desesperarse. No querer ir a clase. Tener que ser conducido a rastras unos cuantos días, llorando.
El profesor de otra clase que estaba situada justo al lado de la suya era un hombre espiritual y alto. Era todavía joven, pero ya sacerdote. Se dio cuenta del desamparo de aquel niño.
Una mañana, en el sol que daba en la fachada del sur, se le acercó y le preguntó atentamente por qué estaba así.
El niño le explicó lo que pudo. Aquella conversación duró un cuarto de hora, pero para su alma triste, fue como el sol que brillaba alrededor.
Tuvo la impresión de que alguien lo había tomado bajo su protección. Y además, por fin alguien se había interesado por él, le había hecho existir a la vez que le mostraba su propia existencia, había hecho reales la sensibilidad, la delicadeza y los sentimientos que ansiaba.
Pero el animal unicelular y devorador que había abierto las fauces un momento bajo la luz del sol, como para dejarlo salir, volvió a cerrarlas, atrapándolo dentro.
= = = =
Era frecuente que sintiera fobia hacia muchos, no hacia todos los varones, pero sí hacia muchos.
Hasta el punto de pensar más adelante que era algo instintivo, precisamente masculino, de varón contra varón.
Pero no, era por la manera de ser de ¿algunos? ¿muchos? ¿la mayoría? de ellos. Aspereza, prepotencia, indiferencia a quien no fuera como ellos.
Manera de ser que ahora entiende como mala educación. ¿Es posible educar mejor a todo el mundo? Sí.
Cuando ahora repasa sus fracasos sentimentales con ellos, se da cuenta de que esa mala educación era precisamente lo que le agobiaba en los que le repelían.
(La palabra “repelían” es más exacta que “desagradaban”)
Sabía que había otros varones libres de esas taras, y quizás de los más fuertes, que eran a la vez sensibles y delicados de sentimientos, gracias a su buena educación.
Vio una vez, mucho más tarde, una película, “Los 400 golpes”, que le hizo soñar en un muchacho que fuera enérgico y dulce, un poco mayor que él, más experimentado, capaz de guiarle en la vida y también de protegerle con dulzura cuando fuere necesario de los ataques de los otros.
Capaz también de compartir aficiones, de hablar de los mismos libros que a él le fascinaban, de planear y hacer reales las aventuras que él sólo podía soñar.
De ir al mundo para vivirlas juntos.
Un verdadero hermano mayor.
¿Pero dónde estaba ese muchacho, aparte de la pantalla del cine? En su vida no apareció nunca.
Piensa ahora, a menudo, que si lo hubiera conocido de verdad, si estuviera en sus recuerdos, llenándolos de sentimientos y tranquilidad, si su hermano mayor le hubiera acompañado desde los siete, los ocho o los nueve años, si cuando pensar en su niñez y su adolescencia fuera pensar en él con alegría y con amor, su vida habría sido muy diferente.
Hubiera aprendido quizá a ser varón, porque habría sido ser como él. Todo habría sido parte de esa felicidad. Recuerdos en el campo, en los sembrados vallados y luminosos bajo el sol de la tarde...
Recuerdos en el mar, bajo las galernas...
Muchas veces habría ansiado fundirse en un abrazo con él... Entre el agua espolvoreada por el viento sobre los dos ¿Homosexualidad? Quizá, a veces, en el ardor de la juventud en el que todo se superpone... Pero no, no era un sentimiento sexual, esas sorpresas indecibles y cosquilleantes que le atacan de pronto, inexplicablemente, al ver los blandos pechos de una mujer...
Amor se llama la palabra de lo que sentiría por él, pero amor de amistad, amor de las almas. Una palabra que no existe en castellano y que haría falta encontrar...
Ansia de compañía, necesidad, alegría... habría que meter todo eso en una palabra.
Pero lo ha descubierto ahora, de mayor, viendo el hueco que se quedó en su vida.
Bueno; lo sintió también entonces, leyendo una novela, porque al fin y al cabo las únicas realidades que contaban en aquellos años eran las novelas.
En aquélla se narraban las aventuras de los guardiamarinas ingleses que tripulaban una goleta en una navegación por los Mares del Sur.
“¡Guardiamarinas! ¡Qué palabra tan hermosa! Eran ingleses, del siglo XIX, perfectamente educados, idealistas, nobles en sus sentimientos y sus actos.
“Estaban uniformados de blanco inmaculado. Algo que supera todo lo que puedo sentir yo. Sus ropas tan blancas como sus conciencias, su sentido del deber y su cumplimiento.
“Delante del mar azul. Bajo el sol claro.
“Pensando en que yo podría haber estado entre ellos pero no estaba, me eché a llorar amargamente leyendo esta novela. Era una forma de la vida humana, verdaderamente humana, que existía pero que me había sido negada.
“¡La elevación de la vida! ¡La dignidad humana! ¡La nobleza de la educación, porque aquellos guardiamarinas estaban aprendiendo a ser oficiales!
“La grisura de mi vida real era un amargo contraste con aquella imaginación.”
Olvidaba hablar de algunos aspectos particularmente zafios del colegio de niños en el que el muchachillo estudiaba.
Quizá sea éste el momento, al lado del relato de la novela de los guardiamarinas, para que se pueda comprender con más fuerza lo que rechazaba.
En aquel colegio de niños, las letrinas y urinarios estaban dispuestos con total familiaridad y naturalidad entre las clases.
Había dos. Unas, en el patio, al lado mismo de donde se jugaba, al aire libre, había una fila de urinarios y detrás de retretes de ponerse en cuclillas.
En las letrinas del patio, lo más asombroso eran las filas de niños amontonados, en el recreo, para hacer pis. Pero no eran lo peor.
Lo peor eran las letrinas de dentro, las que estaban en uno de los pasillos del claustro, con las puertas abiertas al corredor, dimanando un olor profundo y repugnante.
¡Y las cocinas estaban cerca, cuarteleras, hediendo de manera todavía más terrible y repulsiva aunque no parezca posible!
La familiaridad con el cuerpo masculino que representaban las letrinas, casi a la vista, se convertía en una señal que acompañaba a la rudeza de la vida masculina, que debía sobrevivir superando escenas feas y malos olores. Quizá para un hombre consciente de esa condición fueran sólo un círculo del purgatorio que había que ignorar y sobrepasar.
Para un muchachillo tierno eran casi un salón de los infiernos.
No le era fácil aprender a ser hombre.
Hasta aquí no sucedía nada de extraordinario (pero sucedería)
Si repartimos a los varones en tres grandes sectores, según el nivel de los andrógenos que hayan configurado su cerebro durante la gestación y condicionen así su conducta, podemos percibir las categorías de los hiperandrogénicos, mesoandrogénicos e hipoandrogénicos.
Los hipoandrogénicos son hombres tranquilos, meditativos, poco deportivos, sensibles... Nada fuera de lo corriente. Si sólo fuera por eso, este muchachillo entraría con naturalidad en este tercio.
También, dentro de las diversas tipologías que proponen los psicólogos, entraría dentro del tipo sentimental, o del leptosomático (cuerpos largos), o del cerebrotónico.
Habría soñado mucho, habría hecho poco. Habría elegido finalmente vocaciones contemplativas: la investigación; la enseñanza; la literatura; la pintura.
Habría sentido siempre sus propios sentimientos con toda su atención puesta en ellos. Habría sido melancólico y nostálgico y se habría complacido en ello. Habría sido propenso a transformar su respeto por algunos varones nada menos que en homosexualidad. Sabría que su cuerpo largo y delgado, sus manos largas, sus dedos largos hacían de él una persona ambigua.
La habría afirmado dejándose el cabello largo, si lo hubiera mantenido. Un romántico. Un Chopin.
Pero quizá habría sabido siempre que estaba dentro de ese tercer tercio de los varones ambiguos y civilizados y no habría pretendido salir de él.
Si finalmente salió, es que hubo algún elemento que no era visible con esos años y se hizo visible después.
(Continúa publicándose el capítulo IV en http://carlaantonelli.com/)
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