lunes, octubre 05, 2009

Tercera parte


ELEMENTOS DE LA TRANSEXUALIDAD






I . INTERSEXUALIDAD CEREBRAL POR HIPO- O HIPERANDROGENIA


GUIÓN. La intersexualidad en los conjuntos difusos sexuales. Flujo variable de andrógenos en la edad prenatal. Efectos en algunos casos: intersexualidad fenotípica; intersexualidad cerebral. Definición biológica más que médica.


Hemos visto hasta este momento algunas de las diferentes formas que puede tomar la experiencia transexual en su conjunto, como historias de vida.

Ahora vamos a aplicar al microscopio un punto más de potencia de aumento, para examinar por separado con mayor detalle los hechos que hemos ido señalando.

En primer lugar, la intersexualidad. En casi todas las historias descritas, he mencionado una intersexualidad como base de las mismas.

Entiendo la intersexualidad como el hecho central de la concepción suprabinarista de la sexualidad y tengo que explicarla con arreglo al concepto de los conjuntos difusos o borrosos. No se puede definir exactamente, no se puede señalar un límite definido entre ella y la masculinidad o la feminidad, porque tal límite definido no existe. Es una cuestión de más o menos.

Para comprender esta idea, es preciso partir de la edad prenatal. Los embriones aparecen cromosómicamente diferenciados, hay embriones XX, embriones XY y embriones XO, XXY, etcétera, en una asombrosa variedad de realidades.

Existe por tanto una intersexualidad cromosómica, aunque muy escasa en número. La mayoría de los embriones son XY o XX, pero la realidad cromosómica no es binaria.

La forma del embrión y del feto es al principio única; no hay diferenciación sexual en su fenotipo; existe en todos el germen de un órgano que más adelante se diferenciará en clítoris o pene y el de unas mamas que luego se desarrollarán o no. Hay por tanto una edad en la que el fenotipo o apariencia externa tampoco es binario.

A continuación, llega un flujo de andrógenos; la presencia diferencial del cromosoma Y hace que sea mayor en los fetos que lo contienen, aunque también se da en menor cantidad en los que no lo contienen.

Es un chorro de andrógenos y como todos los chorros, puede ser mayor o menor, más persistente o más corto. Al decir mayor o menor, estamos hablando del más o menos que es la base del concepto de conjuntos difusos. Por tanto, la androgenización tampoco es binaria.

Existen en ella varios puntos decisivos, desde luego. Una determinada cantidad provocará la formación de gónadas funcionales masculinas, otra cantidad formará gónadas funcionales femeninos, y en medio de ambas, otras cantidades no formarán gónadas funcionales, con una gran variedad de hechos. Igual se puede decir de la formación de otros órganos, como los conductos internos y el cerebro. El resultado es que la mayoría de los fetos siguen desarrollándose como definidamente masculinos o femeninos en su fenotipo, pero hay una parte que no lo está. Los fenotipos tampoco son binarios.

Estos fenotipos no definidos son los que son clasificados como intersexuales por los médicos a primera vista, porque son los que se ven en en el momento del parto, cuando no se llevan a la práctica otros análisis, por razones prácticas. Otros serán comprendidos como intersexuales más adelante, cuando la evolución en el tiempo haga que se lleven a la práctica otras pruebas como las cromosómicas, radiológicas, etcétera.

La indefinición cerebral resulta imposible de observar directamente con nuestros métodos actuales, y más porque es, más que cualquier otra, una cuestión de conjuntos difusos. Podemos observarla indirectamente en sus efectos conductuales, y siempre como un más o menos. No podemos señalar límites definidos; siempre parece una cuestión en la que no existe un día ni una noche, sino una amplia gama de crepúsculos, en la que la luz es variadísima y toma diferentísimos colores. Y como se ha dicho con razón, el cerebro es un órgano sexual, en cuanto coordinador de la sexualidad o conducta sexual y organizador de la conducta de género; y este órgano sexual, más que cualquier otro, no es binario.

Describir la variedad de las formas cerebrales, requiere recurrir a un más o menos. En la vida diaria recurrimos continuamente a los más o menos para entenderla, en muchísimos de sus aspectos, éticos, estéticos, económicos, etcétera. Científicamente, se aplican mediante la Teoría de los Conjuntos Difusos.

El efecto de los andrógenos es la mayor o menor virilización del cuerpo y la mayor o menor acometividad o agresividad en la conducta. Es evidente que, en un universo donde hay un amplio lugar para la agresión, incluso para la subsistencia –los carnívoros necesitan agredir para comer- cierto grado de acometividad o agresividad es funcional para la especie humana, lo mismo que otro cierto grado llega a ser perjudicial. Estamos hablando por tanto de grados, de más o menos en la conducta.

Por tanto, indirectamente, el grado de acometividad o agresividad, permite evaluar la hiper- o hipoandrogenia cerebral.

Un grado máximo, será visible mediante formas externas de conducta como su canalización en juegos más o menos violentos físicamente o mentalmente –el ajedrez-, que simbolizan y ritualizan el combate, por el desarrollo muscular gracias al ejercicio físico, por actitudes como la valentía o la audacia, etcétera.

Es evidente que todo ello es cuestión de más o menos. Conforme nos alejamos de la arrogancia hiperandrogénica, nos encontramos con formas de conducta en las que prevalece la sensibilidad, la solidaridad, el sentido del cuidado mutuo, que van unidas a cierta hipoandrogenia, y que también son cuestión de más o menos.

Lo más notable es que esta diferencia no está alineada con los sexos fenotípicos. Hay mujeres fenotípicas muy hiperandrogénicas y varones fenotípicos muy hipoandrogénicos, aunque la mayoría de las mujeres manifiesten conductas más o menos hipoandrogénicas y la mayoría de los varones manifiesten conductas más o menos hiperandrogénicas.

Esto habla indirectamente, por tanto, de la impregnación androgénica diferenciada en la edad prenatal y de la formación de estructuras o pautas de origen androgénico diferencial. El estudio de las diferencias cerebrales está empezando. Probablemente, su resultado dé origen al dibujo de dos campanas de Gauss, una representando la hiperandrogenia definida en más o menos, masiva, unida por la indefinición, minoritaria, a otra que representa la hipoandrogenia más o menos definida, más o menos masiva, pero todo ello ligeramente diferente de la repartición por sexos.

Estamos hablando, por tanto, de una intersexualidad generalizada entre los extremos, probablemente imposibles, de androgenia 100 % y androgenia 0.

Esta definición de intersexualidad es biológica y no es la médica, pero expresa la realidad natural, más allá de la Medicina. En la inmensa mayoría de los casos, no se es consciente de ella, probablemente porque se está en las zonas altas de las dos campanas de Gauss, pero en algunos casos se es muy consciente de la posición personal intermedia o hasta claramente cruzada (varones que están en las zonas altas de hipoandrogenia, mujeres en las zonas altas de hiperandrogenia), y entonces esta posición da lugar a una cuestión de identidad.

El concepto de la intersexualidad cerebral como base de muchas de las formas de la transexualidad se funda en un amplísimo trabajo previo de muchos investigadores. Empecé a tener en cuenta esta posibilidad al leer "Las intersexualidades", ¿Qué sé?, Barcelona, 1973, de Gilbert-Dreyfus, el mayor especialista francés, en la que clasificaba como comportamiento intersexual la transexualidad.

Fui confirmándola con "Prenatal Stress Feminizes and Demasculinizes the Behavior of Males", de Ingeborg L. Ward, de la Villanova University, de Pennsylvania, en Science, 175, 1972; "Adult Erotosexual Status and Fetal Hormonal Masculinization and Demasculinization (...)", de John Money, Mark Schwartz y Viola G. Lewis, de la John Hopkins University, en Psychoneuroendocrinology, 9, 4, 1984; y en "Prenatal Exposure to Female Hormones, Effect on Psychosexual Development in Boys", de Irving D. Yalom, Richard Green y Norman Fisk, de la Stanford University, en "Archives of General Psychiatry", vol 28, April 1973, artículos que conseguí en 1993 mediante la Biblioteca Universitaria de Granada.

Obtuve una visión de conjunto en Anne Moir y David Jessel, "El sexo en el cerebro", Planeta, Barcelona, 1991, excelente obra de divulgación de la que extraigo otras referencias:

La feminización hormonal prenatal del cerebro XY y su relación con la conducta fue estudiada por June M. Rheinisch, desde 1976 a 1984, en diversos capítulos de obras colectivas como "Hormones and Behaviour" o "Sex Related Differences in Cognitive Functioning", y artículos en Nature y Science.

La masculinización hormonal prenatal del cerebro XX y también la feminización del cerebro XY y su relación con la conducta han sido estudiadas por A.A.Ehrhardt, entre 1979 y 1987, en un capítulo de "Sex Differences and Behaviour" y artículos en Science, Archives of Sexual Behaviour, Psychology and Gender y Annual Review of Medicine.




VACÍO DE HOMOAFECTIVIDAD

GUIÓN. La fase homoafectiva en la preadolescencia. Función de la homoafectividad: la valoración de la identidad. Barrera de identidad frente al deseo de fusión. El proceso mayoritario de la homoafectividad a la heterosexualidad. De la homoafectividad muy intensa a la homosexualidad. El Vacío de Homoafectividad: la transexualidad. El vacío de homoafectividad puede ser reversible, pero subsiste la intersexualidad de base. Validez de este esquema en la Transexualidad por Identificación, Desidentificación y Traumatismo, pero no en la Transexualidad por Orientación. La homoafectividad cruzada.

Por tanto la intersexualidad (hipo- o hiperandrogenia) por sí sola no explica la transexualidad. Hay muchos varones hipoandrogénicos y mujeres hiperandrogénicas que mantienen de forma natural una identidad lineal.

Hay que pensar en algo más, que es el vacío de homoafectividad.

Ya Freud comprendió que en el desarrollo de todo ser humano, lo corriente es pasar por lo que llamó una fase homosexual, entre los ocho y los doce a catorce años, que es la edad que ahora se llama preadolescencia.

El nombre no es exacto, porque en esa fase no suelen darse contenidos sexuales. Más aún, la preadolescencia es una edad en que la sexualidad queda en un estado de latencia, no manifestándose hasta el punto de parecer que falta por completo.

Por eso, es más correcto hablar de homoafectividad, porque en tal edad suele ser en cambio muy intensa afectivamente la relación afectiva con las personas del mismo sexo.

Es la edad de “los niños con los niños y las niñas con las niñas”, en la que se crean fuertes lazos de compañerismo y aun de admiración por algunos o algunas que resultan modelos de vida y a los que se imita. Esta admiración e imitación es particularmente intensa hacia quienes parecen ejemplos perfectos de masculinidad o feminidad: deportistas, actores, profesoras, actrices, generalmente.

Los y las preadolescentes intentan imitar a sus modelos hasta en sus gestos o su manera de andar. Los preadolescentes valoran jugar con muñecos duros y musculados, en los que se ven a sí mismos en el futuro, y las preadolescentes con muñecas atractivas, de largos cabellos y vestuario glamuroso, en las que proyectan sus propias perspectivas.

La función de la homoafectividad es valorar positivamente la propia identidad de género. Hasta ese momento, se puede decir que la identidad es un simple dato; se sabe que se es varón o mujer y nada más; desde entonces es un valor.

Este valor, profundamente arraigado, configura incluso una barrera de identidad que impide que, en la fase siguiente, la pubertad, cuando por fin se desarrolla la sexualidad, y la admiración se dirige volcánicamente hacia las personas del otro sexo, haya un deseo de imitación y aun de fusión con ellas. Tal barrera de identidad, en pocas palabras, permite amarlas y amarse a sí mismo o sí misma.

Puede haber un sentimiento de unidad y fusión total en el momento más fuerte de la unión sexual (que ha sido expresado con fórmulas como “Yo soy Tú”), pero cesa inmediatamente después.

Este proceso que va de la homoafectividad a la heterosexualidad puede ser mayoritario, pero hay que observar que no es general, porque hay importantes minorías en las que no se da.

En primer lugar, hay personas que viven una fase homoafectiva tan intensa y duradera que, cuando llegan a la pubertad, simplemente la sexualizan, llegando a ser homosexuales.

Con menos frecuencia, hay personas que no pasan por la fase homoafectiva. Somos las personas transexuales. En nuestras historias, se da por tanto un vacío de identidad, o más bien, de valoración de la identidad lineal que podemos haber tenido, que da lugar va un desarrollo cruzado.

Puede haber habido algunas historias de homoafectividad aisladas, desde luego, pero no dan lugar a una homoafectividad constante y consistente. Más bien se puede dar un rechazo definido hacia las personas del mismo sexo. Este rechazo puede ser mutuo, y sostenerse (pero no necesariamente) en las diferencias de la conducta androgénica; un niño hipoandrogénico tendrá dificultades para comprender y valorar a niños cuya conducta corresponda a las cuantificaciones masculinas medias o altas, y lo mismo les sucederá a estos niños respecto a él; no lo verán como modelo a imitar, no lo verán como aceptable, y la indiferencia dará paso fácilmente a la hostilidad.

La hostilidad mutua es lo contrario de la homoafectividad. No habrá experiencia de compañerismo, de admiración, de imitación. No habrá una valoración de la propia identidad como dato, más bien una desvaloración, seguida de un rechazo mutuo.

En el caso de las niñas se puede dar la misma dinámica, cuando falten modelos a quienes admirar o imitar. Esto se dará especialmente en el caso de las niñas hiperandrogénicas, particularmente activas y turbulentas, que se sentirán expatriadas entre niñas cuyas conductas correspondan a los valores medios o bajos de la androgenia femenina. Ni seguirán sus líneas de acción ni compartirán sus preferencias, encontrándose en una situación de indiferencia mutua que dará lugar fácilmente al rechazo y la hostilidad.

Éste es el papel que puede tener la intersexualidad (hipo-o hiperandrogenia) en la formación de un vacío de identidad; pero aunque esto sea frecuente, no es la única dinámica concebible.

Al fin y al cabo, al hablar de afectividad, hablamos de sentimientos mutuos, y esto depende de las personas concretas que se encuentren o no se encuentren especialmente en la familia y en la escuela. Hablo de situaciones extremadamente circunstanciales. El rechazo mutuo puede surgir de esa relativa intersexualidad, pero también de otras muchísimas variables.

En todo caso, parece que el vacío de homoafectividad puede ser una de las causas de la transexualidad.

En una situación de vacío, de falta de valoración de la identidad lineal, son posibles dos salidas:

O bien se produce una homoafectividad cruzada, una aceptación como modelos a admirar e imitar de personas del otro sexo, incluso desde la preadolescencia, dependiendo de que se encuentren esas personas, de que estén delante y en la vida del o la preadolescente que no encuentra modelos de su sexo.

O bien se pasa directamente y en vacío a la pubertad, cuando la sexualidad se desarrolla, y entonces, la falta de Barrera de Identidad a la que me he referido como consecuencia del Vacío de Homoafectividad hace que la atracción se convierta en deseo de fusión permanente. Entonces es cuando se produce el hecho que se ha llamado Fascinación por la Imagen de la Mujer en el Espejo, que se ha llamado también autoginefilia.

He pensado, en años muy anteriores a la redacción de este Manual, que el Vacío de Homoafectividad, por ser muy temprano, situable en la preadolescencia, debería ser considerado como constitucional de la personalidad y como irreversible.

Sin embargo, en años más recientes, la experiencia me ha mostrado que ese Vacío de Homoafectividad puede ser reversible; es un dato de la memoria y, como tal, puede volver a hacerse efectivo en cualquier momento, pero puede ser colmado por una experiencia homoafectiva intensa y duradera que también puede producirse en cualquier momento. La Homoafectividad produciría su efecto acostumbrado de valoración de la identidad lineal y entraría en conflicto con los procesos de identificación cruzada, aunque éstos siempre mostrarían una solidez arraigada en la memoria.

Sin embargo, aunque el Vacío de Homoafectividad se haya colmado, subsistirá la Intersexualidad, que es una realidad corporal, cerebral, no sólo de pensamiernto. Si la persona es realmente ambigua, ¿con quiénes puede sentirse identificada, sino con otras personas ambiguas? Puede ser que con personas homosexuales, masculinas o femeninas, y que, dentro del sistema de pensamiento binarista, entienda que es con hombres o mujeres con quienes se ha identificado, olvidando que comparte con ellos armarios y salidas del armario, angustias y desafíos, y que de ahí puede venir su identificación, o que además se identifica con los homosexuales más femeninos o las homosexuales más masculinas.

En todo caso, conviene entender estos complejos procesos para no sorprenderse ni culpabilizarse de los cambios que se puedan observar en ellos. A través de ellos, se puede llegar a un entendimiento más perfecto de sí y a una identidad más propia, que muchas veces será de persona intersexual. “No soy hombre ni mujer”, se definía audazmente una amiga transexual.

Estos esquemas corresponden a los procesos de Transexualidad por Identificación y por Desidentificación, y en un grado menos definido, a la Transexualidad por Traumatismo.

Sin embargo, no corresponden a la Transexualidad por Orientación. Recordaré que en ella, a una intersexualidad por hipo- o hiperandrogenia, puede suceder una homoafectividad cruzada, seguida en las transexuales feminizantes por una intensa androfilia y en los transexuales masculinizantes por una no menos intensa ginefilia.

En estas historias de Transexualidad por Orientación puede haber una identidad lineal primaria, pero precaria. La persona se habrá sentido siempre sólo un poco masculina o femenina, o sencillamente distinta. La homoafectividad cruzada puede haber sido intensa, y haber determinado una experiencia significativa, dirigida por ejemplo hacia una hermana mayor o una profesora tomada como modelo, pero no puede decirse que haya habido vacío de afectividad. Es un esquema muy semejante al heterosexual, pero cruzado.

Como ya vimos, el desarrollo transexual en estas historias transexuales por orientación depende más de la intersexualidad (hipo- o hiperandrogenia), como hecho, más que como sentimiento, y de la orientación, que de la identidad.



FASCINACIÓN POR LA IMAGEN DE LA MUJER EN EL ESPEJO


GUIÓN: Fascinación por la Imagen de la Mujer en el Espejo, tras el Vacío de Homoafectividad. Una descripción literaria. Querer ser esa Imagen: Una solución simbólica de un problema real (parafilia) Solución real: aceptación de la propia intersexualidad. Muchas historias transexuales se convertirán en historias intersexuales. Líneas de acción del Movimiento GLTB. Cuatro autopreguntas sobre la Fascinación por la Imagen de la Mujer en el Espejo, y cuatro respuestas. La solución de la cuarta está fuera del binarismo. Una trampa ante la que hay que estar alerta. Pero la intersexualidad y el vacío de identidad son más firmes que la Imagen de la Mujer en el Espejo. Formas rompegéneros.


Voy a tratar en esta sección de una experiencia cuyos recuerdos y renovaciones acompañan con frecuencia a la transexualidad feminizante: la Fascinación por la Imagen de la Mujer en el Espejo. No la acompañan siempre; no son su causa cuando aparecen, como suponen Ray Blanchard y Anne Lawrence, que la llaman autoginefilia, sino que sigue a una causa anterior, más decisiva, el Vacío de Homoafectividad; pero cuando se da, constituye un motor de gran fuerza, que sin embargo puede faltar más adelante.

Leí en mi juventud una novela italiana que guardé y luego perdí y de la que por tanto no sé el autor ni el título, que contaba la historia de un adolescente enamorado de su prima que en un carnaval, no sé por qué, tiene que vestirse con la ropa de ella. Se ve entonces reflejado en el espejo del armario y se queda fascinado al ver la imagen de su prima aparecer en el cristal.

No sé cómo terminaba la novela, pero se puede pensar que continuara de dos formas. Si el adolescente contaba en su memoria con una imagen positiva de sí mismo como varón, conseguida en la convivencia con sus compañeros, esa experiencia, fascinadamente vivida en la tarde de Carnaval, llegada a su cima al encontrar de verdad a su prima, se desharía como una nube de verano, dejando sólo un dulce y misterioso recuerdo que se podría representar por las palabras “tú eres yo”.

Si el adolescente, sentimental y reflexivo, se hubiera encontrado antes solo, si no hubiera llegado a vivir una verdadera amistad con sus compañeros, si no hubiera llegado a valorar positivamente su identidad como varón, aquella experiencia se quedaría insistiendo en su recuerdo como “yo hubiera podido ser ella”.

En esta historia y sus comentarios se recoge lo fundamental de la experiencia de la Fascinación por la Imagen de la Mujer en el Espejo.

Su fuerza es inmensa, porque calma a la vez un vacío afectivo, y cuenta con la intensidad biológica de la libido.

Su efecto es querer ser esa Imagen de Mujer. Llegar a una visión de sí idealizada, en la que la propia persona aparece revestida de la forma perfecta que se ama.

Si esa visión se puede materializar, si la propia forma juvenil puede representar realmente con la ropa y el arreglo la imagen deseada, la intensidad del deseo se vuelve arrolladora.

Si no se puede materializar porque la propia imagen esté alejada de la soñada, seguirá actuando como sueño, tanto más deseado cuanto menos realizable.

El espejo del cuarto de baño, la cámara fotográfica, serán los medios de esa materialización.

La gloria de la experiencia hace sentirla insuficiente, por ser solitaria. Se desea salir a la calle para poder ser vista, para ser admirada preferiblemente por los hombres, pensando que la admiración en sus ojos será el sello de la fusión.

Si se consigue salir, pasear, despertar miradas, ver en ellas el mismo sueño, una admiración absoluta, es que entonces la fusión total se habrá conseguido.

De paso se habrá solucionado la falta de estima propia que ha producido el vacío homoafectivo. Antes se era gris y ahora se resplandece. El muchacho tímido e inseguro da paso a la muchacha luminosa.

Quien no era querido ni valorado, ahora puede ser admirada y deseada.

Se ha conseguido una solución simbólica a un problema real. Es simbólica, porque no se es una muchacha. El problema era real porque la propia naturaleza, probablemente algo intersexual, hipoandrogénica, no era entendida ni valorada como tal por los demás.

He llegado a pensar que esa unión de solución simbólica y problema real es el verdadero contenido de las llamadas parafilias. Quizá excite y produzca placer porque el problema producía una angustia profunda. Tiende a repetirse, porque es solución, pero tiene que repetirse porque no es solución real, sino simbólica.

¿Cuál debe ser la solución real? Creo que consistirá en la aceptación de la propia naturaleza intersexual, tal como es, que será posible en la medida en que se pueda conseguir una homoafectividad con otras personas semejantes.

No se trata de definirse como varón, porque la falta de homoafectividad con los varones ha demostrado que no se lo es; tampoco como mujer, porque la propia dinámica, tal como se ha expuesto, no es una dinámica de mujer. Se trata de definirse no binariamente, como persona más o menos intersexual, que debe encontrar su propio camino en la vida y tiene el derecho de ser reconocida socialmente como lo que es.

Como mantengo, muchas historias transexuales de ahora mismo se convertirán en el futuro en historias intersexuales. El prefijo “trans”, que indica paso, dejará lugar al prefijo “inter”, que indica entre. Puede ser incluso que el prefijo “trans” se mantenga, pero cambiando de significado, pasando de indicar transición completa desde un polo a otro, a señalar la propia situación de transición, de intermediariedad.

Para que todas estas posibilidades se cumplan, hace falta que nuestra cultura pase de ser binarista a ser continuista. Debe señalarse que el binarismo es ideológico, porque representa un desideratum que se confunde con la realidad, mientras que el secuencialismo representa esa realidad, que trae continuamente niños intersexuales a los paritorios, unos visibles y otros invisibles a primera vista.

En tal sentido, este Manual no señala sólo lo que hay, sino lo que debe ser. No es sólo un manual de funcionamiento, sino un manual de instrucciones. No explica sólo nuestras historias personales, sino que trata de aclarar la historia colectiva y de señalar cuál puede y debe ser el futuro.

En particular, pretende hacer énfasis en las líneas futuras de acción del actual movimiento GLTB, señalando que deberá trabajar por la superación del actual binarismo ideológico. El binarismo señala que sólo hay –o que sólo debe haber- dos sexos (varón y mujer), dos géneros (masculino y femenino), y dos orientaciones (ginéfila y andrófila), y que estas tres consideraciones deben de estar en completa correlación unas con otras.

El secuencialismo, siguiendo en esto las grandes aportaciones de la Teoría Queer, observa que entre varón y mujer hay muchas realidades intermedias que, naturalmente, tenemos derecho a la existencia, que entre lo masculino y lo femenino están las innumerables formas de expresión de la realidad personal y que no se puede hablar de heterosexuales y homosexuales, como dos bloques marmóreos, sino de conductas también infinitamente variadas y matizadas.

Con esta perspectiva, se aclaran también algunas de las cuestiones secundarias relacionadas con la Fascinación por la Imagen de la Mujer en el Espejo.

La primera sería la de si quien lee estas líneas la ha sentido. “¿Soy autoginéfila?”, se podría preguntar.

La respuesta sería: Sí, en el caso de que la imagen de la mujer te haya fascinado realmente, es decir, si te ha provocado una inmediata admiración, un deseo de ser como ella, si su figura específica, sus senos, sus nalgas, sus piernas te han provocado a la vez un deseo indecible y un ansia de identificación con ella, si eso te ocurre sólo con mujeres jóvenes y bellas, el arquetipo de la deseabilidad, y no con mujeres fuertes, o sabias, o santas.

La segunda pregunta sería: “Si soy autoginéfila, ¿soy una verdadera transexual?

La respuesta sería: Sí, puesto que la autoginefilia se da después de que se hayan definido otros elementos de la personalidad transexual, tales como la intersexualidad por hipoandrogenia y el vacío de homoafectividad.

La tercera pregunta podría ser: “Si me excito, ¿es señal de que soy una persona masculina?”

La respuesta sería: Es señal de que uno de los elementos de tu personalidad compleja es la ginefilia, compatible con cierto grado de intersexualidad y con el vacío de homoafectividad intermasculina. Y también es señal de que se ha producido una parafilia, entendida como solución simbólica de un problema real.

Otra pregunta, la cuarta, sería: “Pero deseo el amor de los hombres, y por tanto, ¿soy andrófila?

La respuesta sería: La autoginefilia puede dar lugar a una androfilia secundaria. La identificación con la Imagen de la Mujer en el Espejo puede dar lugar a querer:
=ser admirada y deseada como tal por los hombres; el ser atractiva para un hombre será la confirmación de la propia identidad, y por tanto, se desea comprobarla continuamente; los coqueteos y el ligue serán su manifestación usual.
=sentir como una mujer (con arreglo a los esquemas binaristas) y por tanto querer ser andrófila, poniendo todo por tu parte para llegar a sentir así.

La primera salida, permite compensar la falta de estima propia que produce el vacío de identidad y en este caso puede ser positiva.

Pero para llegar a una solución verdadera, hay que advertir que esa atracción por el varón no es inmediata, espontánea, sino que pasa por la mediación de la propia imagen como mujer. Se desea al varón no por sí mismo, sino en la medida en que este deseo es necesario para construir la propia imagen como mujer.

La solución verdadera está fuera del binarismo. Es verse a sí mismo como se es, intersexual por hipoandrogenia y desarrollar una verdadera homoafectividad con las personas que son verdaderamente semejantes, no con los varones definidos ni con las mujeres definidas, sino con las personas más o menos intersexuales, más o menos indefinidas.

De otra manera, se corre el riesgo de utilizar a los amantes que se pueda encontrar, sin amarlos por sí mismos, sino en la medida en que confirman el discurso binarista que nos arrastra; si no soy varón, tendré que ser mujer; si soy mujer, tendré que amar a los varones. No es así. La realidad abre otras perspectivas más amplias, más verdaderas y más seguras.

No se olvide, a este respecto, que la Fascinación por la Imagen de la Mujer en el Espejo oculta una trampa ante la que hay que estar alerta (Pero hay una solución) Está determinada por la libido ginéfila, y cuando la libido ginéfila disminuye como consecuencia de la hormonación y/o de la operación de reasignación genital, la persona transexual se puede encontrar en la situación de que, justo cuando ha alcanzado lo que pretendía, le interesa menos. La depresión puede ser la consecuencia inmediata.

También puede quedar, es cierto, un agrado atenuado por la Imagen de la Mujer. No una fascinación activa y absorbente, sino una satisfacción al pasar casualmente junto a un espejo o un escaparate, que colma ciertas inquietudes, pero que suele ser operativa sólo en ese momento físico.

La solución está en que será preciso que recuerde que lo que la llevó a la autoginefilia pudo ser cierto grado de intersexualidad por hipoandrogenia y/o un vacío de homoafectividad. Estas circunstancias subsisten y son más operantes y firmes que la autoginefilia. Sobre ellas se puede construir una identidad transexual o intersexual sólida y matizada, que reconozca verdadaramente las propias circunstancias personales y las desenvuelva de una manera personal.

Por supuesto, esta evolución transformará la comprensión de sí como transexual. Ya no se pretenderá ser, como al principio, la mujer idealizada que despierte pasión entre los hombres, sino que será suficiente y más verdadero identificarse como una persona intersexual, que por serlo no se ha hallado en el lugar binarista de los varones, y que debe encontrar la manera de expresar su intersexualidad con su manera de vestir y hallar las relaciones afectivas que verdaderamente desea.

Pueden ser con las mujeres, dada su pulsión ginéfila; o con los hombres, dada su necesidad de confirmar su identidad mediante la aceptación por parte de ellos, pero ahora mucho más matizadamente: aceptación como intersexual, más que como mujer; relación afectiva, más que sexual; descubrimiento de la existencia de varones hipoandrogénicos y establecimiento de relaciones homoafectivas con ellos (una parte de los gays son hipoandrogénicos) y no con los demás, etcétera.

El descubrimiento de la intersexualidad por hipoandrogenia como base de la transexualidad y el de la estructura no-binaria de la sexualidad permiten desenvolvimientos inesperados, mucho más variados y flexibles, de la transexualidad, expresándola de formas rompegéneros.







DISFORIA

GUIÓN. Transexualidad con disforia y sin disforia. La disforia como desagrado, disgusto, desajuste o desadaptación, hasta un grado de repugnancia o rechazo radical. Disforia de género, disforia de sexualidad, disforia de fenotipo, disforia genital, juntas o por separado. La disforia de sexo. Las clases de disforia no permiten jerarquizar la masculinidad o feminidad de la persona. Disforia por intersexualidad (hipo- o hiperandrogenia) o por traumatismo. Pero la disforia por intersexualidad es más profunda que un trauma. La disforia por hipoandrogenia en personas XY. La disforia por hiperandrogenia en personas XX. La disforia por traumatismo.


Al Vacío de Homoafectividad suele acompañarle la Disforia, antes o después. Señalaré, de entrada, que no todas las personas transexuales son disfóricas, por lo que no se puede usar esta palabra como sinónimo de transexualidad. No lo son, en un sentido profundo, las personas transexuales por identificación, aunque les desagraden las circunstancias en que los demás esperan que vivan, naturalmente; pero es una incomodidad, más que un rechazo profundo, una repugnancia. Lo son en cambio las personas transexuales por desidentificación; su transexualidad viene de una disforia. No lo son las personas transexuales por orientación, en quienes la transexualidad es sobre todo uns forma de placer o de expectativas de placer. Lo son las personas transexuales por traumatismo, para quienes su trauma produce precisamente una disforia.

Disforia es el sentimiento de desagrado, disgusto, desajuste o desadaptación ante las realidades del género, la sexualidad, el fenotipo o los genitales. Quizá convenga ser hablar con mayor precisión de repugnancia y angustia. No se trata de una mera incomodidad más o menos difusa; se trata de un verdadero y radical rechazo. Puede ser un rechazo de todo ello junto, o de cada una de estas partes por separado.

Se podría hablar de disforia de género, disforia de sexualidad, disforia de fenotipo, disforia genital, o, si fuera por todo ello junto, disforia de sexo.

Sería un uso nuevo de la expresión, pues la forma usual, disforia de género, en realidad se referiría sólo al desagrado por los aspectos culturales del sexo (que es lo que se llama género)

La disforia de género se centra por tanto en esos aspectos culturales; en la expectativas de otras personas respecto a nuestra ropa, nuestro nombre, nuestra manera de vivir; si la clasificación masculina o femenina de todo ello nos resulta desagradable al sernos aplicada, estamos hablando de una inadaptación en los hechos culturales, y por tanto, de género.

También lo que puede sernos insoportable son las expectativas de los demás en cuanto a nuestras funciones sexuales, que es lo que se llama sexualidad; que esperen que seamos penetrativos, por ejemplo, y no lo seamos, o receptivos, y no sea así. Sería una disforia de sexualidad.

O puede ser que podamos aceptar eso, pero nos desagrade la forma general de nuestro cuerpo sexuado, la contextura de nuestra piel, su pilosidad, su musculación o sus desarrollos. Sería una disforia del fenotipo (no limitada a sus aspectos estéticos, sino a su forma sexuada general)

Y la disforia podría centrarse especialmente en los genitales, que parezcan feos y extraños, casi incomprensibles, tanto en sus formas como en sus funciones, hasta el punto de que se desee claramente suprimirlos, con lo que la imagen corporal resultaría más apropiada. Sería la disforia genital.

De hecho, estas distintas clases de disforia pueden darse juntas o por separado. No parecen tener que ver con la mayor o menor feminidad o masculinidad de la persona que las siente, porque de hecho hay por ejemplo personas XY relativamente masculinas que sin embargo sienten una disforia genital muy definida. Y esta disforia puede ser el elemento más intenso de su personalidad transexual, por encima de cualquier disforia de género, por lo que pueden optar por ejemplo por operarse sin que nadie más lo sepa y sin que su forma de vida cambie en ningún otro aspecto.

No se trata, por tanto, de que estas clases de disforia se puedan jerarquizar en un esquema de menor a mayor feminidad o masculinidad. ¿Qué es lo que pueden indicar? Sin duda, como hemos visto en la misma definición de la palabra, un desagrado, desajuste o desadaptación a las realidades sexuales, variable según la biología o las historias personales.

Como sentimiento, la disforia es efecto de alguna causa; yo diría que las causas primeras de este sentimiento pueden ser o bien la intersexualidad (hipo- o hiperandrogénica) o bien un grave trauma afectivo.

Ambas causas pueden producir ese desagrado, disgusto o desajuste. La persona disfórica se encuentra extraña entre quienes parecen los suyos, casi literalmente en país extranjero y hostil y no puede establecer los lazos afectivos, de admiración y reconocimiento propio en los que se funda la homoafectividad y la valoración de la propia identidad. Lo más fácil de pensar es que el sexo asignado responde a criterios binaristas y no corresponde a los muchos matices de la realidad.

Probablemente, es un sentimiento mutuo de la persona disfórica hacia las otras que aparentemente son de su sexo (binario) y viceversa; quien es diferente, teme o rechaza a quienes le son diferentes; por su parte, éstos, en el momento de la socialización, al llegar una persona nueva a su grupo, la observan, la tantean, y si no es conforme a lo que esperan, la rechazan.

Esto es particularmente cierto en la hipoandrogenia y tanto más cuando es una contradicción de la virilidad que otros están aprendiendo y potenciando en esos momentos. Los adolescentes hipoandrogénicas hemos sido por definición más pasivos, menos belicosos que los otros. Éstos nos tantean con mil pequeñas provocaciones y, si no hay la respuesta que esperan –retadora, violenta-, simplemente nos dejan de lado o se acuerdan de nosotros sólo para probar su aparente dominio.

Los años de la preadolescencia y la adolescencia son largos y en ellos hay tiempo a que estos sentimientos se afiancen en la memoria y lleguen a ser constitucionales de la personalidad.

Hay razones para considerarlos objetivos: el adolescente hipoandrogénico, sensible, reflexivo, introvertido, aficionado al dibujo o la lectura, poco o nada deportivo, no tiene nada que hacer entre otros que son todo lo contrario, bulliciosos, peleones, extravertidos, entregados a los deportes y están reconociéndose y aceptándose a sí mismos en la formación de su masculinidad.

Todo ello se instala gradualmente. El día a día de una clase, la rutina de una hostilidad mutua, las miradas poco benevolentes de parte y parte (no hay que suponer que la persona hipoandrogénica no sea capaz de ira), el menosprecio mutuo (son unos brutos, es un maricón) pueden llegar a formar un modo de vida y aun de ser.

Sin embargo, está claro que las relaciones concretas están mediadas por los rasgos personales de unos y otros. Es posible que el adolescente hipoandrogénico encuentre algún compañero con quien establecer lazos de homoafectividad; o que entre unos y otros pueda establecerse un “modus vivendi” más o menos satisfactorio. Todo ello evitaría la disforia. Pero las circunstancias pueden hacer también que todo sea traumático, suficiente para crear un sentimiento de agobio con tan dura compañía, de temor y de rechazo. No es difícil poner todo ello bajo la etiqueta de “masculinidad” y rechazar la masculinidad.

Al mismo tiempo, la persona hipoandrogénica observa que los demás la consideran masculina, por lo que el siguiente paso es el rechazo a ser considerada masculina ella misma.

La disforia de las personas XY puede ser calificada de antimasculinidad, consciente, intensa. Es un sentimiento persistente, que incluso puede desaparecer ocasionalmente, en presencia de un modelo masculino a quien admirar y aceptar, pero que vuelve una y otra vez.

La dinámica de la disforia por intersexualidad se parece a la de los traumas, según el modelo de condicionamiento y refuerzo (Skinner), pero es más profunda. Puede pensarse en un descondicionamiento, pero hay que tener en cuenta que sus causas no son ocasionales, accidentales, como lo son por definición los traumas, sino estructurales, pues parten de una intersexualidad (hipoandrogenia) y del desarrollo en un medio cultural que es binarista y que por tanto reconoce de hecho sólo la masculinidad y la feminidad y no sus formas intermedias.

Por tanto, el condicionamiento no es aleatorio, caprichoso, palvloviano, sino que tiene fundamentos biológicos y culturales. Los primeros, por tener que ver con las estructuras del cerebro, no son reversibles; los segundos se pueden cambiar, pero harán falta esfuerzos y generaciones para cambiar la cultura binarista (recordaré que el actual feminismo es potencialmente antibinarista, pero de hecho sigue todavía los esquemas binaristas en sus planteamientos de una dialéctica mujer-varón, que nos olvida)

Pero aunque esta tarea colectiva sea laboriosa y lenta, la persona hipoandrogénica puede comprender fácilmente, por su propia experiencia, el valor real de la actitud no binarista, y a partir de ella, superar su disforia y encontrar nuevas formas de expresión personal.

Tengo que señalar aquí una limitación de este Manual en borrador. Mientras que conozco bien el proceso que lleva de la hipoandrogenia a la disforia, conozco menos el de la hiperandrogenia a la disforia. Me baso en la historia de un solo amigo al que conozco bien, pero sé que deberá fundar mi estudio en más personas.

Daré sólo unas pinceladas, a la vez que pido a los lectores masculinizantes que me hagan llegar sus propias observaciones. En general, encuentro que los conflictos de los que viene la disforia proceden o bien del medio escolar o bien del medio familiar, según el carácter de las personas y las circunstancias que se den en cada uno de esos medios.


Pero mientras la hipoandrogenia en personas XY suele encontrar los mayores choques en el medio escolar, la hiperandrogenia en personas XX puede encontrar mayores dificultades que en la escuela en la propia familia.

En la escuela, las cualidades hiperandrogénicas que hemos visto –actividad, bulliciosidad, belicosidad, capacidad para los deportes- son un mérito. La adolescente “marimacho” puede ser rechazada por las otras adolescentes, pero desprecia alegremente este rechazo y lo compensa ampliamente por su aceptación entre los varones.

Al participar con energía y convicción en los deportes más duros, se gana su respeto, tan valioso. Puede incluso conseguir el liderazgo de la clase, gracias a su arrojo y a su sentido común. Puede obtener puestos como la delegación de curso. Discute de igual a igual con los más duros. Incluso puede enamorarse de una compañera, protectoramente (“me sentía como Tarzán con Jane”), y ser amada por ella.

Todo ello es tan positivo, que puede no dar lugar a una disforia de género, aunque la persona hiperandrogénica constituya de hecho su propio género, tal como es, se acepte a sí misma y esté orgullosa de ser como es. Podría evolucionar sencillamente en sentido homosexual.

Pero la disforia, la conciencia de disgusto, de desajuste, de desagrado, puede venir de no satisfacer las expectativas creadas en la familia al nacer una niña, cuando el pensamiento convencional, el binarismo, interfiere con la buena voluntad paterna, y las mejores intenciones resultan contraproducentes por lo inexpertas.

Rápidamente, resulta evidente que no es la niña soñada. No es apacible y cuidadosa, sino inquieta y bullanguera como un niño. No hay manera de que se quede en casa, sino que siempre está en la calle, envuelta en mil aventuras.

Pero si los sueños familiares son tenaces, la figura de la niña aparece en ellos revestida literalmente de una forma que a ella le horroriza y le avergüenza. Imaginemos al futbolista, al líder de la clase, a Guillermo el Proscrito, vestido de mininovia para la Primera Comunión para juzgar su espanto y su profunda humillación.

Imaginemos imposiciones paternas y maternas, castigos incluídos, para hacerle aceptar ese disfraz. Imaginemos la presentación en sociedad del joven Tarzán ante compañeros y compañeras teniendo que aceptar como propia esa imagen.

Puede imaginarse la rebeldía, los llantos infantiles de rabia e impotencia, el desgarramiento del vestido enemigo y costoso a la menor oportunidad, los gritos y castigos paternos, porque todo ello sucede.

Esa confrontación entre la propia imagen, real, y la imagen familiar, puede durar toda la niñez y la adolescencia. En cada ocasión más o menos solemne en la que se supone que no se puede dejar a la niña con sus vaqueros y su blusilla, es la lucha amarguísima ante un vestido que se pone y se quita, o se rompe, o el esfuerzo fallido porque feminice sus maneras desenvueltas.

Paralelamente a lo que habíamos visto para las personas hipoandrogénicas, hay en el aitre un modelo de vida que no es aceptable, y ese modelo subsiste a través de los largos años de la niñez y la adolescencia como una amenaza persistente. Es una despersonalización, que obliga a ser como no se es. Se identifica con la “feminidad” y puede provocar un rechazo definitivo a la feminidad.

Es un condicionamiento reforzado una y otra vez a lo largo de esos años, pero tampoco es pavloviano, fácil de descondicionar con la simple extinción del estímulo, sino que tiene fundamentos estructurales, tanto biológicos (la hiperandrogenia) como sociales (el binarismo que sólo entiende que haya varones masculinos y mujeres femeninas, contra toda evidencia real)

Se forma, por tanto, una disforia persistente e intensa. La persona hiperandrogénica que había gozado de su condición en la escuela, puede sufrirla ante los estereotipos familiares.

La disforia llega a su climax con el desarrollo biológico. La formación de las mamas viene a ser la proclamación ante todos de esa feminidad que se ha llegado a aborrecer. No se aborrecerían si en la familia se hubiera vivido la misma aceptación que en la escuela, de mejor o peor gana.

Pero si se ha formado la disforia, las mamas se rechazan con rabia e impotencia. Se entienden como una máscara permanente, como la victoria del disfraz. Se tiende a fajarlas violentamente, a negarlas, y cada transexual masculinizante encuentra la manera de hacerlo a costa de una permanente incomodidad.

(Su victoria final sólo llegará con la mastectomía, una liberación. Sólo entonces podrá ponerse semidesnudo, frente al mar, en la playa)

Cabe pensar que, en el futuro, la extensión a todos de la cultura suprabinarista evite quee los padres caigan en el error de exigir que su hija cumpla con un modelo que no le corresponde. Mientras llega ese momento, es también verdad que el propio transexual masculinizante puede llegar a esa convicción suprabinarista, y seguir viviendo con naturalidad y convicción lo que puede que ya viviera en la escuela, sin necesidad de llegar más lejos.

Es verdad que sólo se puede llegar a eso en la medida en que se haya podido superar la disforia, entendida como un trauma o una fobia más arraigada y profunda que los traumas o fobias ocasionales.

En esa disforia se expresa la rabia de una vida y el horror a un papel social objetivamente extraño. Si se mantiene, será comprensible. Puede ser que, en la práctica, haya llegado a ser una parte de la propia personalidad, orgullosa y rabiosa, una expresión de la propia hiperandrogenia, intransigente, una prueba de la combatividad masculina.

La disforia puede deberse también a un trauma, el estrés, un fracaso afectivo o cualquier otro que sea muy intenso y de efectos duraderos. En este caso sí tienen valor los efectos del condicionamiento, la conducta condicionada, el refuerzo y el borrado del condicionamiento (Pavlov, Skinner) Recuérdese el esquema: el condicionamiento viene de la repetición de un estímulo condicionante (por ejemplo, las situaciones de estrés) y se refuerza mientras se repite. Puede determinar toda una respuesta, una conducta condicionada (por ejemplo, la transexualidad como evasión del estrés)

Un refuerzo muy intenso y duradero, determinará una respuesta intensa y duradera. La disforia puede ser muy fuerte y las aspiraciones a la transexualidad muy radicales.

Pero la otra parte de la realidad, que debe ser muy tenida en cuenta por las personas que estén en este caso, es que si cesa la repetición del estímulo, se borra también la respuesta condicionada.

Terminada la situación estresante, puede terminar la respuesta transexual, y se vuelve apaciblemente a la situación anterior. Conviene ser prudente, por tanto, cuando la persona disfórica observa en sí a la vez un estrés casi insoportable y el deseo de transexualidad como evasión. Por el contrario, se puede decir que, en situaciones de estrés, si éste termina, y pasado un tiempo la persona observa que sigue sosteniendo las esperanzas transexuales, es que no se trata de una transexualidad por traumatismo, sino de algo más profundo.





IV PARTE. EXPRESIÓN DE LA TRANSEXUALIDAD


LA EXPRESIÓN MARGINAL

GUIÓN: La expresión de la transexualidad es un hecho social. La salida del armario es un hecho social. El desafío al antiguo Código de Género y la formación de uno nuevo. Condiciones de marginalidad y de integración. Sufrimiento. Creatividad en las condiciones de marginalidad. El liberacionismo.


Hemos visto las condiciones biológicas, psicológicas o sociales, incluido el binarismo, que explican la transexualidad. Pero al tratar de la expresión de la transexualidad entramos en lo social.

Es social por cuanto significa el encuentro con otras personas. La persona transexual desea, más que nada, compartir su vida con otras personas. Al mirarse en el espejo en la soledad del armario (“en la soledad del ropero”, García Lorca) lo que más puede ansiar es que otras personas la vean como mujer o como hombre.

Mientras no consigue dar ese paso, siente que no vive; está como en la sala de espera. El momento de salir del armario es sublime, porque es el de empezar la vida. Es el momento en que puede hablar de lo que más le interesa y vivir conforme al género deseado a la vista de todos. Se abandona el mundo de los sueños y se entra en la realidad. Podrá haber dificultades, pero se está ya en un lugar cualitativamente diferente: el de la realización como trans.

Por tanto, este momento en que por primera vez otros ojos ven la imagen que se siente dentro, es de socialización; y son sus aspectos sociales lo que debe ser considerado en él.

Es un momento glorioso, que ahora mismo, en España, a principios del siglo XXI, puede ser relativamente fácil, pero muestra sin embargo más o menos dificultades siempre sociales.

La dificultad procede de que la actitud transexual es un desafío que transgrede el Código de Género todavía vigente, no escrito, pero que constituye el mismo centro de la vida social, su constitución más básica y conocida por todos.

La esencia del Código de Género arcaico es el binarismo (“sólo dos sexos, dos géneros, dos orientaciones”) En la actualidad, poco a poco, está formándose otro Código de Género, no-binarista, mucho más distendido, pero la transformación no ha culminado todavía, por lo que rige el antiguo en los medios conservadores y el nuevo en los innovadores.

Esto nos lleva a las condiciones sociales de expresión de la transexualidad. De hecho, se dan dos, las de marginalidad y las de integración.

Y en ambas, se debe considerar por separado las condiciones o bien en sociedades conservadoras o bien en sociedades en fuerte proceso de cambio. Éstas últimas, al escribir este Manual, son las de América Latina. En ellas se da un “cambio sexual en el cambio social” lleno de oportunidades, que me hace tratar de ellas en primer lugar.

El punto de partida es la represión que lleva a la marginalidad más extremada. Pero el Continente entero está hoy en los márgenes postcoloniales del sistema global, en una situación de represión y liberación.

La represión sexual procede de que el Código de Género vigente en esas sociedades es muy patriarcal, sumamente arcaico y binarista. El modelo idealizado de varón lo cualifica como dominante, duro y poligínico, lo que lleva a la descalificación agresiva y violenta de las personas XY que no se ajustan al modelo.

Esto expulsa a muchas de casa incluso en la adolescencia, entregándolas al trabajo sexual obligado como travestis o chaperos, y a la violencia social, incluso policial, que actúa literalmente como representante de la sociedad y aplica el Código de Género bajo la forma de pena de muerte.

El resultado es la prostitución forzada de menores de edad, la delincuencia, las drogas y como consecuencia la muerte de las travestis con frecuencia alrededor de los treinta años.

Esta marginalidad se ha vivido también en España, especialmente en los que fueron sus territorios más subdesarrollados, más coloniales, como Andalucía o Canarias, en los que se creó en otro tiempo la figura del mariquita, que podía ser entendido hoy, a la vez, como homosexual, travestista o transgénero, todo junto (no existía la cirugía), y que conseguía cierta posición social al durísimo precio de hacer reír, la posición del bufón.

Pero cuando aquí se aprendió a ser travesti, se encontró lo mismo que en América Latina: expulsión de la familia, vagabundeo por las calles, prostitución obligada, drogas, delincuencia, acoso policial, sida, muerte prematura, vidas en las que salvarse de alguna de estas amenazas ha podido ser sólo a fuerza de inteligencia y energía, con muy poco o nigún apoyo por parte de nadie o de casi nadie (asociaciones como Transexualia, de Madrid, fueron una excepción)

Las imágenes de transexuales muy jóvenes destrozadas físicamente por la droga, de juventudes consumidas, fueron muy frecuentes aquí, terribles en los detalles, hasta los años noventa y todavía los peligros principales amenazan a quien no vea más solución que la marginalidad. El desarrollo económico y político civilizó la situación, pero las travestis y luego las transexuales no llegamos a plantear aquí una alternativa de civilización.

Muy otra es la situación en América Latina. Las formas de vida derivadas del Código de Género vigente están entre las últimas que corresponden al régimen colonial. Pero recuérdese que América tiene también una profunda tradición liberacionista, gemela y contemporánea por cierto de la española, desde principios del siglo XIX.

El liberacionismo permite ver que en la marginalidad también hay oportunidades, al representar las fisuras donde quiebran las sociedades establecidas. La falta de instrucción formal se traduce en informalidad de las identidades, mostrada en la misma preferencia por la palabra “travesti”, generalizada en América Latina y que incluye un matiz de desafío y combatividad.

Una travesti, un travesti (género gramatical que también se acepta) puede ser homosexual, travestista, transgénero, transgenital (identidades cultas o formales, elaboradas por la cultura dominante, que ignora del todo), lo que le permite pasar despreocupadamente de unas a otras. En el vestuario puede transitar en cambios casi imperceptibles de los vaqueros y la camiseta con la cara lavada al maquillaje, el sostén, los zarcillos, la mini. Su práctica se salta cualquier Código de Género. Incluso el nombre puede personalizarlo hasta tal punto que sea difícil decidir si es masculino o femenino.

Puede trabajar por la mañana en cualquier mercado marginal, convivir por la tarde con mujeres genéticas, arreglándose mutuamente, quizá ir contoneándose por la noche a una zona de trabajo sexual, todo ello en perfecta compatibilidad con su identidad personal, que puede acentuar o menguar cada una de esas actitudes, según le convenga.

Las travestis, acosadas por la Policía establecida, o por los paramilitares ideologizados, o por la violencia cuasi universal, contando sus muertes y sus víctimas casi rutinariamente, han desarrollado en toda América Latina actitudes de militancia política y social que insisten en su autodefensa y en la reivindicación de su derecho a la vida y al respeto social.

En Ecuador, se ha dado un paso más por parte del “Proyecto Transgénero” al aliar el movimiento trans con el de los indígenas, porque son dos marginalidades que pueden entenderse y porque las culturas indias fueron históricamente muy respetuosas de las formas intersexos, en las que veían una misteriosa vocación personal. Frente a aquel respeto hacia los mujerados, los conquistadores patriarcalistas y binaristas respondieron lanzándoles sus perros asesinos. En esta hora de restablecimiento de esas culturas, en sus mayoritarios espacios en muchos de los pueblos indolatinos, esta decisión del movimiento trans es estratégica.

En México, los muxe plantean a los teóricos occidentales problemas por su difícil comprensión. ¿Son travestis, transgéneros, transexuales? La respuesta está en que son no-binaristas y por tanto están libres de las identidades mencionadas, que proceden del binarismo y que muestran su huella, incorporando una jerarquización de lo más masculino a lo más femenino, que no es real: personas que somos más masculinas en muchos lados de nuestra personalidad somos más femeninas en otros, generando un tornasol de posibilidades que, a fin de cuentas, es estrictamente personal y poco clasificable.

En resumen, la marginalidad de las travestis latinoamericanas o indolatinas, abre entendimientos de la transexualidad extraordinariamente versátiles y no-binaristas, que deben ser vistos como el fundamento de la transexualidad futura, mucho más allá de las concepciones vigentes desde Harry Benjamin, meritorias por ser las primeras formulaciones, pero impregnadas de binarismo, del Código de Género vigente en los cincuenta, con sus varones exclusivamente masculinos y sus mujeres exclusivamente femeninas, Código de Género en el que hoy nos ahogaríamos todos.

Sólo la Teoría Queer de los noventas descubrió el no-binarismo y con él la superación de las dualidades tajantes homosexual/heterosexual, varón/mujer, masculino/femenino.

Hoy es posible pensar en un continuo que vaya de la extrema masculinidad a la extrema feminidad pasando por mil formas y grados de intersexualidad, con profundo respeto a todas esas manifestaciones vitales. A esto lleva lo que se debe llamar la Práctica Trans Indolatina.

Cuarta parte


LA EXPRESIÓN INTEGRADA


GUIÓN. La integración en la sociedad. Integración de género e integración laboral. Atractivo de la integración de género e inconvenientes. Dificultad de la integración laboral y ventajas. Lo conseguido y lo por conseguir. La transformación práctica del Código de Género binarista: el trabajo de las personas transexuales como agente de cambio cultural y social.


La expresión integrada es la voluntad de integrar el propio proceso transexual en las estructuras sociales y culturales existentes.

Pueden distinguirse dos formas de expresión integrada: aquélla en la que la persona ansía integrarse como una mujer o un hombre en el sentido pleno de estas palabras, es decir, respetando el Código de Género binarista, y aquélla en que se trata sólo de respetar las estructuras laborales en que se tiene que vivir y se acepta ser vista como una persona transexual.

Muchas veces son las circunstancias las que instan a tomar una u otra. No se encuentra en las mismas condiciones una persona que puede ir por la calle como mujer o como hombre, entrar en una tienda y ser saludada como tal, estar en un vestuario o unos aseos sin problemas, que una persona que en todas esas ocasiones va diciendo en voz alta, aunque sin palabras: “Soy transexual”.

Sin embargo, la reflexión nos incita a considerar muy seriamente las posibilidades que se abren ante cada una de esas clases de circunstancias.Adelantaré que, a mi entender, es mejor decir que se es transexual, casi de entrada, aunque pareciere que no fuera necesario. Llamaré a estas dos formas expresión integrada de género y expresión integrada laboral.


En la expresión integrada de género, puede anotarse que es natural como deseo, porque parece menos conflictiva a primera vista, pero supone la sumisión al Código de Género vigente, que por no comprender el hecho transexual, plantea otros problemas a plazo medio.

En la integración de género prevalece el respeto a lo existente por delante de la propia expresión, que se hará en la medida en que no dañe mucho la estructura existente.

Como el Código de Género vigente es binarista, se respetará el binarismo, y por tanto, si hubiera aspectos no binarios, ambiguos, de la propia personalidad, no se expresarán.

Esto significa y ratifica la aceptación del Código de Género binarista a toda costa, incluso enfatizando a menudo su binarismo y yendo más lejos que las mujeres y hombres genéticos. Es conocido, por ejemplo, que muchas mujeres genéticas construyen su personalidad sobre sus diferencias con la mayoría de las mujeres. Opiniones entre ellas como “soy mujer pero no soy como las otras mujeres”, son frecuentes y enunciadas alegremente y con seguridad.

En nuestros casos, se asumirá por el contrario el ideal equivocado de que “soy una mujer como otra cualquiera” o “soy un hombre como otro cualquiera”, una voluntad de asimilación rayana en la imitación, con lo que se perderá la oportunidad de hacer valer la propia especificidad, pretendiendo introducirnos así en un terreno en el que siempre tendremos las de perder, pues es evidente, con un criterio realista, que no somos mujeres u hombres como otros cualquiera; en cambio, podríamos decir, y ahí tenemos las de ganar, que somos “transexuales como otros cualquiera”.

En este ámbito, cuando hay dificultades sobre todo para ser vista como una “mujer como otra cualquiera” (estatura, voz, conocimiento por los otros de nuestra historia) son vistas como dificultades insalvables o deprimentes, dada la conformidad con el Código de Género binarista. Lo que más se teme es dar la nota, ser visible como trans, y lo más valorado es pasar desapercibida.

Llegando al máximo en esta línea, se puede producir una “entrada en el armario inversa”. La persona que no tiene esas dificultades, puede decidir entrar en el mundo de las mujeres o de los hombres y ocultar su pasado. Desde ese momento, procurará alejarse físicamente de los lugares de su vida anterior y hasta romper con sus amistades y mostrará una gran ansiedad por la posibilidad de que se descubra que es transexual. Intentará borrar rastros y estará siempre alerta ante la posibilidad de que alguien la saque de su misterio voluntario.

Lo que voy a decir es duro, pero verdadero, y lo digo por si puede servir para que no se tome ese camino. Vivirá con miedo. No podrá comentar con nadie sus sentimientos ni sus experiencias reales, a no ser con un nick en internet. Tendrá que oir confidencias de otras mujeres u otros hombres sobre experiencias que desconoce (desarrollo, menstruación, gatillazos) y fingir que las comparte o las entiende. Podrá hasta tener la sensación en los momentos bajos de que su forma de vida es una mentira, y no lo será, porque expresa los sentimientos tan profundos que conocemos, pero lo parecerá.

Es cierto que el bienestar de la integración puede compensar gran parte de los inconvenientes. Ser una mujer joven y guapa, andando por la calle como tal, consciente de la propia belleza, gracia y atractivo, mirada con admiración y deseo por los hombres, debe de ser una maravilla que está lejos de las posibilidades de quien escribe esto.

No sentir ni rastro de la hostilidad que se suele percibir todavía cuando se sabe que se es transexual, o mejor todavía, no saber siquiera que esa hostilidad existe, verse arrolladora en cualquier espejo y saber que es verdad que se arrolla. Sin embargo, todo lo que digo vale sólo a media distancia.

¿Qué se hace, en el caso de que se esté operada, cuando surge un novio? ¿Se le dice la verdad o se oculta? (Porque en el caso de que se diga la verdad y de que se fracase, el novio frustrado puede ser un propagador de lo que no se quiere que se sepa) ¿Cómo se afrontan las diferencias que pueden quedar entre el propio cuerpo y un cuerpo genético? ¿Se fingen las menstruaciones? ¿Si la pareja llega a saber la realidad y se siente engañado, qué se le responde?

La respuesta a todo esto está clara: es mejor que se sepa la verdadera condición de transexual, aunque cree dificultades que siempre serán menores que su ocultamiento.

En el caso de los hombres transexuales, es verdad también que el binarismo les crea especiales dificultades.

Vivir entre hombres, como hombre, es participar de un medio a veces muy rudo, de interacciones y jactancias, de complicidades y rivalidades, en las que un transexual masculino como tal no tendría sitio. Si quiere compartir chistes y groserías, si quiere tener posibilidades de ser respetado y de no ser acosado por las guasas, parece mejor que sea un hombre “como otro cualquiera”.

Y sin embargo, ¿no está expuesto a que, en cualquier momento, por cualquier circunstancia, alguien que lo sepa lo haga público, arruinándole su esfuerzo de años? ¿No es mejor ser respetado como varón transexual, precisamente en cuanto varón transexual, como diferente pero como afín, y especialmente por su sinceridad y por la audacia de su sinceridad?

Hay otra forma de expresión integrada que no mira a la integración plena como mujer u hombre sino a la integración laboral y social en general.

En ésta, en cambio, se puede decir que la simple presencia de la persona transexual, reconocida como persona transexual, en los distintos ámbitos de la vida social, en el funcionariado del Estado, en el Ejército, en los centros de estudios, en el comercio, en la industria, en los hospitales, es un potentísimo motor de cambio del Código de Género.

No se puede minimizar la dificultad del acceso a esas profesiones. Sólo un hondo cambio cultural y social, actuando quizás desde 1968, lo ha posibilitado. Pero aun así, en esta generación, todos y todas conocemos las batallas particulares que hemos tenido que desarrollar para alcanzar un empleo o para mantenerlo. A veces se ha vencido y con frecuencia se ha conocido la derrota. Estar en la enseñanza secundaria o universitaria, como profesor o profesora o como estudiante, conservar el empleo o el trabajo como militar, guardia civil, peluquera, actriz, comerciante, pintor de brocha gorda, funcionaria de hacienda, funcionaria de prisiones, funcionaria municipal, funcionaria de ministerio, empleada de emisora pública, empleada de sindicato, ingeniera, empresaria, abogada, informática, empleada de ferrocarriles (por decir historias concretas que conozco y otras que olvido y que añadiré según las recuerde), han sido en España y fuera batallas individuales cuyos protagonistas conocemos con nombres y apellidos.

Aunque en todos estos terrenos hemos conocido la victoria, queda todavía otro, mayor, en el que se acumulan todavía hoy día las derrotas: el trabajo por cuenta ajena, que simplemente no existe o tiende a cero para las personas transexuales. Ningún empleador, en la práctica, contrata a una persona transexual (sea cual sea su apariencia, en cuanto sepa que es transexual) Las aprensiones y los prejuicios se multiplican, y el resultado es que se elige a otra persona que pueda no parecer conflictiva. Es verdad que esta situación es común a otros conjuntos de personas, más o menos insospechados y minoritarios, por ejemplo los obesos, y que esto insta a las administraciones públicas a establecer ventajas fiscales a nuestra contratación que superen los prejuicios.

Pero, cueste más o menos llegar a esto, ver a una persona transexual, trabajando con normalidad en cada uno de esos ámbitos, mereciendo respeto y exigiéndolo como es natural, se convierte en una profunda experiencia tanto para el compañero como para el cliente o el usuario, que rompe todos los esquemas binaristas.

Las burlas y chanzas se disuelven por sí mismas en la seriedad del trabajo, no digamos cuando la persona transexual ocupa una posición de autoridad y sabe ejercerla. Es un fenómeno análogo al de la incorporación de la mujer al trabajo y a la vida pública, pero debe recordarse que su valor específico está en incorporarse como transexual a esas funciones sociales.

La simple conciencia de que es una persona transexual quien está en ese puesto, abre por lo menos tres posibilidades a quien no está habituado a pensarlo: hay hombres, mujeres y transexuales trabajando en igualdad.

Se deduce que si hay por lo menos tres posibilidades de género, es que el género no es binario.

La fuerza de esta lección práctica es mucho más evidente que cualquier trabajo teórico. Un cliente que ve a otro consultando con normalidad con una vendedora visiblemente transexual, un novato que ve en su colegio que pasa una profesora transexual, tratada con respeto por los otros alumnos y por sus compañeros, un soldado que debe cuadrarse por primera vez ante un mando transexual y que quizás puede comprobar su valor en el peligro, aprenden en pocos segundos más que en horas y en cursos de lecciones teóricas.

El Código de Género binarista se resquebraja ante estas experiencias, multiplicadas por mil por el número de amigos, compañeros, clientes y usuarios que tienen la oportunidad de compartirlas, y gradualmente va siendo sustituido por uno nuevo, más humano y más real.

Pero conviene insistir en que la fuerza de este motor de cambio consiste en que las personas transexuales sean vistas o conocidas como transexuales. Independientemente de su aspecto o incluso, con más eficacia cuanto más su aspecto como transexuales se acerca a su género de origen.


FRENTE A LA REPRESIÓN, EXPRESIÓN


GUIÓN. Necesidad de expresión. Angustia por la represión de la transexualidad. Nueva definición de disforia. Hacia un entendimiento religioso de la expresión. El servicio al ser humano. Freud: expresión racionalmente canalizada o neurosis. La represión en Europa durante milenios. La expresión en América durante milenios. Hacia una síntesis actual: liberacionismo occidental y tradición indígena.


Hablando de expresión de la transexualidad es preciso recordar la necesidad de la expresión.

Porque el respeto al estado de cosas en la sociedad y a su Código de Género puede ser tan grande que incluso la persona transexual se niegue a sí misma cualquier forma de expresión.

No hace falta poner ejemplos. Todas y todos los que conocemos esta experiencia hemos vivido tiempos más cortos o más largos de armario. Algunos nos quedamos en él toda nuestra vida o casi. La angustia del secreto la conocemos muy bien, sólo que en algunas personas se le suma la de que sea o parezca inacabable.

La consecuencia de esta angustia es sin duda una gran tristeza. Puede ir acompañada de deseo de automutilación, de intentos de automutilación o de suicidio. Es una situación grave que merece toda nuestra atención, tanto personal como de las instituciones sociales.

Sin embargo, obsérvese que lo que produce la angustia no es la transexualidad, sino el secreto de la transexualidad.

Llegamos de nuevo a lo social, pues la problemática de la transexualidad es social.

En algunos casos, se trata de que, en conciencia, no puede ser expresada. Un caso característico de esto son las responsabilidades familiares.

Puede ser que la situación laboral sea tal que de su continuidad dependa por ejemplo el bienestar de unos padres ancianos.

O que la persona transexual haya tenido hijos y tema o bien el impacto que pueda producirles su expresión hasta la adolescencia, o bien la situación económica en que quedarían dada una situación laboral precaria.

En ambos casos, la persona transexual tendría al menos conciencia del valor de su sacrificio. Pero es aconsejable que lo atenúe con formas relativas de expresión y comunicación, cada cual en lo que le sea posible: travestimiento ocasional, internet, participación en grupos de apoyo mutuo.

En otros casos el respeto al Código de Género no está justificado, sólo explicado por el miedo a la ruptura o a la pérdida del status o la comodidad.

Habría que entender por tanto que la disforia es un dolor provocado por la represión, consolidado por los años durante los que ésta puede haberse prolongado. Esta extraordinaria fuente de angustia, sería en último análisis de origen cultural, represivo, lo que explicaría su apariencia patológica, su parecido a las fobias, sus salidas parafílicas, como la autoginefilia, etcétera. Cuando y donde no hay represión, no hay disforia. Hay simplemente constatación de diferencias y de preferencias, y una decisión rápida comprendida y ayudada en el medio social, como ya empieza a existir.

Pero puede haber en algunas personas una motivación más profunda, religiosa, el miedo a romper no códigos humanos, sino la voluntad de Dios.

En este caso es precisa una profunda reflexión personal sobre la voluntad de Dios. Mencionaré sólo, en cuanto al valor de la norma religiosa, el dictamen de Jesús Nazareno: “El Sábado está hecho para el hombre y no el hombre para el Sábado” (y la observancia del Sábado es la primera norma para un judío)

En este terreno del pensamiento hay que entender cuál puede ser la voluntad de Dios sobre la transexualidad. ¿No cambiar la naturaleza? Pero el hombre viene cambiando la naturaleza desde que es hombre y por ser hombre, usando herramientas que multiplican sus medios naturales, cambiando bosques en campos, etcétera. No puede ser ese el criterio de lo que sea conforme a la voluntad de Dios. Sí puede serlo, conforme a lo que dijo Jesús, el servicio al ser humano. Si lo que hacemos es bueno para los seres humanos será bueno; si fuera malo, sería malo; no puede haber criterio más simple y más general, más compartido por creyentes y ateos, más lógico y hasta más santo. Y si partimos de la realidad de la disforia y sus sufrimientos, de la base que puede tener, incluso natural, no se puede llamar malo aliviar o evitar nuestro sufrimiento como personas transexuales.

En todo caso, cuando existe una pulsión, es preciso encontrar la forma de expresarla, aunque sea simbólicamente. Desde Freud se sabe que las pulsiones humanas deben ser expresadas o más precisamente canalizadas. El hombre es un ser de comunicación y por tanto de expresión. La represión (de la expresión) es causa de neurosis o agresividad o autoagresión o síntomas psicosomáticos graves, infartos, úlceras, depresiones, todas ellas formas de expresión simbólica e involuntaria.

Otra cosa es que la expresión no quiere decir manifestación incontrolada de lo que se siente. Quiere decir comunicación canalizada, no torrencial. El fútbol es una forma controlada de expresión de pulsiones combativas, de ira, de asociación y de enfrentamiento que, si carecieran de esa válvula de escape, serían mucho más peligrosas.

En la experiencia de la mayor parte de las personas transexuales está en una pulsión muy intensa, seguida por una represión, interior o exterior, el silencio obligado, que ha podido durar años y decenios. La dureza extrema de esta situación necesita una expresión y esta debe ser canalizada racionalmente.

Sin embargo, la represión ha sido la única norma vigente en Europa, durante siglos y milenios, desde la implantación de un cristianismo poco cristiano.

A lo largo de ese tiempo inmenso, en determinadas culturas, cuántas han sido las personas directamente quemadas o matadas de otras formas por los organismos oficiales represivos o por los particulares que se arrogan la representación de la moral o de la masculinidad y la feminidad. Cuántas han sido y son obligadas al silencio completo durante su niñez, su adolescencia, su juventud, su madurez y su vejez, o a los travestimientos solitarios y desesperados. Cuántas, por muchas circunstancias y consideraciones, sufren todavía esta represión. Tenemos memoria viva de lo que es la falta de expresión, sus consecuencias –incluidas automutilaciones y suicidios, como el de una querida amiga en 1993- y podemos lamentar que ésta haya sido la suerte de tantas personas desconocidas a lo largo de los siglos.

Su alternativa para expresarse –y podían darse por afortunadas quienes podían o se atrevían a ella- era entrar en la marginalidad total. Todavía en nuestros días, Sylvia Rivera, más joven que yo, la conoció por ejemplo cuando tuvo que dormir en las calles de Nueva York para poder expresar su transexualidad (lo que le dio fuerzas morales para iniciar Stonewall) Es imposible recordar a los miles y miles de personas, antes y ahora, que han tenido que entrar en la marginalidad más completa para vivir como transexuales, muchas de ellas amigas cuyas caras veo en mi memoria o todavía la viven como su presente. Marginalidad en la que se han encontrado las drogas o las enfermedades, las detenciones arbitrarias, el menosprecio de los satisfechos, lo mismo que hasta hace poco, en nuestra misma generación, se encontraban con la cárcel, y antes y ahora, en otras sociedades, con la pena de muerte.

No, no es ninguna trivialidad la represión de la transexualidad, y se puede considerar heroica la decisión de muchas transexuales de expresar sus sentimientos a cualquier costa, especialmente hoy día en el caso de las travestis de América Latina, que afrontan la durísima vida en aquellas calles, el miedo constante a la muerte y una esperanza de vida media de treinta años, que debiera indignar y llamar a la acción a todas las organizaciones humanitarias; y no es el caso.

La expresión es tan necesaria, cualquier avance, por pequeño que fuere, es tan ansiado, la represión es tan grave, que ante ella palidece cualquier crítica por los defectos de la expresión integrada. Que todas y todos hagan lo que puedan y lo que les dejen. Pero sencillamente, que extraigan de estas reflexiones la conclusión de que el Código de Género binario puede ser temido, pero no debe ser respetado. No debe obligarnos por dentro como nos obliga por fuerza. Sólo esta convicción, abre muchas posibidades.

En este punto, tenemos que recordar por su inesperada actualidad, la aceptación de las conductas variantes de género por todas las culturas indígenas de América durante milenios. Tanto las personas XX masculinizantes como las personas XY feminizantes encontraron legítimo expresarse como tales y vivir respetadamente en su pueblo, y las modalidades fueron distintas en cada cual. Podía pensarse que esta tradición había muerto, y no de muerte natural, sino por la agresión binarista de los conquistadores, pero al llegar el siglo XXI, la confluencia del liberacionismo occidental con el no binarismo indígena, está llevando a importantes innovaciones políticas por ejemplo en Ecuador.



LAS FORMAS DE EXPRESIÓN


GUIÓN. El ansis de expresión. El binarismo como represión. El no-binarismo es creativismo. Los conjuntos difusos de género como base de distintas expresiones. La primera transexualidad fue binarista: distinción entre TV, TG, TS. La transexualidad no binarista: los estilos de expresión. Expresión profunda, más allá de los estilos. Formas de expresión conductuales, cosméticas, indumentarias, ornamentales, endocrinológicas y quirúrgicas.


Siempre hemos ansiado expresarnos. Cuanto más fuerte ha sido la represión, más fuerte ha sido el ansia de expresión, aunque haya tenido que ser callada.

El binarismo mismo ha sido una forma de represión, previa, situada en las mentes. No olvidemos que ha existido y todavía existe configurando nuestro Código de Género. Pretendía que la realidad era así y que era obligatorio respetarla, so pena de castigo social que podía llegar hasta la muerte.

En la medida en que nos lo hemos creído, nos hemos reprimido a nosotros mismos con sentimientos de culpa, porque nuestras ansias no se ajustaban al esquema “dos sexos, dos géneros, dos orientaciones”, según el cual nada existía fuera de él, y si existía, no tenía derecho a existir.

Apuntaré aquí, para que se entienda lo que sigue, que lo contrario del binarismo no es el no-binarismo. Al pensarlo, nos damos cuenta de que ésta es sólo una expresión negativa, una forma lógica pero vacía, que indica que hay algo, pero no lo especifica.

¿Qué hay en el no-binarismo? Está la intersexualidad, por supuesto, pero la intersexualidad sola no es suficiente, porque como veremos, muchas conductas binaristas no son intersexuales o no quieren ser intersexuales.

Nos acercamos más a la respuesta cuando nos damos cuenta de que el binarismo supone la sumisión de la conducta humana a un esquema binario de la naturaleza sexual –y el ser humano debe someterse sólo a la razón, no a ningún hecho natural.

Si fundamentáramos el no-binarismo en otro hecho natural, por ejemplo la misma intersexualidad, estaríamos sometiendo nuestra conducta a otro esquema de la naturaleza, fuera ternario, cuaternario, secuencial u otro.

Entonces, lo verdaderamente contrario del binarismo sexual es el creativismo, la afirmación del derecho a crear formas de expresión de género que sean creativas, libres, personales, variadas, la insumisión del sujeto a formas de expresión sexual prefijadas.

Puede elegir las formas más acostumbradas, éstas pueden ser las mayoritarias, pero ya no como únicas, sino como unas entre otras muchas, aunque éstas sean minoritarias, e incluso personales.

Quien se sienta muy viril puede elegir formas de género muy viriles; quien se sienta muy femenina, puede elegir otras muy femeninas, y quien no se reconozca en las formas muy definidas, o ni en unas ni otras, podrá elegir sus propias formas de género personales.

Como ya observó Judith Butler (con quien no suelo estar de acuerdo), no es cuestión de definir cuántos géneros hay, si tres, o cinco (se han dado estas cifras), porque son innumerables, en el fondo, tantos como personas.

Siguen una estructura de conjuntos difusos, cada uno con sus reglas de conjunto, pero reglas amplias, definidas según un “más o menos” y no según un “sí o no” binario. Puede aventurarse que estos conjuntos están estadísticamente polarizados en ciertas reglas de adscripción, que hacen que en algunos entren millones y en otros sólo miles y que algunos sean hasta individuales, por lo que quizá no haya dos polos, sino más de dos, pero con reglas más o menos fluctuantes.

Sabemos, en efecto, que las reglas del conjunto Mujer han fluctuado y se han abierto inmensamente desde el principio de la Revolución Industrial y que práctica de género de las personas identificadas hoy como mujeres se parece poco a la del siglo XIX. Sin embargo, la práctica de género de las personas identificadas como Varones está mucho más bloqueada, por su unión histórica con la voluntad de poder. Pero el ejemplo de fluctuación en el conjunto Mujer hace previsible que esta práctica se desbloquee y que otras aparezcan-

Comprendemos así que la transexualidad, tal como se ha vivido hasta ahora, se ha expresado de forma binarista (“si no soy hombre, seré mujer”, o al contrario), es decir, convencional, sumisa, impersonal, no creativa. Ahora es posible expresarla de forma creativa.



Para llegar a ella, es preciso empezar por revisar conceptos que tenemos tan asentados que ya los damos por verdaderos. En la transexualidad feminizante, la Transexología clásica, iniciada por Harry Benjamin en los años cincuentas, ha distinguido hasta ahora tres clases a las que ha llamado transvestismo, transgenerismo y transexualismo (TV, TG, TS)

El criterio para definirlas ha sido la menor o mayor permanencia de los cambios y la menor o mayor profundidad de las transformaciones.

Así, el transvestismo consistiría en vestir de mujer ocasionalmente y usando medios cosméticos (maquillaje, pelucas)

El transgenerismo, en cambiar de género permanentemente, usando medios cosméticos o bien hormonación o bien cirugías plásticas (de configuración de mamas, de feminización facial, etc)

El transexualismo consistiría en cambiar de género y de sexo, usando los medios anteriores y la cirugía de reasignación de sexo.

Por tanto, se clasificaría a las personas que transitan en el sistema sexogénero en transvestistas, transgéneros y transexuales. Este sistema supone además causas distintas y separadas de cada clase, como la parafilia, o la disforia, o la intersexualidad cerebral, por lo que tiene además una desagradable consecuencia al jerarquizar a nuestra población de menos a más, en menos femeninas o más femeninas, En la práctica, la jerarquización empezaria por los designados como travestistas fetichistas, considerados varones heterosexuales digamos en un 95% y llegaría a su cumbre en las transexuales desde la niñez, amantes de los hombres y hermosas.

Sin embargo, la práctica muestra que esta clasificación no es real; ha estado en la mente pero no en la realidad. Es un sistema de tres armarios, en el que se quiere meter todas las variaciones existentes, desconociendo que son inclasificables al menos dentro de esas solas tres categorias.

¿Cómo clasificaríamos por ejemplo a una persona que ha deseado cambiar de sexo, pero por razones familiares se contenta con actuar cada día en un espectáculo, lavándose la cara al terminar y yéndose a casa en camisa y pantalón?

¿Y a las personas que siguen una cirugía de reasignación de sexo a la vez que son parafílicas o fetichistas?

¿Y a quienes practican una orquidectomía o amputaciónn de los testículos?

¿Y a las personas que se reasignan de sexo pero no cambian de género, porque no lo desean o porque su medio social se lo impide?

¿Y a quienes ansían una emasculación o eliminación total de los genitales masculinos, pero no desean una vaginoplastia?

¿Y a quien se considera transvestista pero evoluciona hacia transexual, o quien se considera transexual pero evoluciona hacia transgénero?

¿Y a quien sigue una o varias de estas experiencias TV, TG o TS, y al cabo de algún tiempo, por evolución personal renuncia a ellas?

¿Y a las drags, que siguen una estética feminizante, pero muy libre, en la que se puede decir que no visten como mujeres, sino como drags?

El problema se resuelve si no consideramos las tres categorías como formas de ser de las personas trans, sino como formas de expresión, añadiéndoles otras nuevas, como la transgresión de género, y todas las que descubriéramos en la inmensa variabilidad de la realidad.

Las más frecuentes formas de expresión del hecho trans serían entonces la transvestista, la transgénero, la transexual, pero también la transgresora de género, siguiendo los estilos drag o fuckgender, la intergénero, que no sería tan rompedora y etcétera. Hablamos de estilos, como en todas las formas de expresión.

Al hablar de estilo, hablamos de arte. En la historia ha habido estilos arcaicos, clásicos, barrocos, románticos, impresionistas, expresionistas, funcionales, vanguardistas y habrá otros. Las actuales tribus urbanas juveniles han practicado los estilos rockero, pop, punky, pijo, gótico, etcétera. Todas son formas de expresión en las que algunas personas se reconocen y otras no. En la práctica trans, el estilo transvestista, el transgénero y el transexual serían más clásicos, respetando más las convenciones del Código de Género binarista: transformar la apariencia, el cuerpo o los genitales lo más parecidamente posible a los femeninos. Los otros estilos lo romperían más o menos, desde la drag que se pone todas las noches supermaquillada y con hiperpeluconas, llevando un vestido de raso liso sobre su torso sin preocuparse de simular pechos hasta las todavía muy escasas manifestaciones en que un muchacho radical que se pone sobre sus músculos y su vello un vestido camisero expresando su desdén por el binarismo. El estilo intergénero, discreto, exploraría todas las posibilidades que pusieran en duda a quien lo viese si estaba ante una mujer o un hombre: pelo largo, ligero maquillaje, pendientes, ropa unisex, posturas ambiguas.

Pero como veremos en la práctica trans masculinizante, la expresión sobrepasa los estilos estéticos (o es estética en sí misma)

Recuerdo una fotografía de Leslie Ferinberg en la que aparecía con su físico de culturista, en una pose standard, en la que no se preocupaba de que el tanga mostrase un vientre liso, que contribuía sin embargo a la fuerza del conjunto. Conviene analizarla. Más allá de su belleza, en este caso situada en la estética de las revistas culturistas, lo que está diciendo es más simple y profundo: “Soy trans masculinizante y no me avergüenzo de ello”.

Entre ellos, muchas de sus expresiones pasan casi desapercibidas, entendidas como simple estética, por lo que paradójicamente pierden fuerza expresiva, dado el amplio margen que el Código de Género vigente concede a la expresión de género del conjunto Mujer. Autoriza al uso de pantalón y chaqueta definidamente masculinos, al cabello cortado a cepillo con toda naturalidad. Sin embargo, la norma del Código de Género incluye una cláusula, clave para esta tolerancia, que diría algo así: “siempre que quede claro que se trata de una mujer” (es decir, que por voz o presencia de mamas, la persona pueda ser clasificada binaristamente)

Conforme se acentúa la inclasificabilidad binaria, aumenta la intransigencia social. Una persona no clasificable como hombre o mujer despierta inquietud en nuestra cultura, que no tiene nombre para ella. Pongamos que sube al autobús una persona en chandal, de pelo muy corto, lampiña, sin pecho visible, de facciones suaves. Nos sentimos inquietos ante ella no por lo que es, sino porque carecemos en la práctica del concepto “intersexual” para comprenderla y quedarnos tranquilos.

Sólo a partir de esa inclasificabilidad binarista podemos hablar de manifestaciones trans masculinizantes. Puede ser transvestista (un simple juego con el fondo de armario), transgenérica, si es permanente, incluyendo por ejemplo un nombre ambiguo o masculino.

Cuando se usan formas de expresión más radicales, llegamos a la transexualidad. En la masculinizante, es posible a veces usar los recursos conductuales e indumentarios para expresar esa radicalidad. Otras veces se recurre a la hormonación para producir efectos más inequívocos (barba, musculación, vello, cambio de la voz) y las posibles cirugías tienen un estatuto distinto de las feminizantes. La más valorada es la mastectomía o eliminación de las mamas, la histerectomía o vaciado es médicamente aconsejable y la faloplastia admite una discusión que espero explicar más adelante.

En general, todas estas formas de expresión masculinizantes llevan a una clasificación binarista como varón. No se duda de lo que sea la persona que sube al autobús con barba y quizá algo calva. El deseo de pasar desapercibido es tan fuerte, como que el trans masculinizante suele aspirar a ser “un hombre gris”, un hombre como cualquier otro.

Las dificultades sociales que encontraría en otro caso aconsejan respetar este deseo por lo que se refiere a lo público. Sin embargo, por lo que se refiere a la vida privada, como ya he explicado antes, es aconsejable e incluso necesaria la sinceridad respecto a la propia historia.

Voy ahora a considerar cada una de estas formas de expresión, o significantes, que se ajustan a las necesidades o posibilidades del medio social de cada cual, a su carácter y a sus pulsiones, y que pueden variar con el tiempo, según todos estos factores cambien. Pero no voy a clasificarlas según las categorías identitarias del transvestismo, el transgenerismo y el transexualismo, sino según las formas de expresión puestas en juego, y abiertas al libre uso de cada cual. Distinguiré por tanto entre formas de expresión conductuales, cosméticas, indumentarias, ornamentales, endocrinológicas y quirúrgicas, preguntándome lingüisticamente cuál es el significado de tales significantes.


FORMAS DE EXPRESIÓN CONDUCTUALES



GUIÓN. Una sociedad desnuda y no diferenciada económicamente. Las diferencias sexuales, las corporales y las espirituales. Señales conductuales y cosméticas. La expresión conductual en nuestra sociedad: la pluma feminizante o masculinizante y su defensa. Pluma inconsciente y pluma consciente. El abandono contemporáneo de la pluma consciente, salvo para el ligue. La continuidad de la pluma inconsciente.



Surgido de la animalidad, el ser humano ha vivido protegido sólo por su piel casi toda su existencia como especie, comose comprueba hoy en la Antropología. Han sido claramente visibles sus diferencias como varones, como mujeres y algunas de las que nos hacen intersexos.

Ha sido perceptible la penetración y la preñez-parto-lactancia. Seguramente se ha observado igualmente que algunos varones se negaban a la penetración activa o preferían la pasiva. También se podría observar que algunas mujeres se negaban o eran reacias a ser penetradas o preferían jugar sexualmente con otras mujeres.

Quien tuviera esas preferencias, emplearía señales para asumirse como diferente a la mayoría e incluso para expresar su deseo.

De hecho, la economía diferencial del deseo y de la reproducción, la de las variedades corporales y la de la visión extrasensorial eran las únicas causas de diferencias en unas pequeñísimas sociedades que durante cientos de milenios tuvieron una infraestructura económica no-diferenciada.

La presencia tangible de hombres, mujeres e intersexos, la de preferencias hetero-, homo- y bisexuales, la de albinos –no asimilada todavía en África-, Down y otras realidades genéticas y la de personas con dones para ver más allá de la vista, para sanar, para entrar en trance, eran de lo poco que podía diferenciar socialmente.

Porque en lo propiamente económico, la recogida de vegetales y la captura de pequeños animales, y entre ellos insectos, mamíferos, batracios, reptiles, o peces, o el hallazgo de carroña, podían ser hecha por todos por igual (excepto por los niños de pecho) y por tanto producía superestructuras no-diferenciadas: ni división sexual del trabajo, ni jerarquización, ni separación de clases.

En esas condiciones, las diferencias del deseo generarían diferentes señales, como en el cortejo animal. Unas serían conductuales, relativas a las maneras de actuar y de moverse, y otras cosméticas, porque donde abundaran por ejemplo los pigmentos, podrían dar lugar a formas de adorno diferenciadas.

No se puede descartar que personas con fenotipo masculino o femenino expresaran sus diferencias respecto al deseo mostrando conductas de expresión del deseo parecidas a las del otro sexo e incluso pintándose como él. Y esto en unas condiciones de vida en que los genitales eran siempre visibles y contradictorios. Y sin embargo, la pujanza del deseo superaba a la propia corporalidad.

En esas pequeñísimas sociedades, de niveles familiares, las actitudes ante estas diferenciaciones dependerían de los temperamentos personales. En unas se pueden recibir con comprensión, en otras con humor, en otras con agresividad.

Pero las respuestas también pueden ser respondidas. Es un hecho antropológico que las diferencias en la economía del deseo suelen relacionarse con la otra gran fuente de diferenciación, la economía de la visión. En pueblos primitivos, los chamanes suelen ser personas feminizantes (¿o las personas feminizantes suelen ser chamanes?) Es frecuente que su singularidad les lleve a la soledad, donde encuentran la introspección y con ella la valoración de los sueños y las alucinaciones. Y la de dones poco habituales, como la capacidad de sanar o dañar. La condición visionaria genera respeto e incluso miedo,

He usado la sociedad recolectora como referencia externa máximamente diferente de nuestra actual sociedad informática, para mostrar que las intersexualidades y las homosexualidades han podido tener desde siempre sus propias formas de expresión o verse reprimidas desde siempre, así como para hacer ver que esas primeras formas de expresión han sido conductuales o cosméticas.

Saltando por encima de otras formas antiguas, como la sociedad cazadora organizada de grandes animales, en la que eclosiona la división sexual del trabajo, y con ella una diferenciaciónn fuerte de los roles masculino y femenino, me parece más conveniente en un Manual llegar ahora a las formas de expresión conductuales en nuestra sociedad contemporánea, cuya infraestructura es informática, y en la que coexisten con otra multitud de formas posibles de la identidad sexogenérica.

Las formas de expresión conductuales se llaman en nuestra sociedad pluma y, como es natural, quiero defenderlas con energía. Esta defensa es necesaria, por cuanto la pluma es la fuente de todos los ataques transhomófobos a las personas más o menos feminizantes. A algunos gays les horroriza tenerla, porque puede conducir al ostracismo en su propio ambiente, por razones eróticas o temores sociales (“Plumas, abstenerse”)

Empezaré por definirla, aunque todos lo sabemos de manera intuitiva: la pluma es una expresión de tendencias feminizantes en personas XY o masculinizantes en personas XX.

A veces es tan sutil, que es inconsciente e imprecisable. La persona es vagamente femenina o masculina y resulta difícil concretar por qué. Otras veces consiste en una exageración consciente y voluntaria de las maneras de hablar y de expresión corporal que se asocian con el otro sexo, que permita fácilmente reconocer la identidad propia y hasta estimular el deseo ajeno.

Puede imaginarse, en los pueblos primitivos a que me he referido, personas sin otro recurso de expresión que la pluma, inconsciente y consciente. Es fácil imaginar a hombres desnudos, incluso con grandes barbas en los pueblos no lampiños, o con visibles calvas androgénicas, manifestándose mediante esa pluma, porque justo así son algunos gays en estos tiempos, incluso activos: barbudos, calvos y dotados de esa pluma inconsciente e indefinible: una forma de mirar, un deje al hablar, una preferencias vitales, sexuales y estéticas, no compartidas por los otros hombres pero sí por las mujeres.

También es fácil imaginar a mujeres de aquellas sociedades, igualmente desnudas, quizá igualmente hasta con grandes pechos, mostrando sin embargo tenazmente y contra toda evidencia visible su pluma masculina en la forma de mirar con decisión, de hablar con energía, de sentarse como casualmente y sólo por un momento, bien espatarradas, en sus preferencias vitales y estéticas, en su negativa decidida a ser penetradas.

La pluma inconsciente parece deberse a la impregnación formativa o ser pulsional.
Puede expresar tanto imitaciones de personas del otro sexo que han sido profundamente admiradas, como la madre, las tías o una hermana mayor, como diferencias en la sexualidad y en el temperamento derivadas de la mayor o menor presencia de andrógenos en el metabolismo personal: es decir, actividad frente a pasividad y penetratividad frente a receptividad, lo que se traduce en lenguaje corporal en actitudes más acometedoras o más prudentes, más expansivas o más resguardadas, más enérgicas o más dulces, más objetivas o más subjetivas.

Todo esto se puede expresar con la manera de mirar, con la postura de los brazos, los movimientos de las manos, delicados o decididos, con la posición de las piernas y las maneras de andar.

La pluma consciente puede asumir esas tendencias y afinar su expresión al usar una multitud de recursos expresivos, lo que hace de ella un verdadero lenguaje, y hasta un arte performativo, según la claridad y belleza de los mensajes que consiga.

Que es un lenguaje, se afirma también por un hecho paradójico: puede callarse. La pluma consciente puede expresarse o suprimirse según las circunstancias, conscientemente. Es verdad que un pájaro puede cantar o callar según se sienta seguro o no, pero lo hace pulsionalmente.

Aunque la base sea biológica, para confirmar su carácter de lenguaje, culturalmente determinado, convencional, será suficiente con hacer ver que en una sociedad muy sexista, como era la andaluza, las mujeres mostraban hasta los años cincuenta del siglo XX una especie de pluma muy intensa (definible como estímulo del deseo) que luego ha desaparecido en las generaciones siguientes. Era muy sugerente la intensa feminización de la expresión corporal. Las muchachas hablaban marcando las eses intervocálicas de una manera muy alargada, que ningún varón se atrevería a usar (salvo los feminizantes), con muchos suspiros y muchos ay, los gestos de sus manos se hacían dejando laxa la muñeca y juntando el codo al cuerpo, apoyaban frecuentemente la cara en las manos o los dedos, y andaban con pasos ligeros y pequeños y contoneando las caderas.

Ese lenguaje estaba tan generalizado, que sus formas parecían naturales, una forma de expresión femenina predeterminada, biológica no sólo en su origen mediato, sino incluso en esas formas particulares. Se podía atribuir que las nórdicas europeas no lo usaran a uma menor feminidad. Sin embargo, medio siglo después no quedan entre las mismas mujeres españolas ni rastro de aquel lenguaje.

Las personas XY feminizantes lo copiaban fielmente, y éste es el origen de la pluma en sentido estricto. La revista “Página Abierta” publicó hace tiempo una fotografía de homosexuales detenidos en una redada en México hacia 1940, en la que sorprende que todos muestran mucha pluma, visible a simple vista. Hoy día, la estadística mostraría que quienes tuviesen una pluma tan visible serían una pequeña minoría.

Pero entonces la pluma extrema era la única forma de expresión relativamente viable tanto de las identidades feminizantes como del deseo andrófilo. Si no era posible el arreglo con ropas de mujer, sin correr un riesgo de cárcel y golpes mucho más inmediato, se podía por lo menos feminizar la palabra y la expresión corporal. Para buscar compañeros, era una señal inequívoca.

Era cierto que podía llevar inmediatamente al estigma; pero también era cierto que se podía administrar como cualquier otro lenguaje, usándolo o callándolo según qué medios.

¿Sobrevive en la práctica en nuestra sociedad el uso del lenguaje de la pluma consciente, extremada?

No, por lo menos con un código lingüístico tan rico y matizado como el que he descrito. Entre los gays, se usa con rasgos teatrales en los ambientes festivos, incluso empleando sistemáticamente el género femenino, pero es para reír. La sobreactuación culmina cuando se usa el femenino para designar a cualquier varón, preferiblemente cuanto más respetable sea.

Paradójicamente, es más visible hoy entre personas XX masculinizantes, aunque debe sobresalir, para ser efectiva como señal, por una acumulación de efectos, que uno por uno son admitidos por el actual Código de Género, sin llegar a denotar: “soy masculino”.

Está claro que se pueden llevar camisas rudas, pantalones, el cabello corto o rapado, sin dejar de parecer mujer. Es cuando se une todo ello y se suma a actitudes conductuales hipermasculinas, explícitamente llamadas de camionero, cuando las señales comienzan a funcionar como tales significantes.


Pero subsiste la pluma pulsional, muchas veces sutil e inconsciente, en la que he visto un origen en las diferencias androgénicas.

Al ser tan sutil, pierde mucha fuerza su capacidad como señal, aunque a veces también la acumulación de señales la hace perceptible. Pero encuentra su estímulo en la sexualidad.

No es lo mismo la jornada laboral, en la que la pluma es innecesaria, que los tiempos de discoteca, en los que se va a ligar.

Los chándales unisex se convierten en ropas ajustadas, masculinas o femeninas, y escasas, minifaldas o camisetas. Conductualmente, reaparece el contoneo femenino de las caderas y el masculino de andar moviendo los hombros. Las señales de deseo se multiplican. La seducción en la mirada o la insolencia.

También entre quienes rompemos más cualquier esquema binario. También puede multiplicarse nuestra pluma y también puede llegar a formas específicas, no binarias. Un gay puede combinar su estética feminizante con una acometividad sexual masculina y hallar en esa fórmula su fuerza erótica personal. Una trans puede encontrar sus propias fórmulas, que no describo para que cada cual las halle.

.

FORMAS DE EXPRESIÓN COSMÉTICAS Y ORNAMENTALES


GUIÓN. Las pinturas y adornos en el Código de Género. Su variabidad. Su uso como significante de género. Su uso como significante contradictorio. Opción radical y opción integrada. Posibilidades. Necesidades. Realismo. Adaptaciones. Opciones morales: lo radical es lo moral, aunque haya que transigir.


Cada Código de Género, si es binarista como lo son casi todos, formula reglas sobre las pinturas que pueden usar o no las personas clasificadas como mujeres y hombres, así como sobre los adornos respectivos.

Repasaremos primero la Historia y veremos que estas normas admiten cierta variación.

En nuestras sociedades sabemos perfectamente (porque está en nuestro Código de Género) que las personas definidas como mujeres pueden usar pintura de labios, maquillaje y sombra o rímel de ojos. Pueden también admitirse los adornos con alheña en la cara o en las manos.

En el siglo XVIII, las damas de la Corte añadían a su arreglo los lunares postizos y los varones de la Corte podían empolvarse y pintarse. Pero la norma más reciente para las personas asignadas como varones era hasta hace poco un no rotundo a todo ello. Recientemente se ha atenuado con un relativo permiso, ¡siempre que no sea muy visible!

Los tintes del cabello están fuera del Código de Género; pueden teñirse por igual hombres y mujeres, es decir, no constituyen significantes del género.

También los y las jóvenes góticos pueden usar maquillaje blanco en la cara y pintarse muy rojos los labios y muy negro el contorno de los ojos, pero es una moda muy minoritaria, muy juvenil y pasajera y, como vemos, no tiene significado de género.

En cuanto a adornos, las diferencias de género más notables eran las relacionadas con el arreglo del cabello. También en el siglo XVIII varones y mujeres usaban pelucas, pero había pelucas de varón y pelucas de mujer.

Luego, quedó sólo la manera de cortárselo y de peinarlo. Se llegó a un extremo cuando, en el siglo XX, el Código de Género prescribía que los varones debían llevar el cabello corto y las mujeres largo (excepto en la moda “à la garçonne” de los años veinte) En el siglo XXI, de nuevo esta norma se ha retirado y mujeres y hombres pueden llevar el cabello corto o largo.

En cuanto a las joyas, baste con recordar que hasta hace poco las normas del Código de Género eran permisivas con el uso común de sortijas, pulseras y cadenas (aunque había alhajas de mujer y alhajas de hombre), pero curiosamente intransigentes con los pendientes. Recientemente los hombres empezaron, como sabemos, a usar un pendiente (de forma sobria, un botón, un brillante o un arete), y ahora empiezan a usar dos, por lo que es previsible que salgan del Código de Género.

El piercing, como los tatuajes, están ya fuera en general del Código de Género, por lo que tampoco pueden ser usados como significantes.

Lo que hemos recordado quiere responder a esta pregunta: ¿qué pinturas o adornos puedo usar como significante de género para expresar que soy transexual o intergénero?

La respuesta la sabemos todos: si soy transexual feminizante me pintaré como una mujer. Si soy transexual masculinizante, me lavaré la cara.

¿Pero se pueden lanzar mensajes contradictorios, por ejemplo ir sólo arreglada, pintada, con pendientes, con el pelo largo, y a la vez con ropa unisex o inequívoca de varón?

Esto es justamente lo que hicieron, durante los siglos de la Gran Represión, los mariquitas andaluces. Encontraron un espacio de tolerancia, que les permitía expresarse hasta cierto punto, haciendo justamente eso, y sólo eso, y pagándolo al precio de la gracia, de ser graciosos y mirados por eso con condescendencia, de gozar así de la amarga libertad del bufón de la Corte: ”¡Qué gracia tiene!”

(Compatible a veces con una desesperación heroica, como la de la Paca, del Puerto de Santa María, que en plena Dictadura paró una procesión gritando “¡Muera Franco!” y que estuvo tantas veces en la cárcel)

Pero si no se tiene esa gracia, no se puede elegir esa posibilidad y seguir una vida corriente. Mencionaré un error en el que caí personalmente. Queriendo graduar mi transición, habituar poco a poco a los otros a que me vieran así, hice eso y conseguí sólo oir que un niño gritaba: “¡Papá, mira un hombre con pendientes!”

De nuevo volvemos a la opción entre vida radical y vida integrada, vida desobediente al Código de Género y vida obediente, salvo en lo principal, el cambio de género o de sexo.

Si hemos optado por una vida radical o marginal, todo es posible. Esa forma de expresión, digamos la de una albañil desafiante, que va maquillada al trabajo, afrontando lo que haya que afrontar, o la contraria, la de aquella persona que vi en Londres, ¡en 1972!, vestida de zíngara, falda larga violeta, chalequillo y camisa de colores, y barba de cuatro días, fuckgender pura.

Sin embargo hay que tener audacia y disponer de los medios de vida que permitan esa existencia radical, sean un oficio o una fortuna. Miguel de Molina, Ocaña, Rappel, Shangay Lily, Falete en España o Michael Jackson en Estados Unidos pueden o pudieron permitirse jugar con el género libremente. Pero la mayoría no hemos podido, materialmente.

La integración queda muchas veces como nuestra única opción realista, y significa acomodarse al Código de Género en lo posible para salvaguardar nuestra decisión de desobedecerlo en lo principal, que fue no reconocer el binarismo que nos obligaba a vivir como hombres o mujeres sin quererlo.

Hay algo de acomodaticio, de provisional, en esta prudencia, desde luego. Significa caer de nuevo en el binarismo, aunque en la otra posición.

El premio es la aceptación por parte de la sociedad binarista, que ahora sólo desea ver coherencia en el reconocimiento de su entendimiento del Código de Género. Puede ser que yo sea muy alta, que mi voz suene muy grave, que mis facciones sean muy duras, pero si me arreglo y me visto enteramente como se supone que debe arreglarse y vestir una mujer, mejor desde luego con falda, seré aceptada hasta cierto punto porque demuestro mi sumisión a las reglas que sigue la mayoría.

Seré suficientemente aceptada, por lo menos. Continuaré en según qué trabajo. Seré vista como una persona más o menos excéntrica, pero seré tenida en cuenta. Mi opinión pesará. Tendré oportunidades de ser apreciada por mi trabajo, de integrarme por tanto laboral, social y quizá familiarmente.

Como se habrá visto, tendré que demostrar para eso coherencia con la aceptación del Código de Género, no sólo en el arreglo, sino en la ropa, porque esa coherencia es tranquilizadora para los temperamentos conservadores.

Si se pretende una integración en el estado social actual, no se pueden usar sólo las formas de expresión cosméticas y ornamentales, es preciso unirlas con las indumentarias.

Deberé emplear maneras discretas. Quizá usar maquillaje en barra, una crema fuerte, para disimular los brotes de la barba, si los tengo. Elegir pinturas de labios y sombras de ojos que entren dentro de la gama normalmente aceptada. Puede ser que unos colores intensificados, como los que usan las drags tengan mayor fuerza estética, como la tienen, pero o acepto ser provocativa, vivir provocativamente, o en los medios conservadores no tendré sitio, porque si me paro a hablar con cualquiera de sus integrantes, inmediatamente notaré que mira a izquierda y derecha.

También es verdad que mi estilo provocativo puede tomar muchas formas, y algunas precisamente con “la cara lavá” y hasta dejando ver los puntos negros de la barba o las formas del pecho.

Se trata de una opción moral entre lo provocativo y lo integrado, en la que lo moral está en lo más radical, aunque a la vez haya que ser realista. Es como la moral del preso, que tiene que someterse, pero no deja de pensar en escapar, hasta que a lo mejor al final lo consigue. Lo radical o provocativo tiene el valor de que nos convertimos en modelo vivo de la ruptura de las ligaduras materiales que nos agobian. Lo integrado, rompe lo imprescindible, pero muestra una sumisión en lo demás, para ganarse la benevolencia ajena.

En el primer caso, la transexualidad o el rompegénero tiene una función social al hacer ver liberación. En el segundo la tiene disminuida; parece que seguiría el lema “¿No veis que es posible ser transexual y vivir con normalidad?” Para muchas de nuestras angustiadas vidas, este lema, que corresponde a la realidad, tiene una fuerza de seducción irresistible. No negaré el derecho de muchas y muchos de mis compañeros a descansar un poco e incluso a sobrevivir, pero en cuanto se sintieran lo suficientemente fuertes, les animaría a provocar la novedad liberadora.