Me imagino que he nacido en la hoya de Benalúa, llano rodeado de crestas arcillosas y cielo azul.
Mi abuelo tuvo allí un cortijo de cuatro yuntas. La casa la había hecho su padre. Labraba un secano que siempre costaba lo mismo y producía lo mismo. Si él hubiera querido sacar más, hubiera tenido que quitarlo de los gañanes. Si ellos quisieran ganar más, tendrían que sacárselo al señorito.
Una manta en una cama: para taparme yo, tengo que destaparte a ti.
Un total estable, inmóvil durante siglos. Sólo la tierra y el trabajo producían.
Mi padre metió el riego y el cultivo de la remolacha, del que había oido hablar, que le costó bastante, pero se vendía fuera a buen precio. Sus ingresos crecieron y pudo pagar más a los nuevos gañanes, y luego al tractorista, mientras los gañanes encontraron trabajo como obreros en la Azucarera. Fue un salto, pero todos ganaron.
Información + innovación + inversión: espiral virtuosa de beneficios.
Me llegó el turno, y quise montar una fabriquita que tenía muy pensada y que me gustaba como empresa. Era una magnífica idea, pero mis ahorros me daban sólo para un tercio del capital necesario; busqué dos socios, nos repartimos el capital en A + B + C, y comenzamos a trabajar, con buenos resultados.
Capitalismo industrial.
Como pagaba altos beneficios a los dueños de B y C, se presentaron novios para sus acciones. Yo seguía trabajando, y no me preocupaba mucho, pero al margen de mí, los dueños se las vendieron por el doble, y los compradores a otros por el triple. Lo que yo les pagaba por el rendimiento, era una minucia. Las acciones casi valían por sí mismas, eran "objetos" que representaban expectativas, tenían un valor distinto y mucho más alto que su valor industrial.
Capitalismo financiero, burbujas especulativas.
Yo seguía trabajando, la fabriquita crecía, era una fabriquísima, habíamos creado tres subsidiarias, yo era ya riquísima, mi casa tenía escalinatas y lámparas de araña y, sin embargo, seguía ahorrando una parte aún mayor de mis ganancias, y todos seguían confiando en mí y en mis ideas. B y C se habían transformado en el alfabeto entero, porque cada vez que tenía que ampliar una nave o crear otra fábrica, todo el mundo quería pagar nuevas acciones. Muy bien hasta aquí.
Mi economía era real. Pero yo estaba en un mundo, y los dueños desconocidos de mis acciones, en otro. De hecho, las habían metido en un inmenso Casino donde se jugaban cantidades irreales. Todo eran apuestas, juego con el futuro. Incluso había apuestas sobre mi fábrica: había gente que apostaba a que me arruinaría.
La gente que apostaba contra mí jugaba cantidades mucho mayores que el valor de mi empresa. Lo que contaba no era mi empresa, sino la apuesta. Como si apostasen a que una hormiga va a correr más que otra: no hay valor real, pero hay una apuesta. Como los que apostaban contra mí eran más poderosos que los que apostaban por mí, compraron más políticos, y cerraron mi fábrica, ganando miles de millones.
Yo me quedé arruinada, y mis trabajadores, en paro.
Moraleja primera: el Casino tiene que estar prohibido.
Moraleja segunda: Alguien acabará por ponerle el cascabel al gato.
1 comentario:
Muy buenas las moralejas. Por desgracia, los empresarios no suelen ser tan honrados como tu abuelo, y prefieren optar, además, por aumentar su beneficio extrayéndolo del sueldo de los trabajadores.
Eso también debería estar prohibido, además del casino.
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