Kim Pérez
Yo no reconozco ninguna soberanía
sobre mi conciencia, ni siquiera la de Dios, que me ha hecho libre para elegir
el bien o el mal y atenerme a las consecuencias, y por eso tengo que decir que
estoy en contra del aborto.
Digo también que ésta debe ser
una posición moral y no legal, por lo que es imprescindible llamar a las
conciencias, las únicas que pueden proteger a los niños.
Es inútil moralmente el esfuerzo
legal. Supongamos que hubiera una legislación de cero abortos. Se vería sobre
todo en la prohibición de las clínicas abortistas, privadas o públicas. La ley
sería pura, y sus autores podrían decir que la responsabilidad sería de la
madre. Se pretendería que el bien y el mal quedaran separados, nítidos. Pero
esa separación neta no existiría en la conciencia de algunas mujeres, que
dirían tener serias razones para abortar y seguirían abortando, y en malas
condiciones.
Supongamos que haya, como hay,
leyes de plazos o de supuestos. En todas ellas, se daría permiso legal para
matar a ciertos niños. Por tanto, darían cobertura al intento de contentarse
moralmente, confundiendo legalidad y moralidad. El seudocontentamiento moral es
malo, pero no puede ser delito.
En cuanto se empieza a hacer
leyes de plazos o de supuestos, empiezan las discusiones. ¿Diez semanas más?
¿Diez semanas menos? ¿Éstos deben vivir? ¿Éstos pueden morir? En todos los
casos, a algunos podremos matarlos de acuerdo con la ley y aspiraremos a ser
indiferentes, a tranquilizarnos moralmente por lo que sólo será legal. Éste es
el seudocontentamiento del que hablo.
Por tanto, en estas cuestiones,
yo no mezclo lo moral con lo legal. Es mejor la protección moral del niño, para
que la mayoría de la sociedad comparta libremente su defensa activa y la de su
madre; y pido que haya mucha más protección moral, mucha más ayuda práctica de
la que hay, aunque ya hay alguna. Pero, en cuanto a lo legal, que haya libertad
total. Mientras el niño esté bajo la dependencia de su madre biológica,
mientras esté bajo su protección, guardado en su vientre, que ésta pueda
decidir legalmente. En general, aborto libre, pero malo.
Sé que los defensores del aborto
tienen razones para pensar que garantiza legalmente la libertad de la mujer. Es
verdad, pero como decía al principio, se trata de la libertad moral de elegir
entre el bien y el mal.
No se puede codificar el bien y
el mal, porque cada cual los lleva en su corazón. Se pueden codificar conductas
exteriores, no motivaciones interiores. Cuando se pretende que el aborto, en
general, sea bueno moralmente, tengo que decir que, hablando en general, se
puede hacer, pero legalmente.
No en general, sino en
particular, es posible que, a veces, algunas mujeres hagan bien abortando. Sólo
ellas sabrán por qué, sólo ellas tienen que saberlo. Yo u otras personas
distintas de ellas no podemos atrevernos a juzgarlas. Sólo ellas, como todas
las personas, tendrán que juzgarse. Y pueden absolverse.
Quiero añadir una experiencia
personal de mi vida en el vientre de mi madre, que dicho sea de paso, tuvo que
protegerme de los muchos abortos espontáneos que estaba padeciendo, mediante
una hormonación que salvó mi vida, haciéndome transexual. Es un recuerdo muy
intenso, una forma muy marcada, muy material, muy fijada, con gran definición,
ocupando todo mi pensamiento: un gran tubo sale de mi torso, ancho como su
mitad, amarillento, suavote (como el plástico), gira a la derecha, torna sobre
sí, se entrelaza, sale a la izquierda, otro giro hacia el centro. Esta
percepción se olvidó, pero la recordé en 1947, con 6 años, en medio de un
sarampión con 39º, en el que me habían puesto la bombilla del lavabo de mi
cuarto, cubierta con un trapo rojo, que atenuaba el resplandor. Debió de ser la
luz roja, semejante a la del sol cuando atraviesa las manos, quizá la pared del
vientre, la que despertase este recuerdo, latente hasta ese momento. Es el
primer recuerdo que tengo de mi vida, que empezó antes de mi nacimiento.
Lo recordé sin entenderlo. Muchos
años después, quizá con los cuarenta, entendí lo que significaba.
El parto fue largo, durando más
de veinticinco horas, desde antes de las 3 del 13 al 14 de marzo de 1941, a las
4.32 horas. Mi tendencia a la claustrofobia, a la necesidad de liberación,
puede derivar de él, habida cuenta de la intensa consciencia ya formada.
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