Esta noche del 25 de enero de
2014 he sentido de pronto que mi mano derecha tenía ansiedad por tocar un cuerpo
humano que casi nunca ha tocado.
Verdadera hambre y verdadero
vacío.
Casi imposible de reparar.
Acariciaba la sábana suave de
invierno recién comprada para el frío, con la sensación de que con 72 años ya
estoy casi al cabo de la calle; ya no es fácil que ningún cuerpo pueda
encontrarse palpado suavemente entre mis dedos.
Aunque sé que hay ancianos atractivos que guardan la juventud a flor de su piel arrugada.
Me había imaginado que mi mano
estaba sobre la mano de un hombre, grande y cuadrada. Y caliente. O que mi
antebrazo estaba junto al suyo, en el que crecía el vello. En el que me encanta
deslizar mis dedos, como entre la yerba.
La fantasía, por fortuna, me
permitía evadirme, y acariciar la sábana, que es como de felpa, intentando imaginarme una piel.
Y pensar en eso.
En cambio, es verdad que no estoy hecha para que me apetezca tocar
una mano de mujer, que me parece pequeña y fría. Es verdad que llega a darme
sacudidas eléctricas cualquier toque casual con ella, pero deben proceder de
otra parte del cerebro, no de la que está relacionada con un largo y gustoso
estar al lado.
Me doy cuenta de que mi tacto es
andrófilo, mientras mi vista, mi oído y mi olfato, son andrófobos. Mi gusto
también es andrófilo: me figuro con placer el sabor salado de su piel.
El tacto es un sentido en el que
al tocar, se es tocado. Emociona tanto como es emocionado. Requiere contacto
directo con el otro cuerpo. La palabra con-tacto es significativa. El gusto
también, aunque menos. La vista, el oído y el olfato son estimulados a
distancia. Posiblemente, se forman en distintos momentos de la gestación. El
tacto debe ser el primero, formado cuando mi cuerpo era femenino. La vista debe
ser el último, formado ya en relación con los centros andrófobos de un cerebro algo
masculinizado.
Supongo que, si no tuviera vista,
mi imagen de los hombres, sólo táctil, sería muy diferente: seres de una
blandura algo áspera, raspeada por el vello; cálidos; aromáticos;
repentinamente duros, y ardientes en sus músculos firmes.
La conciencia de este deseo del
tacto se venía preparando hace tiempo: cuando sentí que el punto máximo de la
necesidad y la privación está para mí entre el antebrazo y el brazo derecho;
hasta creer que si alguien me abraza con firmeza en ese punto, puedo tener
bastante; y desear mi paraíso, que es estar sentada junto a él, con su mano
apretándome en ese lugar.
La sensación de hambre de
contacto, de ansiedad, en ese punto, cuando, después de constatar la cercanía
entre dos muchachas lesbianas, veía la distancia entre un amigo gay y otro más querido,
provocada por el armario en que estaba el primero.
El placer repentino, disfrazado
por la alegría general, que me dio mantener entre mis brazos el gran gorila de
peluche de otro amigo, con su pelo negro, que tanto me gusta. Cómo me hubiera
gustado que me lo regalase, pero no me atreví a pedírselo. Tengo que ir a
buscarlo a una gran superficie. Tiene que ser un gorila, de cara suave y
sonriente y boca muy ancha, como un juguete. Tiene que ser grande y pesado, que se sienta su
volumen al abrazarlo. Tiene que ser peludo, de pelo corto y negro.
Es la cualidad de los muñecos que
han acompañado a quienes esperaban compañía. Los monitos de verdad, abandonados a un estado de soledad por
investigadores sin corazón, se han abrazado a sí mismos y se han acunado. Les
ponían a su lado una madre hecha de alambre y recubierta de una piel de pelo artificial,
y se pegaban a ella.
Es desolador pensar que los
peluches no son en realidad una masa de tela, relleno y fibras inertes; que si
se rompen, no queda nada de ellos; pero la fantasía humana y la de los monitos
les da una doble realidad en la que hay
vida.
Lo mismo que es también
encantador un beso en la boca, aunque sea un simple pico, un saludo, compartiendo
la humedad de los labios, y más si alrededor sientes lo pinchudo de una barba.
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