martes, enero 30, 2007

El recorrido de la verdad






En el curso de toda la introspección que estoy haciendo, no se me debe olvidar un hecho:

Que estoy a gusto en mi estado actual en lo corporal y lo social (mi cuerpo es genitalmente liso y llevo falda)

El argumento básico que he hallado para superar la transexualidad (no la disforia) es éste: Mi deseo básico es homoafectivo; si hubiese hallado a los diez años un amigo a quien admirar y que me quisiera, me hubiera identificado con él y la fobia genital no hubiera aparecido.

Hoy alego en contra: Mi homoafectividad es de género. Pero siempre hubiera aparecido una pasividad o dependencia sutil que se hubiese convertido en disforia (Por ejemplo: nunca he querido imaginarme de rey, sino de príncipe… valorado y querido; guardiamarina, juvenil; grumete, protegido)

Fundo moralmente este proceso de introspección sólo en la necesidad de Dios, que es la necesidad de verdad racional. No llego a fundarlo en la renuncia a mí mismo, el camino cristiano, porque es un camino de perfección que no tienen que seguir todos.

Ahora bien, todos necesitamos el camino de la verdad y al escribir estas líneas lo estoy siguiendo; sólo me apartaría de él si escogiera permanecer en la mentira.

Una reflexión final por ahora: mi bienestar con mi actual estado corporal y social es seguro; la suposición de que tener un amigo que me quisiera hubiera impedido la disforia, es hipotética.

Entre lo seguro y lo hipotético, los humanos debemos moralmente valorar lo seguro.

viernes, enero 26, 2007

El principio es la disforia





El principio es la disforia. Punto.

A partir de ella, se pueden construir distintas formas.

Una. La represión. No sirve. Es contraproducente, porque exaspera el deseo y favorece los estallidos incontrolados y repetidos.

Dos. La expresión transexual (pase lo más pleno posible del sexo A al sexo B) Parte del sentimiento disfórico, traduciéndolo como “yo no quiero ser varón”, y elabora un correlato aparentemente lógico que es “yo quiero ser mujer” ( O de “yo no soy varón” se pasa a “yo soy mujer”)

Como la disforia empuja, la voluntad de cambio se expresa en el deseo de pulir y esculpir el propio cuerpo con arrerglo al modelo pretendido, mediante el maquillaje, la hormonación y finalmente la operación.

Pero si el planteamiento del problema ha sido erróneo por no estar debidamente matizado, sino ser demasiado terminante (“yo no soy; yo soy”; “yo no quiero; yo quiero”), la solución también será errónea y se manifestará en que la mujer que aparece por fuera no se la ve por dentro, o sea, que se ve que los recuerdos, sentimientos, proyectos que siguen existiendo no corresponden a los de una mujer.

Tres. Elaboración de una expresión disfórica. En esta forma de salida, no se pretende llegar a ser mujer del todo, ni negar que se es fundamentalmente varón, sino sólo expresar el profundo disgusto o desajuste personal con los esquemas del género masculino.

Entonces, la persona disfórica, consciente del grado de su disforia, puede llegar a expresiones también graduadas.

Una de ellas, la más elemental, puede ser la de un afeminamiento, también en más o menos.

La más profunda será requerir la operación quirúrgica. Según mi experiencia, esto puede corresponder a un desajuste precisamente genital, motivado por faltar los factores mentales de la plena funcionalidad genital.

Tal desajuste es compatible con una identidad masculina en lo no genital y parece corresponder a cierto grado de intersexualidad mental.

En todos los grados de la expresión disfórica, la persona disfórica no pretende ser una mujer del todo y puede aceptar ser un varón disfórico. Este punto de partida le permitirá graduar su expresión pragmáticamente, sin verse en la obligación de un todo o nada.

Pero hay una salida que puede ir más lejos y es la

Cuatro. Si la disforia de una persona determinada no es la consecuencia de una inadecuación mente-genitales, sino sólo de un trauma social, no se debe seguir en el sentido de la disforia, sino en el de la solución del trauma.

Si la causa del trauma social (son muchos “sis”, pero es preciso tenerlos en cuenta) es la falta de homoafectividad, cualquier solución que vaya en el sentido de negar esa necesidad de homoafectividad, será extraviarse en un baldío.

Se extraviará quien quiera afirmarse como mujer, si lo que hay en su corazón es la necesidad más profunda y la frustración de afirmarse como varón.

La persona disfórica que haya llegado a este punto de conocimiento de sí, deberá buscar las posibles experiencias homoafectivas que pueda recordar, aun sabiendo que pueden ser recuerdos de frustraciones y que con seguridad, han sido insuficientes, puesto que la han dejad en la disforia.

También puede ser que, en cualquier edad, surjan esas experiencias homoafectivas que le faltaban. Para mí, han sido posibles dentro de un sector restringido: la masculinidad gay, que yo valoro no homosexualmente, sino homoafectivamente.

¿Me puedo entonces insertar en ella de alguna manera? Sí, como disfórico, expresión en la que se contiene mi historia, e incluso la disfuncionalidad genital, integrada dentro de una masculinidad disfórica que podría así no haber requerido la operación si hubiera tenido conciencia a tiempo de mi necesidad de homoafectividad como tal homoafectividad.

jueves, enero 18, 2007

Pureza y traducción de la disforia





Hago un experimento imaginario más, que cuenta con la legitimidad de los que hacía Einstein, para ayudarme a pensar.

Imagino que llego a una isla desierta en la que debo pasar el resto de mi vida.

Se me plantea cómo debo vestir. Del naufragio se han salvado unos baúles con ropa diversa. Hay prendas de hombre y de mujer.

Elijo un vestido camisero de mujer, sencillo y que me llega poco más debajo de las rodillas, parecido al que hay en la foto que tanto me impresiona del travesti con barba de dos días.

Estaré cómoda con él y no tendré tensiones de ninguna clase.

Ahora un paso más. A la isla llegan otros dos náufragos, un hombre y una mujer. Pero no es posible que convivamos los tres juntos, Como máximo, podemos estar dos personas.

En abstracto, prefiero convivir con la mujer (no forzosamente de manera sexual) Me agrada más la distensión que puede traer a mi vida que las tensiones que necesariamente me traería la convivencia con el hombre.

Esto en abstracto; pero supongamos que el hombre que llega es mi amigo, desde va a hacer catorce años, y que la mujer es una desconocida.

En concreto, preferiría convivir toda la vida con mi amigo.

Ahora, una hipótesis extrema: supongamos que en los baúles de la ropa encuentro un uniforme blanco de Oficial de la Marina Británica.

Me lo pongo con orgullo; y a partir de ese momento soy el Oficial solitario de la Isla Livingstone, que cumple con su obligación todos los días aunque nadie más lo vea ni pueda exigírselo.

La blancura y la perfección del uniforme me defienden; a él me acojo, en él descanso. Hay tensión, pero es la de mi alma que ama esa perfección.

Por dura que sea la vida de náufrago, por fácil que sea ensuciarse con barro, o con la savia de los árboles que tengo que cortar, cuido de que mi uniforme esté lo más limpio que me sea humanamente posible; lo he lavado ya varias veces con agua del mar y lo he secado al sol y se mantiene medio bien, en estado aceptable de revista, teniendo en cuenta mis circunstancias.

Esta parte del experimento imaginario me ha descubierto por primera vez que el sentido del deber, del ideal y de la perfección fue probablemente lo que me causó la disforia de género en mi niñez y mi adolescencia.

Me encontré viviendo en un ambiente cultural que había llegado a ser tan decadente, tan groseramente realista, que empujaba a los muchachos, aunque en realidad eran buenos, poco agresivos y suficientemente bien educados por sus padres, a desahogarse de su pubertad de la manera más fácil, portándose con zafiedad, haciendo y diciendo agobiantes groserías, que me provocaban el rechazo más radical.

Yo era entonces espontáneamente muy puro, tal como me había educado mi padre, que era noble de carácter, caballeroso con sencillez y valiente, un hombre que no decía malas palabras, ni las pensaba.

Recuerdo, en otro aspecto, la conmoción de enorme repugnancia, la sensación incluso de un mal olor memorizable, que me produjo ver por primera vez, con trece o catorce años, unas fotografía pornográficas. Desde entonces sé que los humanos somos naturalmente puros, pero que las amarguras de la vida nos pueden degradar.

Sé que mi disforia está situada precisamente en ese punto: el rechazo de una manera de vivir masculina caracterizada por la fealdad ética, que se convertía en fealdad estética.

Imagino en cambio que en la Marina Británica ideal, los guardiamarinas estuvieran obligados como por un juramento a expresarse siempre con dignidad y a actuar de manera noble y mesurada. Aquellos principios de good manners y self control.

Sólo eso me los hacía parecer hermosos y dignos de amistad y compañerismo, y lloré cuando leí una novela que los describía, porque hubiera deseado ser uno de ellos, en el siglo XIX, en una vida tan diferente de la miserable que encontraba en España en el siglo XX.

Entonces, comprendo de repente que entiendo mi disforia en un cuadro general mucho más amplio que el de lo sexual, el de las actitudes éticas y estéticas.

La reconozco en el conflicto entre el sentido del deber, la aspiración a un ideal, la necesidad y hambre de perfección que están en el fondo de todo corazón humano, y la decepción, la conformidad, la bajeza en la que fácilmente puede dejarse caer y por las que puede dejarse llevar.

La tensión que puede suponer llevar ese uniforme, se justifica y resulta agradable al saber que significa la defensa de un ideario sobre lo necesario para todo ser humano.

En las épocas fuertes, los humanos son naturalmente idealistas; sólo en las de debilidad y cansancio son realistas, pudiendo llegar a serlo miserablemente. Platón fue seguido así por Aristóteles.

Mi disforia era por tanto efecto del espanto profundo de un niño bien educado ante la realidad de la infracultura masculina que le rodeó y de la que no encontró escape. Tampoco encontró a nadie hermoso, afectuoso, inteligente y cultivado que hubiera podido admirar y convertirse en un modelo digno de imitación.

Muy consciente de estos sentimientos, pero no de su orden, acabé sumiéndome yo mismo en la miseria moral de la masturbación desesperada y en el rechazo de lo que veía, que simbolicé en el refugio en la feminidad, que me parecía civilizada, limpia, acogedora y hermosa como una mañana clara de sol, o también como símbolo profundo de la belleza que puede ser amada y aceptada, mientras que yo era despreciado y rechazado.

Las primeras son cualidades éticas en realidad, como hoy, en esta mañana de enero en que escribo, comprendo. La necesidad de ser valorada y amada lo es también. Y en aquella cultura, la fealdad estaba asociada a la masculinidad, “el hombre y el oso…”, o por el contrario, “el bello sexo”…, que se justificaba sólo por el mayor poder.

Incluso mis obsesiones, que empezaron a ser insoportables quizás a los dieciocho años, eran el efecto de este deseo de ser amado, vuelto perfeccionismo enfermizo al desconocer que la perfección nunca puede estar en mí, sólo en Dios.

Ésta es una sorprendente visión unitaria de lo que yo soy.

Comprendo con claridad que mis compañeros eran víctimas de una cultura generalizada en la clase media española del siglo XX a la que no podían sobreponerse, mientras que yo había sido educado en una parte de la clase alta que seguía siendo más fiel a los ideales y a las formas de los siglos anteriores.

Porque afortunadamente España vivió, en el siglo XVI, una generalizada aspiración a la perfección espiritual, presente incluso en los pequeños y modestos círculos de los beaterios, pero cuya inflexión hacia el realismo desengañado se expresó perfectamente en el tiempo y la obra de Miguel de Cervantes.

Pero esa aspiración sobrevive, aunque sea residualmente, en nuestra cultura, asociada hoy, por desgracia, al conservadurismo, como corresponde a su carácter puesto a la defensiva.

En la cultura universal, hoy muy comunicada, no está a la defensiva sino en plena ofensiva en el islamismo, que puede también recordar que en él surgió el ideal del caballero, que nuestro Aben Arabí al Mursí dibujó como ejemplo de energía, justicia y generosidad como la de Dios.

Españoles e islámicos hemos sido enemigos, pero ante la desesperación del mundo de hoy, podemos sentirnos afines históricamente y respetarnos mutuamente.

La disforia se disuelve con estas reflexiones, que me dan su profundo significado y su realidad en mi biografía, como una parte y una herida profundísima sufrida en las mayores luchas espirituales que debe combatir el ser humano.

miércoles, enero 17, 2007

Manifiesto disfórico





La disforia de género es pura realidad. Un sentimiento que nos conduce a muchas personas a ser transexuales y que a otras las deja en una frustración perpetua, que le quita sentido a su vida.

Siempre me alegraré de haber recorrido el proceso transexual, porque esto me ha permitido sentir que vivo, lo que antes no me sucedía.

Pero como se habrá observado, distingo entre dos conceptos, disforia de género y transexualidad.

Disforia de género, por lo que sea, es un trauma. Transexualidad es una solución a ese trauma.

Las primeras experiencias sobre transexualidad nos han llevado a creer que es la única solución práctica a la disforia de género, incluyendo en el proceso la culminación quirúrgica.

De esta manera, se ha concebido un proceso de dirección única, que en líneas generales se puede describir como cuatro estaciones fijas que serían disforia – hormonación – prueba de la vida real – operación.

Ahora bien, si las causas de la disforia de género están, como supongo, en la falta de una experiencia homoafectiva en la niñez y la adolescencia (y en cambio soledad, rechazo, acoso, etc), mi experiencia personal me dice que la experiencia homoafectiva puede darse en cualquier momento de su vida, haciendo disminuir la disforia de género (pero no desaparecer), con lo cual cambian los datos del problema.

Si la disforia de género puede variar de intensidad, su expresión también puede relativizarse. Puede dat lugar por ejemplo a identidades o formas de adaptarse a la realidad tan sencillas y elementalmente graduadas como el simple afeminamiento, o el travestismo ocasional, que expresarían sin embargo determinadas intensidades bajas de la disforia de género.

No es forzoso, por tanto, que una persona disfórica de género tenga que pasar socialmente de una identidad masculina a una identidad plenamente femenina.

Sin embargo, como también sé por experiencia, de alguna forma hay que llevar adelante un proceso de expresión, para poder conocer los límites que corresponden a la propia personalidad.

Cuando la expresión queda completamente bloqueada, el impulso disfórico permanece igualmente congelado, en el terreno de los sueños, el exclusivamente interior, puesto que no puede llegar al terreno de la realidad, donde puede interactuar con otras realidades y modificarse en más o en menos.

Pero también la expresión real puede graduarse, y de cada momento de expresión se deducen experiencias que nos dicen cuál es nuestra verdad en la relación con otras personas.

martes, enero 16, 2007

De identidad, disfórico




Quiero ver clara la valoración moral de mi transexualidad.


1. De hecho, siento bienestar por vivir como transexual y por haberme operado. Sería una locura valorar más la vida de tensiones y de no-vida que tenía antes.

2. Mi operación corresponde exactamente a mi clase de disforia, que está muy centrada en los genitales en sí y como símbolo. Puedo reconciliarme con el género masculino, especialmente con los gays, pero me era casi imposible aceptar, y más, practicar, una masculinidad genital de la que no era capaz (¿por razones biológicas?)Por tanto, mi disforia corresponde a la verdad de lo que soy, dentro de sus límites.

3. Es verdad que tengo una identidad masculina, formada de niño, pero también es verdad que en la adolescencia se superpuso sobre ella una identidad disfórica. Por tanto, puedo estar tranquilo de que lo que hago es racional, es decir, moral.

De todo lo que acabo de decir, se deduce que puedo aceptarme como transexual, pero tengo que relativizar mi transexualidad. No soy una mujer, soy un varón disfórico y por tanto en la expresión de mi disforia no tengo que pretender una feminidad inequívoca, sino, simplemente, ser como soy.

viernes, enero 12, 2007

Dos experiencias que me faltaba procesar




Una función de xy, esto es la línea de mi ingle y mi vientre, cuando la palpo al lavarme. Empieza suave, curvadamente horizontal, y va elevándose girando hacia una línea casi vertical.

Me agrada sentir cómo encaja con la forma de mi mano, que la envuelve y la protege.

Esta experiencia la considero fundamental porque corresponde quizá a lo que espera mi cerebro, que no puede entender que haya allí la complejidad de los genitales masculinos, cuya función penetradora le es completamente ajena y desconocida.

Sé que hay muchos hombres, sobre todo homosexuales, tan pasivos como yo, por lo que la pasividad sola es compatible con la masculinidad, pero pienso que también a los hombres, incluso a los pasivos, les horrorizaría perder los genitales, y a mí me da igual o hasta me agrada.

Después de comer en el Corte Inglés, subo al autobús para volver a casa. El sol está bajo en la tarde de invierno, que es clara pero ya amenazada por la sombra, a una hora tan temprana.

Pero mientras brilla, me alegra cuando me da, en mi asiento, casi de frente, un sentimiento que equiparo con la base de bienestar que siento al estar entre la gente con falda, lo mismo que sé que de ir de hombre, todo serían tensiones.

¿Es posible saber que soy fundamentalmente masculino y a la vez aceptar con naturalidad que mi cuerpo sea ahora como es y que estoy más a gusto viviendo con mi falda?

Esos dos factores señalan los límites de mi masculinidad como si dijeran que soy varón de sentimiento pero no de sexualidad y que eso lo expreso mejor socialmente viviendo como vivo.

jueves, enero 11, 2007

Dos dimensiones de la transexualidad





La transexualidad procede de dos impulsos:

Uno. La negación traumática del propio género o disforia de género.

Dos. Como respuesta, la fusión o identificación con el otro género.

Dieciséis años después de haber empezado definitivamente mi proceso, he observado lo siguiente:

En relación con el impulso Uno, la disforia de género subsiste, como inestabilidad básica, aunque está atenuada por un proceso homoafectivo que, por pura coincidencia, empezó también hace dieciséis años, haciéndome sentir mi afinidad con los gays.

En relación con el impulso Dos, la fuerte caída de la libido debida a la hormonación y a la operación ha hecho que el deseo de fusión con la Figura de la Mujer haya desaparecido casi por completo.

Como resultado de ambos procesos, ahora estoy recuperando la identidad masculina, aunque disfórica en el sentido de inestable (es decir, en cualquier momento vuelve el rechazo) y relativizada por el hecho de que sigo siendo una persona muy pasiva sexualmente.

Estos hechos me hacen plantearme si es adecuado seguir con mi identidad pública teóricamente femenina.

Pero sé que, en la práctica, todos me ven como transexual, no como mujer, y que en esta identidad sigo encontrando un refugio que me da tranquilidad y seguridad para plantearme todo esto.

En resumen, si yo hubiera seguido, como pensé al principio, mi proceso a tiempo parcial, hormonándome y operándome, pero no hubiera llegado a una identidad social y legal femenina, ahora recuperaría mi identidad social masculina (disfórica)

Pero después de llevar años viviendo como transexual y adaptándome bien, me desestabilizaría personalmente dar el salto de vuelta a una identidad socialmente masculina (como si yo fuera un hombre como otro cualquiera, lo que tanto no soy)

No creo que en ningún caso convenga que una persona transexual quiera actuar como si esta condición no existiera. Existe y hay que tenerla en cuenta.

miércoles, enero 10, 2007

Hombres





Tara entra hoy cantando en el estadio de Limerick y allí encuentra a William, también cantando.

Los miles de voces verdes y de voces naranjas se mezclan con alegría y los rostros estallan de emoción, los ojos brillan y los labios sonríen.

El himno de batalla se alza y se baja, se escanda con buen humor y optimismo y la hierba resplandeciente del campo, espera, pura como una esmeralda, que rompa la batalla sobre ella, ahora intacta.

Y siguen los himnos acogiendo a todos los que se incorporan tarde, a los hombres de guerra, entre ellos, a mí, que he tenido que purgar una vida entera, para que ahora pueda unirme, sonriente a quienes me acogen radiantes y cordiales.

Unos con barba, otros lampiños, pero todos cantando desde el fondo de su corazón o de su vientre este himno antiguo, fuerte y divertido.

Me veo entre ellos en el lateral verde del campo verde, y enfrente, por encima de la esmeralda quieta y nítida, veo la masa, la multitud, los miles de seguidores orangistas que responden a los de la Verde Erin y cantan el mismo himno, porque sólo hay que cambiar dos o tres palabras estratégicas.

Esto no es verdad, pero es más verdad que la verdad. Un muchacho pelirrojo o castaño claro me mira resplandeciente y se agarra a mi brazo para seguir cantando. Nos apretamos, nos miramos y nos reímos, mientras nuestros labios se abren para seguir la melodía.

Un beso fugaz y juvenil, doble, de él a mí y de mí a él, se fija en nuestros labios un momento y seguimos cantando.

Un hombre de barba rizada y entreverada, de rostro digno y luminoso, se acerca también y me levanta de un abrazo mientras el coro múltiple y doble, igual y rival, llega a su mayor potencia y sus mayores risas, nos miramos, reímos y lloramos.

El hombre de la barba rizada me pregunta, esforzándose por hacerse oír entre el fragor:

“¿Dónde estabas que no te he visto antes?”

“Muy lejos, donde he estado años y años”, le respondo, oyéndome yo.

“¿Estabas herido?”, me pregunta con el movimiento de sus labios, no con el sonido de su voz.

“Tengo una cicatriz que me pasa de parte a parte del cuerpo, y la tendré siempre, pero me gusta”.

“No importa, esto está lleno de hombres activos y pasivos, mira”, me responde y mira a la multitud, como yo.

Esto es lo que he esperado siempre en el fondo de mi corazón, entender que los hombres pueden quererse unos a otros con entereza de varones, que no tienen que despreciarse y aborrecerse, que pueden tenerse tanto amor que a veces desborde en sexo comprensible y divertido, como ahora.

Lo que me había roto era pensar que estaban juntos sólo por necesidad y que no podía haber entre ellos esas miradas de entendimiento y aceptación mutua que tanto había deseado. Ahora, en este campo, las veo y me llenan el corazón y veo que se juntan porque sus corazones laten al compás, que siguen el mismo ritmo que cantan.

Y hoy en el estadio no ha entrado ni una mujer.

lunes, enero 08, 2007

Un diagnóstico





Yo soy un varón, mi orientación es básicamente heterosexual, mi temperamento es hipoandrogénico, lo que lo hace, según el esquema de Heymans-Le Senne, emotivo, no activo, secundario, por lo que soy sentimentalmente sensible y vulnerable, y eso explica que sufriera un trauma homoafectivo que me impidió, en su momento, desarrollar la conciencia y valoración de mí como varón heterosexual y me produjo por tanto una disforia de género.

Ésta es la descripción científica de lo que soy y hace que la definición más exacta de mi identidad sea la de varón heterosexual disfórico de género.

En tal definición es donde puedo encontrar la solidez que necesito como punto de partida para evitar los zarandeos de las opiniones que he mantenido: ni soy una mujer ni soy un varón heterosexual no disfórico.

Esto significa que mi definición como mujer sería inestable porque contradiría en cada momento la realidad de los sentimientos que nacen en mí, tan importantes para mi temperamento E.a.s. Y mi definición como varón heterosexual, a secas, contradiría también los importantes sentimientos que nacen de la disforia de género.

Sentimientos que son en origen negativos, de inadaptación a un entorno determinado y aleatorio, el de los varones que estuvieron a mi lado en el tiempo de mi formación, pero que tienen también una función adaptativa, y por tanto positiva.

Pero la disforia de género debe ser relativizada y medida. No puede llegar al extremo de hacerme pensar que “soy mujer”, porque esto simplemente no es verdad, por lo que resulta desestabilizador y difícil de mantener a la larga.

Si no soy una mujer, mi conducta disfórica deberá por eso encontrar las formas de expresión que correspondan a mi realidad profunda, que he definido como de varón, heterosexual, hipoandrogénico, sentimental, disfórico de género.

Necesito aferrarme a esta definición científica. He visto que, en los últimos meses, en mi diario público, he seguido oscilando fuertemente entre los dos extremos: el voluntarismo del querer ser mujer y el negativismo del afirmarme como varón heterosexual olvidando la fuerza y la realidad de la disforia.

Lo que reflexione y consiga desde ahora, tendrá que ser a partir de este diagnóstico, o conseguir superarlo, porque me parece irrefutable; en todo caso, partir de él.

Me alegro de escribir públicamente todo esto, porque así me obligo a ser más consecuente por respeto a quienes me lean.

sábado, enero 06, 2007

Un eje de simetría



Cuando hace dieciséis años entré en relación por primera vez con un grupo de gays, a la vez que me definía a mí misma como transexual, comprendí que sólo la barrera protectora que ponía entre ellos y yo, esta diferencia, me permitía empezar a querer a los hombres.

Muchos años antes, había entrado un momento en el gran bar de una asociación homosexual (fue en Holanda y todavía no se había creado la palabra gay) y me había tenido que salir convencida de que no eran los míos. Porque hablaban como hombres entre hombres, y yo primero tenía que separarme de los hombres, para poder mirar con tranquilidad y hasta con agrado a los hombres.

Fue lo mismo que sentí poco antes de aquello, al leer la primera homosexual que encontré, "Fabrizio Lupo". No era cosa mía, no hablaba de mí, puesto que hablaba de hombres que eran hombres.

Ahora, llevo esos dieciséis años reconciliándome con los hombres, simpatizando con ellos. Leo muchísima novela gay, porque en sus relatos de niñez o de adolescencia encuentro mucho de lo que que hubo en mi vida, aunque a la vez tengo que hacer suposiciones para comprender lo que hay de diferente entre ellos y yo.

Sin embargo, he hecho lo posible por estar al lado, por imaginarme como ellos, a fin de cuentas.

Pero insistir en los parecidos y olvidarme de las diferencias me está llevando a un territorio peligroso, en el que literalmente me descompongo emocionalmente.

Sé que no soy una mujer, pero tampoco puedo ser un hombre. Cuando en tu conciencia aparecen sólo emociones negativas ("no soy", "no puedo ser") todo se rompe y se llena de sentimientos de desagrado. El rechazo de todo puede acabar siendo pavoroso, si todo lo que ves alrededor te parece ajeno y feo, lo de las mujeres por ser mujeres, lo de los hombres por ser hombres.

La identidad es una organizadora de la personalidad, el eje de simetría alrededor del cual toda ella toma forma. Si no puedes tener de manera natural una identidad masculina, si tampoco puedes tenerla femenina, tendrás que tener alguna identidad, y yo me pongo en la de transexual.

Transexual es una palabra en la que yo pongo otras como ambigüedad, indefinición, intersexualidad, travesti, Priscilla, todas las cuales son mías y me agradan. En todas ellas puedo reconocerme con gusto y se convierten por tanto en ese eje de simetría en torno al cual puedo organizar mi vida.

Fijaos que no me pongo en lo de mujer ni en lo de hombre. Me sitúo en lo mío, lo que me gusta y me enternece, lo que me alegra y lo que entiendo.

miércoles, enero 03, 2007

Dulcinea de la Mancha




La transexualidad no es cuestión de lo que se es sino de lo que se desea.

Entendiendo esta palabra como lo que se necesita, puesto que es una gran evasión, o un refugio, o una cicatrización después de un trauma.

Todas estas semanas, o meses, o años, recibía con estoicismo las noticias que me daba a mí misma de que yo no soy una mujer, que en el fondo soy un varón, que tiene sentimientos de varón, deseos de varón, pero en realidad eso es el punto de partida, lo que ya sabía, el realismo de más corto alcance, sin perspectivas, cuando lo que me pone en marcha y me hace vivir y sonreír es el deseo, la necesidad, aunque parezca imposible, de ser mujer, la felicidad de descubrir que lo soy por lo menos en una pequeña parte o de que lo voy consiguiendo, la memoria de las esperanzas y los sueños de mi adolescencia.

Es el desafío a la realidad material, éste es el sentido filosófico de la transexualidad y su belleza interior, lo que la justifica como empresa humana, la más profunda, aquélla en la que un espíritu se niega a someterse a los condicionamientos materiales, sino que quiere mandar sobre ellos.

Si Dios quiere que el hombre realice todas sus potencialidades, Dios no puede negarse a este acto en el que intentamos llegar hasta donde podemos y más allá de lo que podemos.

Entonces, nuestra verdad interior consiste en saber lo que somos y lo que deseamos, teniendo claros los dos polos sobre los que se construye nuestra vida.

Un Alonso Quijano transexual hubiera necesitado y deseado ser, no Don Quijote, sino Dulcinea de la Mancha. Así se habría podido escribir la novela de la transexualidad, unos capítulos ridículos, otros conmovedores, y todos expresando lo sublime de la transexualidad y de la condición humana, que se escapa de lo que nos condiciona y nos limita materialmente, en nuestro caso, de los fluidos hormonales de nacimiento o de un estatuto social que, por lo que sea, han llegado a hacernos daño.

Puede decirse: "Pero Dios ha querido que seas así, que tu cuerpo y tu vida sean de varón". No; la lógica nos dice que Dios lo que quiere es que el hombre someta a toda la materia a sus necesidades, como lo ha venido haciendo desde el principio. Ésta es la ley de Dios, la voluntad de Dios con respecto al hombre: que sea capaz de poner lo material a su servicio, que sea el Rey del Universo, sólo sometido a la verdad que va descubriendo sobre su bien.

martes, enero 02, 2007

Ya está bien





Bueno, ya está bien. Llevo toda mi vida (desde los trece o los catorce años) queriendo entender la transexualidad, y estoy donde estaba y sé lo que sabía, aunque en los últimos meses he adelantado mucho en poner mis ideas en orden.

Pero darle vueltas a lo mismo y ver que sigo en el mismo sitio me desespera, me entristece y me angustia.

Por otra parte, sé que las personas heteros no le dan desde luego tantas vueltas porque la tienen resuelta (yo no), lo que les permite no pensar en la cuestión de su identidad, o que ni siquiera sea el centro de sus pensamientos, que no sea el centro de su vida excepto cuando viven un amor muy grande, pasional o sentimental, en el que de verdad se realizan. Pero pueden centrarse en otras cuestiones: en la profesión o en los hijos, con la misma fuerza o más que en su identidad.

Yo también estoy centrada en otras cuestiones, aunque resulte raro leérmelo. El centro de mi vida es la curiosidad por la realidad, y por los sentimientos que despierta en mí, y por eso leo y escribo tanto. Ahora mismo, la realidad es que son las nueve de la mañana, hace sol, silencio y oigo sólo un pájaro en el jardín y otro que suena por el patinillo.

Otro centro derivado del primero es una pregunta: "¿Hay vida después de la muerte?". Esta pregunta centra mis pesquisas sobre filosofía, mi interés por la parapsicología, mi sentido de la ética, mis posicionamientos políticos profundos (más allá de los partidos), etc

Lo que pasa es que todo el proceso transexual irrumpió desde mis trece o catorce años en mi vida con tal fuerza y tantas consecuencias que tuve que ocuparme de él, pero no porque sea lo que más me importa, sino en la práctica. Pero que no quepa duda de que si alguien me dijera: "Tengo la respuesta segura sobre la muerte, pero tienes que olvidarte de la transexualidad", me olvidaría con los ojos cerrados y en un plis plas.

Ahora, en este proceso he encontrado el sentido del compañerismo. Sé que hay personas tan agobiadas como yo por la dichosa disforia de género o que tienen las mismas alegrías que yo en estas cuestiones, y es natural que hablemos de eso y que queramos salir adelante en compañía.

Pero llega el momento en que, a lo mejor, lo mejor es decir, justo para eso, la verdad, yo no estoy ni quiero estar centrada en la cuestión de la transexualidad y a cualquier compañera le aconsejaré que haga lo mismo, precisamente por compañerismo.

En cuanto lo digo, me relajo y me distiendo, y todo es más fácil. Si me preocupo sobre todo por otros asuntos, ¿estoy bien como estoy, viviendo como transexual? Sí. ¿Estoy mejor como transexual que como hetero? Sí. ¿Se puede discutir esto? Sí, pero déjalo, ahora no tengo tiempo, tengo otras cosas más importantes en las que pensar.

lunes, enero 01, 2007

La verdad interior





Anteayer alguien me dijo que había oido en la televisión que en Málaga se habían realizado ya 172 operaciones, lo que hasta cierto punto es el resultado de mi trabajo. Al mismo tiempo, empiezo a ver el proceso transexual como un artificio necesario para conseguir el equilibrio emotivo, después de un trauma demoledor, como una expresión de las necesidades de la persona, más que como una expresión de su ser.

Pero sé que en mi, aunque haya una ambigüedad real, no llega por sí sola a ponerme en el lado de las mujeres, más bien se reafirma como masculinidad ambigua y me gusta sentirlo así.

También es verdad que en mi caso hay un trauma verdadero, que actúa todavía y que este artificio ha llegado a mi conciencia como la única solución posible, por lo que puedo entender esa cifra con relativo orgullo, puesto que hasta ahora los especialistas no conocen más que la operación como terapia efectiva para la disforia de género y es verdad que a mí me ha equilibrado y me hace sentir bienestar.

Pero una terapia efectiva no quiere decirse que sea la mejor. Puede ser que haya otra más sólida y esta madrugada he visto de pronto que puede serlo la búsqueda de la verdad interior, la introspección que nos permite saber quiénes somos y por qué queremos lo que queremos.

Pero es verdad que sin que se haya realizado ningún proceso homoafectivo que compense su falta en la niñez y la adolescencia, la verdad interior no puede ser sino la de un vacío y la consiguiente angustia o disforia.

Pero es suficiente con considerarse un varón, aunque herido, para que el proceso transexual se relativice y ya no sea necesario querer llegar a la operación como su punto supremo, puesto que se puede saber que, en realidad, no se desea ni se puede ser íntegramente una mujer, por lo que cualquier solución intermedia puede ser suficiente.